Cuando hace años escribimos un texto llamado Por qué no somos feministas y nos comenzamos a posicionar abiertamente en contra del feminismo, yo tenía mis dudas. Muchas dudas. Es complicado tomar la decisión de ser crítica con aquello con lo que te identificas casi ciegamente y que ha formado tu ADN militante. Es difícil enfrentarse a la honestidad que supone ponerse en cuestión a uno mismo en lugar de dejarse arrastrar por los mantras aparentemente bienintencionados de alrededor. ¿Quién quiere que se le acuse de no defender a las mujeres, de no luchar por su “liberación”? ¿Quién desea ser señalado como alguien que excluye a las personas trans y justifica así la violencia contra ellas? ¿Quién querría que se le identificara con la peor ralea machista y casposa de esta sociedad? Nadie. Y queriendo huir de esta censura reaccionaria, es fácil defender de forma acrítica todo tipo de dogmas. Con los ojos cerrados, con el carnet entre los dientes y los pantalones bajados.
Pero hay que negarse. Hay que negarse a ser acríticos, porque no es gratuito. El feminismo es una de las principales ideologías parciales que triunfan actualmente en nuestra sociedad. Que sea una ideología, una lucha, parcial significa que no persigue un cambio total del mundo en que vivimos, que no tiene una visión integral de la explotación, dominación y opresión de los seres humanos viendo la vinculación entre estas relaciones de explotación y dominación en su conjunto, sin negarlas. En cambio, se centra en un aspecto concreto de esta opresión, tomándolo como motivo vertebrador de la lucha. Esto conlleva la defensa de la reforma en lo tocante al interés concreto de cada movimiento, en lugar de la afirmación de la revolución para construir otro mundo. Por lo tanto y a pesar de que en muchas ocasiones nace de una honesta voluntad de lucha, esta es, entre otras cosas, una forma de colaborar con la separación entre unos seres y otros, con la atomización que nos impone el capitalismo.
Según mi propia experiencia, una característica recurrente en todo tipo de asambleas y grupos feministas es la ausencia de contenido. No se habla de contenido. No se debate lo importante. Incluso en los grupos que tienen una posición clara con respecto a alguno de los temas candentes, no hay lugar para el cuestionamiento reflexivo, para analizar y pensar juntas de dónde vienen y hacia dónde van las mujeres de este mundo. Un poco por miedo a no estar de acuerdo en nada, un poco por preservar la falacia de la unidad de las mujeres, un poco por la lógica activista. Y cuando, de casualidad y “arriesgando la vida”, se pone sobre la mesa alguna pregunta, solo caben dos posiciones: se desata el cisma.
El cisma
Los conflictos de posturas dentro del feminismo se articulan principalmente en torno a cuatro cuestiones: la prostitución, la pornografía, los vientres de alquiler y el género.
En términos generales, el feminismo radical aboga por la abolición de todas estas categorías o realidades y el feminismo queer/trans las reivindica y blanquea, agarrándose incluso a otras denominaciones que nos permiten ver por dónde van los tiros: trabajo sexual, posporno, gestación subrogada…
Naturalmente estas posturas no son estancas y hay distintas combinaciones respecto a los cuatro temas, pero la polarización se basa en estos principios: abolición o regulación legislativa de la prostitución, en contra o a favor de la existencia de la pornografía, prohibición o legalización de los vientres de alquiler y, finalmente, abolición del género como constructo cultural que emana de los sexos biológicos o reivindicación del género como una identidad subjetiva que cada uno debería tener derecho a decidir y que no emana de ninguna característica biológica. Ahondaré un poco más en este último tema del género.
Como vemos, tanto radicales como queer consideran el género como una categoría cultural. Aunque para unas se define como el correlato cultural del sexo biológico (radicales) y para otras, un efecto alucinatorio de gestos naturalizados (en palabras de la gurú Judith Butler). Además, las primeras afirman que el sexo es algo biológico, material, y las segundas niegan también la materialidad del sexo, entendiéndolo asimismo como una construcción cultural.
Lo queer
La visión queer del género y el sexo tiene una serie de implicaciones graves que, en parte, son las que critican las feministas radicales y otros sectores del feminismo, digamos, más clásico. La principal se deriva del hecho de que el género sea algo que el individuo autodetermina. Esto tiene como consecuencia que la categoría mujer quede inservible. Pues es mujer quien quiere serlo, y no quien ha nacido con unas características biológicas que la sitúan en el lado femenino de la reproducción de la especie. La afirmación de que las mujeres sufrimos una violencia específica por el hecho de ser mujeres (es decir, de tener el control biológico de la reproducción) dejaría de ser válida bajo estas teorías. Si no existe la mujer, no existe el patriarcado. Esa es la principal consecuencia de esta teoría y las políticas que en ella se basan.
Cuando decimos no existe el patriarcado queremos decir que no existe teóricamente, porque en la realidad, evidentemente, no deja de operar el sistema patriarcal por el hecho de que se promulguen leyes en las que se permita a las personas autodeterminar de forma oficial el género con el que se identifican sin necesidad de justificarlo mediante diagnóstico médico de disforia de género u otros procesos similares.
Una de las primeras preguntas que asaltan cuando una se acerca a la teoría queer es qué significa ser mujer. Si ser mujer no es haber nacido con vagina y aparato reproductor femenino y, debido a ello, ocupar un lugar insultante en esta sociedad de mierda en el cual se intenta controlar nuestros cuerpos mutilándolos, violándolos y anulando todo tipo de autonomía y libertad para poder así controlar la reproducción de la especie, ¿qué coño es ser mujer? Lo que en el feminismo se llama el género le causa malestar a todo el mundo. Las mujeres no nos identificamos con nuestra explotación, que es lo que se deduce de las teorías queer y concretamente del concepto cisgénero.
Según estos principios, el sujeto del feminismo deja de ser la mujer biológica para quedar diluido en algo así como “cuerpos femeninos y/o con sexualidades e identidades de género disidentes”, incluyendo de esta forma a las personas trans y LGTBIQ+ como “sujetos políticos de la lucha”. Este hecho de que las transfemeninas tengan que ser consideradas mujeres levanta escamas en el feminismo radical.
La teoría queer tiene una naturaleza posmoderna. Y, en este sentido, es, igual que el posmodernismo, la renuncia y negación veladas de la posibilidad de la revolución. La derrota que finge no serlo, que finge, al contrario, ser muy subversiva y muy revolucionaria. Hay que tener cojones para pretender que la violencia que supone la mercantilización capitalista de la sexualidad sea algo subversivo y liberador. Todas las propuestas posmodernas carecen de un más allá de este sistema. Al contrario, son la reivindicación radical de la identidad, el individualismo, la mercancía y, por lo tanto, de todo el sistema de dominación capitalista y patriarcal. Y nos negamos a tragar con eso.
Lo “radical”
La crítica repetitiva de las radicales y feministas clásicas (del PSOE de toda la vida) se configura en torno a las implicaciones que tienen las reformas legislativas de corte queer o transfeminista que ya se han comenzado a hacer en otros países y que se proponen desde hace años en el parlamento español de la mano de Podemos. Casi todo lo que alcanzan a hacer es listar pesadamente y uno por uno cada efecto de este tipo de leyes que en el fondo se resumen rápidamente: la posibilidad de que los hombres se aprovechen de los beneficios legales que se han conseguido para las mujeres en el marco de la lucha institucional contra la violencia de género. Hombres en cárceles de mujeres, en competiciones deportivas de mujeres, maltratadores que podrían salir airosos de un proceso judicial de violencia de género autodeterminándose mujeres, etc.
Las dos críticas principales que habría que hacerle a este tipo de posturas son, por un lado, la separación que hacen en el fondo de patriarcado y capitalismo, que posibilita también la separación entre cultura y naturaleza, y la convicción de que se podría separar el sexo biológico (con la consabida capacidad reproductiva de las mujeres) de un correlato social de éste, y, por otro, la falsedad de la posibilidad de la abolición del género.
¿Cómo se abole el género?, me pregunto yo. Esta cuestión me hace recordar una anécdota que viví hace pocos años. En una asamblea feminista alguien preguntó en voz alta cómo podríamos hacer para acabar con los privilegios que tienen los hombres en esta sociedad. Una compañera respondió rápida y contundentemente: ¡con una ley! Eran las 5 de la madrugada y estábamos intentando acampar en Sol. Supe que me tenía que irme a mi casa a dormir instantáneamente.
Supongo que a la pregunta de cómo se abole el género la respuesta sería algo así como con leyes y educación. Es decir, con el estado. Al final todo se trata de demandar al estado derechos, representación, reconocimiento… Al estado, ese mismo gestor de nuestra explotación como proletarias y como mujeres, que nos reprime cuando es menester, que se vale de la dominación de la mujer para sostener el sistema capitalista. ¿A ese estado queremos pedirle que borre a golpe de decreto y de educación las arraigadas relaciones de dominación que sustentan nuestra sociedad? Ja.
Retomando la crítica al respecto de las separaciones cultura/naturaleza y patriarcado/capital, habría que decir que quedarse en el plano cultural para cambiar las cosas es hacerle el juego al capitalismo. Las diferencias materiales en cuanto al papel en la reproducción de la especie de hombres y mujeres siempre van a existir (de hecho, si no existen será porque vivimos en una absoluta distopía). Siempre habrá un correlato de los sexos en la organización de la vida humana. Esto, por supuesto y hay que decirlo alto y claro, no significa por esencia relaciones de dominación, violencia y control sobre el cuerpo de la mujer ni que no se pueda vivir el cuerpo de muchísimas formas y no, precisamente, sujeto a unas identidades estancas (poco importa que sean binarias o infinitas). No obstante, ignorarlo es, otra vez, renunciar a la materialidad y quedarse en un análisis desde el nivel simbólico que rezuma un regusto burgués.
Resumiendo
Esta polarización se encarna actualmente en la política institucional con el binomio Podemos-PSOE, dando pie a enfrentamientos por el nombramiento de Irene Montero como ministra de igualdad junto con las activistas LGTB Beatriz Gimeno y Boti García al frente de instituciones relacionadas y por la propuesta de Ley Trans de Podemos. También está en la raíz de la expulsión del Partido Feminista de Izquierda Unida y en los violentos enfrentamientos en el seno del 8M, llegando incluso a las manos por tomar la cabecera de la manifestación en Madrid.
Las dos posturas en el fondo coinciden en separar radicalmente cultura de naturaleza, llegando al extremo queer de negar la naturaleza, y en solicitar “cosas” al estado, unas en forma de decretos de abolición de los roles de género (¿eing?) y otras en forma de reconocimiento estatal de identidades subjetivas.
Este cisma ejemplifica bien los conflictos y oposiciones entre las diferentes luchas parciales reformistas. La manera en que entran en disputa los intereses de unos sujetos y otros cuando sus posturas nada tienen que ver con la destrucción de este mundo, sino que son parciales y luchan solo por intereses en torno a un tema concreto que fácilmente difieren de los del grupo de enfrente.
Lo nuestro
La dificultad en medio de este berenjenal está precisamente en no identificarse con ninguna de las posturas canónicas, manteniendo una posición crítica y revolucionaria frente a estas defensas reformistas, a la vez que se lucha con uñas y dientes contra el patriarcado y por una comunidad humana donde no existan clases ni dominación basada en el sexo. Comprendiendo, aun así, que es una trampa pretender la abolición de las diferencias entre sexos, porque siempre habrá una diferencia fundamental entre hombres y mujeres que no es por definición una diferencia que justifique la dominación: la capacidad reproductiva, que es una diferencia física, material y biológica.
Es imprescindible analizar la situación de la mujer y las relaciones de dominación patriarcal en nuestro mundo teniendo en cuenta las categorías propias del sistema capitalista y cómo el capitalismo se ha servido y se sirve de los cimientos puestos por el patriarcado para controlar la reproducción de la fuerza de trabajo mediante la violencia organizada y estructural sobre las mujeres. Hay que tener muy claro que el capitalismo no lo explica todo, pero sin él no se entiende nada.
Nuestro horizonte no puede quedarse en las diferencias salariales, en las reivindicaciones nacionales o en el mercadeo de las emisiones de CO2. Nuestro horizonte no es el derecho de las mujeres a venderse al mismo precio que los hombres o de los negros a venderse al mismo precio que los blancos o de los animales a venderse al mismo precio que las personas. Nuestro horizonte es no vendernos. No ser explotados. No vivir subyugados por unas relaciones de dominación de unos sobre otras que nos arruinan la vida a todos. Nuestro horizonte es acabar con las relaciones sociales que nos imponen el capitalismo y el patriarcado juntos, que van desde el trabajo hasta la cama pasando por todo lo demás. No nos quedemos atrapados en reformas e inmediatismos que, por mucho que algunos quieran hacer pasar por la revolución, solo refuerzan el sistema que nos domina. Nuestro horizonte es otro: la comunidad humana mundial.
Barbaria – Junio 2020