Publicado en el blog DDT21. Trad: Antiforma.
«La igualdad y la libertad no son lujos de los que se pueda prescindir fácilmente. Sin ellos, el orden no puede durar sin hundirse en una oscuridad inimaginable.» (Allan Moore, V de Vendetta, 1982)
«No renunciaremos a nada. Especialmente a reír, cantar, pensar, amar. Especialmente a las terrazas, a las salas de conciertos, a las fiestas nocturnas de verano. Especialmente a la libertad.» (Emmanuel Macron, tweet del 11 de marzo de 2020)
Es sorprendente que el presidente de la República haya escrito un tweet que, pocos días después, podría haber sido firmado por un grupo anarquista individualista particularmente radical. Es que el coronavirus que ataca al mundo está socavando algunas de nuestras convicciones. Nos hace sentir incómodos. ¿Cómo responder al juego a tres bandas que implica al Estado, a la población (incluyendo al proletariado) y la pandemia? ¿Cómo hacernos de un lugar en él? ¿Necesitamos un lugar en él? ¿Deberíamos quedarnos en casa? ¿Qué debemos hacer? ¿Qué solidaridad, qué «resistencia» debemos poner en marcha?
En primer lugar, no pierdas la cabeza. Lo que debe importarnos en la situación actual no es tanto mostrar que teníamos razón en nuestros análisis anteriores, ni buscar y hallar lo que (a primera vista) confirma nuestras posiciones, sino identificar lo que sacude nuestras certezas, aquello que no encaja. Tratar de ver, pese a la oscuridad y al aparente caos, lo que está pasando para así procurar entender lo que viene.
¿Estado estratega, o sobrepasado?
Sí, la pandemia de Covid-19 es inherente al modo de producción capitalista (deforestación, expansión urbana, éxodo rural y concentración de la población, ganadería industrial, flujos de personas y mercancías, transporte aéreo, etc.). En los países europeos, se acentúa por el desmantelamiento de los sistemas de salud como resultado de las diversas políticas neoliberales seguidas durante décadas y su gestión según el modelo corporativo (rentabilidad, «stock cero» y flujos just-in-time). El caso de Francia es ejemplar desde este punto de vista; en diciembre de 2019, una pancarta de los trabajadores de un hospital que se manifestaban decía: «El Estado cuenta el dinero, nosotros vamos a contar los muertos», y muchas personas se dan cuenta ahora de que no se trataba sólo de un eslogan.
Son innumerables los textos que lo demuestran, y muchos de quienes venían haciendo críticas radicales al capitalismo ahora las ven confirmadas: el capitalismo es el responsable, es el culpable, es mortal. Aún si el virus no hace diferencia entre clases, afecta principalmente a los proletarios, quienes, por su parte, no pueden recurrir a atención de salud privada de calidad. Las declaraciones de Agnès Buzyn revelaron a quienes aún tenían dudas el repugnante cinismo de nuestros gobernantes, que están dispuestos a salvar la economía «cueste lo que cueste», incluso haciendo morir a decenas de miles de pobres y ancianos (sin duda con la secreta esperanza de resolver al mismo tiempo la cuestión de las pensiones). Sin embargo, la cosa ha adquirido una envergadura completamente inesperada.
Más allá de la incompetencia del equipo de Macron, hay que reconocer que el estado francés está completamente desbordado por la situación; décadas de recortes presupuestarios en la administración pública están dando ahora sus frutos venenosos.
Los gobiernos, preocupados durante demasiado tiempo por servir a los intereses de la capa de capitalistas más poderosos (cada vez menos vinculados a ningún Estado nacional), han perdido de vista el papel del Estado capitalista: asegurar en un territorio determinado una estabilidad favorable a todos los capitalistas, más allá de sus intereses particulares. El mantenimiento de un sistema de salud pública eficiente, por ejemplo, cumple la función de que los empleadores puedan contar con trabajadores sanos, bajo ausentismo y mayor productividad. Pero los grandes grupos y las multinacionales, al no atacar directamente el costo de la fuerza de trabajo, han presionado al Estado para que haga reformas fiscales en su favor, con políticas de reducción de gastos y servicios, y gravámenes sobre los ingresos indirectos de los proletarios. Estas medidas obviamente llegaron demasiado lejos: sabíamos que a veces podían ser contrarias a los intereses particulares de los capitalistas menos poderosos (lo que explica en parte la presencia de pequeños patrones junto a los chalecos amarillos), pero con esto vemos que pueden ser contrarias al interés del conjunto de los capitalistas. Acompañadas de profundos recortes, ahorros y regalos fiscales a los más ricos, tales medidas han repercutido también en la (no) preparación para las crisis pandémicas, que muchos informes de expertos venían anunciando desde hace años: ha habido recortes presupuestarios en la investigación en virología y bacteriología, vaciamiento de las reservas nacionales de mascarillas, dependencia farmacéutica de los laboratorios privados, etc.
Acuciado por el Covid-19, el gobierno titubea y se demora en tomar las medidas, a priori de sentido común, que el personal sanitario exige, como la contención (recomendada por los epidemiólogos mucho antes del 17 de marzo) o la implicación de los centros de salud privados (aún cuando algunos de sus directores siguiendo pidiendo que se les requise). Durante semanas, no se previó siquiera un testeo masivo de la población: el Estado simplemente no tiene los medios para hacerlo. El mismo retraso ha entorpecido los estudios sobre tratamientos basados en cloroquina, una droga barata que gran parte del personal médico ha exigido que se utilice para tratar a los enfermos (puede que el aplazamiento se deba a la presión de los laboratorios que trabajan en una vacuna o en medicamentos antivirales muy caros). Combinada con los recortes presupuestarios en la atención de salud, esta negativa a tomar medidas tempranas por temor a sus repercusiones en la economía conduce, paradójicamente, a un desastre económico. Sigue leyendo