Por Barbaria
No es lo mismo ser proletario o mujer en Ruanda que en Suecia. Tampoco es igual en un mismo país ser un proletario o una mujer de raza blanca que no serlo. Por tanto, es evidente que el sistema en el que vivimos se organiza racialmente, que las opresiones económicas o patriarcales solo pueden pensarse en función de la categoría de raza y que la lucha contra ellas debe partir en primer orden del color de la piel o del lugar de origen, según el caso. A fin de cuentas, las mujeres y el proletariado occidentales se benefician de la explotación de los racializados de todo el mundo: ¿no compran los europeos la comida más barata gracias a la explotación de los jornaleros y las jornaleras magrebíes? ¿No hay por tanto un interés común, un privilegio común a los blancos sean de la clase que sean contra los racializados, sean de la clase que sean? ¿No son el blanco al racializado y Occidente al resto de naciones lo que el burgués al proletario, pero con mayor entidad, puesto que el primer antagonismo tiene carácter mundial mientras que el segundo se da solo en el plano nacional? La raza —es decir, la nación— tiene primacía sobre la clase. Dado que el proletariado mundial está dividido racialmente e incluso tiene intereses contrapuestos, es necesario concluir que no hay nada material que le empuje a luchar por lo mismo. La revolución mundial es una quimera idealista, sin suelo bajo los pies, o peor aún: el señuelo de una teoría que en sus pretensiones de universalidad solo oculta un interés particular, el de la dominación colonial del pueblo blanco sobre el resto.
Si la primera afirmación es una evidencia que parte de la realidad, el hilo de razonamientos nos lleva a una conclusión falsa y profundamente reaccionaria. El objetivo de este texto consiste en explicar por qué.
Por desgracia, este hilo se recorre a menudo en los medios radicales. Hace tiempo que cuando se habla de racismo ya no se discute sobre cómo el proletariado puede luchar contra las separaciones que este sistema genera en su seno, sino sobre cómo el proletariado occidental debe deconstruirse y renunciar a su privilegio blanco, esto es, a sus intereses materiales, que mantienen la explotación del resto del planeta. Y al hablar así sobre el racismo, se sea consciente o no, se está bebiendo del fango de la contrarrevolución.
Qué hay detrás del privilegio blanco
Como explicamos en ¿Interseccionando el capitalismo?, la posmodernidad «piensa la contrarrevolución desde las categorías de la contrarrevolución», es decir, reacciona a la ideología estalinista partiendo de sus mismas categorías. Esto es tanto o más aplicable a su variante poscolonial[1] y a su antecesora, la corriente de la dependencia. Ambas reaccionan a la visión etapista del estalinismo, que caracteriza como feudal toda la periferia capitalista y plantea la necesidad de una revolución burguesa en cada territorio antes de establecer siquiera la posibilidad de una lucha autónoma del proletariado. Pero reaccionan desde los mismos fundamentos de la liberación nacional y la lucha antiimperialista, que hacen pasar los intereses de la burguesía regional por los del proletariado y lo preparan así para su uso como carne de cañón. Este planteamiento, más fundado en los propios intereses imperialistas de la URSS y la China capitalistas que en un inocente error teórico, se estrenó en 1927 con la masacre del proletario chino a manos del Kuomintang, el partido nacionalista de Chiang Kai-shek, con la connivencia criminal de Stalin. Mao no será sino el ilustre continuador de esta contrarrevolución a lo largo de las siguientes décadas. Sigue leyendo