Si se echa la vista atrás en la historia, cabría preguntarse si acaso el capitalismo no está acabando con el patriarcado. Igualdad jurídica entre mujeres y hombres, independencia económica creciente de las primeras respecto a los segundos, división sexual del trabajo cada vez menos marcada, disminución de la homofobia, cuestionamiento de la transfobia, actitudes más abiertas respecto a la sexualidad: al mirar estos fenómenos, que se evidencian con claridad en los países de viejo capitalismo pero que van ganando extensión mundial conforme se desarrolla históricamente este sistema, resulta sugerente pensar que el patriarcado quedó en el pasado con las sociedades precapitalistas, cuando el destino de la mujer y de los niños estaba marcado por el patriarca familiar. Hay quien llega a reducirlo a los tiempos bíblicos, considerando más apropiado hablar de sistema sexo/género como concepto neutral y ahistórico.
Pero si es esto es así, surge una nueva dificultad: al acabar con el patriarcado, ¿el capitalismo estaría acabando con la desigualdad real entre hombres y mujeres? ¿O habría que definir un nuevo concepto, una nueva teorización sin solución de continuidad con las sociedades anteriores? ¿Cómo se explicarían entonces los rasgos comunes entre unas y otras? ¿Y las diferencias? ¿Cuáles son las causas que reproducen esta desigualdad?
Adelantaremos ya que para nosotros el patriarcado sigue siendo un rasgo estructural en el capitalismo. También creemos que sigue siendo un concepto válido para entender la situación de la mujer, la compresión de la sexualidad, el papel social de la infancia, el cuidado en la enfermedad, la dependencia y la vejez y, en general, la organización de la reproducción biológica del ser humano en toda sociedad de clases y los imaginarios, roles e identidades que se producen en ella.
Marx en los Grundrisse dice que el capitalismo permite entender la organización de las sociedades previas de la misma forma en que la anatomía humana permite entender la anatomía del mono[1]. Así, preguntarse por el patriarcado en el capitalismo es preguntarse por la definición del patriarcado como concepto general y al mismo tiempo histórico. Para responder a esta pregunta sólo podemos partir del método de nuestro partido, el materialismo histórico, y de su categoría básica, que es la de modo de producción, entendida como la forma en que las sociedades producen y reproducen su vida o, para hablar con más precisión, la forma en que el ser humano se relaciona con la naturaleza para reproducir su vida e inseparablemente la forma en que coopera ―aun jerárquicamente― para establecer esta relación.[2]
En virtud de este método, podremos entender que hay tres grandes fases de la humanidad: el comunismo originario, los modos de producción de clases y el comunismo integral. El patriarcado nace de la larga transición del primero a los segundos y morirá con el paso al comunismo integral que, hay que decirlo de antemano, nada tiene que ver con el capitalismo contrarrevolucionario de la URSS y sus imitadores. A la hora de atender a los distintos modos de producción de clases, sin embargo, es necesario partir de la radical diferencia histórica del capitalismo respecto a los modos de producción anteriores, en la medida en que las relaciones sociales dejan de guiarse por la satisfacción de las necesidades humanas ―aunque sean las de la clase dominante― y se ven dirigidas por la lógica abstracta y automática de la producción de valor. El patriarcado es la manera en que los modos de producción de clases organizan la reproducción de la vida y el capitalismo no puede prescindir de él, pero al mismo tiempo, como ocurre con otras categorías históricas, implica una transformación profunda para adecuarlo a la lógica abstracta del valor. Desde esta óptica es como hay que pensar las continuidades y discontinuidades del patriarcado en la historia.
Un concepto como el del sistema sexo/género no puede ayudar a esta tarea. En el mejor de los casos, nos dice que los seres humanos se reproducen biológicamente como la mayor parte de los seres vivos a partir de la diferencia anatómica entre machos y hembras pero que, acorde a su naturaleza histórica, dan a esta diferencia anatómica y a las diferentes prácticas para su reproducción una significación social que, como tal, es cambiante. Si es así, si se describe un lazo real aunque histórico del ser humano con su propia naturaleza biofísica, es simplemente una obviedad. Pero si no lo es, como deducimos del famoso texto de Gayle Rubin de El tráfico de mujeres[3], si esa naturaleza no es más que arcilla sobre la que cada cultura se limita a imprimir su huella, en tal caso la idea de sistema sexo/género no es una obviedad sino un concepto reaccionario, propio de una sociedad que nace y se desarrolla desgarrando el lazo del ser humano con la naturaleza y destruyendo así el metabolismo natural y social para amenazar la extinción de nuestra especie.
En este texto queremos hacer una crítica a las dos formas en que se suele entender el patriarcado, como un problema de género y como una cuestión de clase sexual, y plantear nuestra perspectiva desde el materialismo histórico para abordar las categorías estructurales, invariantes del patriarcado en el capitalismo.
Pero el patriarcado no se expresa solo a través de categorías estructurales, sino a partir de roles, prácticas sociales, imaginarios e identidades que, cuando provienen de los modos de producción previos, a veces viven adaptaciones al mundo mercantil del capital, a veces se ven revitalizados por el resurgir del tradicionalismo como una forma de reacción antimoderna muy propia, dicho sea de paso, de la modernidad capitalista. No nos ocuparemos directamente de ellos, no porque no sean importantes en la vida concreta y real de muchas personas y especialmente de muchas mujeres, sino porque para analizarlas en el marco global de nuestra explotación y opresión es preciso delinear antes ese marco a un nivel más abstracto.
Esta tentativa nos parece fundamental y es lo que nos motiva a publicar este texto, que es parte de un trabajo en elaboración. Esto quiere decir, por definición, que en el futuro habremos de volver a él y que, quizás, encontraremos partes que matizaríamos u otras que plantearíamos de forma diferente. Los académicos hacen textos cerrados y obras magnas, los revolucionarios escriben para contribuir al debate común, labor de profundización continua, y tratar de orientarse en la lucha contra este sistema de miseria.
Una cuestión de género
Una perspectiva mayoritaria en el feminismo, por variada que sea entre las diferentes corrientes, es la que se enfrenta al patriarcado como un problema creado por el género. Esta perspectiva nace en reacción frente a las definiciones tradicionales del patriarcado como el producto natural de una diferencia biológica entre hombres y mujeres, diferencia biológica que inevitablemente tenía que desembocar en una desventaja natural y por tanto social. Ante esa visión patriarcal del patriarcado, se planteó que independientemente de las diferencias anatómicas, la desigualdad entre hombres y mujeres era un hecho social originado o al menos reproducido en la definición del género mujer como relativo y subordinado al hombre: no se nace mujer, se llega a serlo, decía una estalinista[4]. A partir de ahí queda abierta la brecha, mal que le pese hoy al feminismo de la igualdad, para que la posmodernidad, partiendo del género como problema, encuentre en su negación la solución, ya sea mediante su multiplicación infinita y a gusto del consumidor, ya mediante la reivindicación idealista de su abolición.
Pero en ese intento de desnaturalizar el patriarcado, se acaban por naturalizar las relaciones sociales. Ciertamente, en el ser humano la naturaleza está integrada en la cultura no sólo en su concepción de las cosas, sino en sus propias prácticas sociales. Pero esas prácticas sólo pueden entenderse insertas en su modo de producción, por el cual las sociedades tienen una forma específica de relacionarse con la naturaleza, de ponerse los individuos en relación entre sí y con la sociedad como un todo. El género no es la asignación de unas normas, comportamientos y subjetividades a unas características anatómicas, escogidas más o menos arbitrariamente en cada sociedad. El género es la vivencia social y por tanto compartida del sexo como realidad biofísica que establece, a partir de un dimorfismo sexual, la posibilidad o no de quedarse embarazada. Que la posibilidad material de quedarse embarazada es un atributo específico de una parte de la especie humana, que esa posibilidad material funda una vivencia social y compartida del cuerpo, es algo que solo una sociedad que vive un antagonismo profundo entre naturaleza y cultura, entre individuo y totalidad social, puede negar. Que ese atributo sea una obligación o una elección, que lo que define a una persona con el conjunto de sus facultades humanas se reduzca o no a ese atributo potencial, es algo que dependerá del modo de producción en el que nos encontremos. El género en tanto que vivencia social del sexo será una categoría opresiva si las relaciones sociales son opresivas, pero por ello mismo puede ser una vivencia compartida y al mismo tiempo armónica con los deseos y las voluntades individuales si nos encontramos en otro tipo de relaciones sociales. Al definir el género como algo inherentemente opresivo, jerárquico, heterodesignado, se están naturalizando las relaciones sociales que nos hacen vivirlo así.
No por casualidad, las corrientes del feminismo que explican el patriarcado como un problema de género niegan que haya habido sociedades humanas sin subordinación de la mujer. Atribuyen esta idea a una inversión especular del mismo que construyó la antropología decimonónica, aún en su edad infantil, y en la que se basó Engels para escribir El origen de la familia, motivo por el cual ese libro se ha quedado más bien avejentado. Ignoran así la inmensa cantidad de pruebas arqueológicas y antropológicas de la existencia de sociedades no patriarcales, que muestran con claridad cómo la mayor parte del tiempo que lleva nuestra especie en el planeta no existió Estado, mercancía, propiedad privada y, en consecuencia, tampoco patriarcado. Durante esta larga fase de la humanidad que abarca todo el paleolítico y el neolítico y que llamamos comunismo primitivo, la mujer no se encontraba en una posición subordinada, la figura del padre no existía, la sexualidad era vivida con gran libertad, los niños y las niñas, los enfermos y los ancianos eran cuidados por toda la comunidad, de forma directamente social, y la reproducción no se organizaba mediante esa estructura violenta y aberrante, condenada a desaparecer, que es la familia.[5]
En este modo de producción, la maternidad no era una desventaja biológica como afirman Beauvoir o Firestone, sino más bien al contrario. La maternidad era muy valorada socialmente porque la pertenencia a la comunidad se cifraba en el parentesco, que solo podía ser en sus inicios de tipo matrilineal, ausente como era toda figura de padre y siendo la comunidad la única forma de producir y reproducir la existencia material de sus miembros, sin mediación alguna. También por ese motivo la división sexual del trabajo no conllevaba, como quiere Gayle Rubin, una jerarquía entre los géneros ni una heteronormatividad impuesta. De hecho es muy posible, por lo que se puede entrever de los registros antropológicos e históricos que tenemos, que las personas del tercer género[6] no estuvieran estigmatizadas. Sólo con la aparición del derecho la definición como hombre o mujer se convertirá en un problema. Quien dice derecho, dice Estado y propiedad privada: así, el derecho romano se preocupará por determinar qué rasgos anatómicos y sexualmente funcionales pueden inclinar al intersexual hacia su definición jurídica como hombre o como mujer, algo imprescindible para poder establecer el derecho de sucesión[7]. De manera semejante harán la Sharia respecto al mismo derecho de heredar o el derecho canónico para dictaminar si un intersexual podía recibir el sacramento de la orden. El género surgió como problema con el nacimiento de la herencia y del Estado que la regulaba.
De la misma forma, es con la aparición de la propiedad privada como la comunidad comienza a descomponerse en la estructura familiar. Como dirá Engels, la familia nace de las ruinas de la comunidad, y esto tendrá enormes consecuencias: por un lado, la producción y la reproducción ya no se harán directamente en la comunidad, sino en la familia. Seguramente primero los hijos y más tarde la mujer[8] se convertirán en propiedad del hombre que, considerado anteriormente el compañero sexual de la madre, se transformará en el mismo proceso en padre en tanto que propietario. De la misma forma que la propiedad privada empieza a determinar las relaciones sociales, marcando qué familias pertenecen a la clase dominante, cuáles a la dominada, esas relaciones sociales harán que el género mujer sea equivalente a propiedad del padre o del marido, o a mercancía sexual abierta al público. El género se había vuelto opresivo.
Sin embargo, no sería hasta la llegada del capitalismo cuando el género comenzara a conceptualizarse como algo diferente al sexo. Para que esta conceptualización fuera posible tendrían que sentarse las bases del individuo abstracto del capital, ese sujeto jurídico que es igual formalmente a los demás, como la propia mercancía hace iguales por su forma todos los valores de uso. Sólo entonces sería posible la afirmación de la igualdad formal entre hombres y mujeres, haciendo del sexo abstracción y planteando que el problema de su desigualdad estaría entonces únicamente en su educación, en su socialización, en definitiva, como se diría ya llegado el siglo XX, en su género.
Este fenómeno es inseparable de la abstracción que produce el capital entre las clases sociales, jurídicamente iguales en tanto que ciudadanos; en la naturaleza, como un recurso sólo considerable como variable económica; en el trabajo, igual en toda su variedad por el hecho de producir mercancías. Es también inseparable de una sociedad cuyo motor es la producción ilimitada de valor a la que el componente biológico se presenta siempre como una barrera que superar, como un problema que eliminar de la ecuación. Y es inseparable, por último, de una sociedad descompuesta en moléculas sociales que llamamos individuos y que se contraponen entre sí, donde el producto de su trabajo se enfrenta a ellos como una totalidad social alienante y donde el capital, la tecnología, el Estado se enfrentan al individuo como expresión de la sociedad y negación de su propia existencia individual. Sólo en un modo de producción así, en el que la naturaleza es una barrera y la sociedad un Leviatán, puede producirse la escisión entre el sexo y el género: no sólo vivirse subjetivamente, como una cuestión conciencial, sino sufrirse materialmente, como una forma más en la que el fetichismo de la mercancía domina nuestras vidas.
Es por eso que el antagonismo entre sexo y género, entre la vivencia social del cuerpo y la manera en que lo experimentamos individualmente, es un producto de este sistema y no puede acabarse sino acabando con el capitalismo en su conjunto. No quiere decir que en el comunismo integral se imponga un género asignado en función del sexo a todos los individuos. Ello ha ocurrido históricamente toda vez que el Estado y el derecho regulan las relaciones sociales y necesitan definir jurídicamente los géneros para garantizar la transmisión de la herencia. En el capitalismo el Estado puede asumir jurídicamente su indefinición porque la herencia tiene un menor peso social y porque somos sujetos jurídicos iguales y vacíos. Pero en el comunismo no hay herencia, ni derecho, ni Estado. Tampoco habrá un problema en que las personas busquen definir en plena autonomía su identidad, en todos los sentidos, pero no será porque el género como vivencia social del sexo la niegue.
La reivindicación de abolición de los géneros y la otra cara de la moneda, su multiplicación infinita en la teoría queer, parten del antagonismo capitalista entre sociedad e individuo para negar la sociedad. Pero el género seguirá existiendo, porque seguirá existiendo la sociedad, porque nuestros atributos naturales y diferenciados seguirán experimentándose de forma compartida, social, pero ni opresiva, ni jerárquica, ni heterodesignada, sino armónica y plena. En este sentido hay que entender a Marx cuando en los Manuscritos de 1844 dice que el comunismo es la naturalización del ser humano y la humanización de la naturaleza. El comunismo permitirá la restauración del lazo entre el sexo y el género, porque restaurará la relación humana con la naturaleza y del ser humano con su propia existencia social como especie.
Y la clase sexual
Frente a la visión ilustrada y liberal que enfrentaba el patriarcado como un problema de educación y de socialización a través del género, de los años 70 en adelante algunas corrientes del feminismo intentarán definirlo desde un punto de vista materialista. Unas lo harán buscando un enfoque unitario que integre el patriarcado en el capitalismo, otras criticarán la imposibilidad y el reduccionismo de este enfoque para plantear una teoría dual por la que patriarcado y capitalismo serían dos sistemas de dominación diferentes aunque solidarios. Pero todas partirán del hecho de que en el capitalismo, si no en todas las sociedades anteriores, la mujer es explotada en tanto que mujer. Lo que el hombre es al burgués, la mujer lo es al proletario: se toma así la cita de Engels en El origen de la familia sin importar el método del que parte para escribirlo, al mismo tiempo que se pretende enmendar El capital de Marx por haber prescindido en él del aspecto de la reproducción biológica y de la sexualidad.
Pero es una analogía impropia. En primer lugar porque la existencia de las clases sociales implica, desde el momento mismo de su emergencia, un contraposición inherente: la relación de explotación entre las clases sólo puede acabar con la abolición de esa relación, esto es, con la disolución de las clases. La lucha del proletariado contra la burguesía está vehiculada por la necesidad imperativa de dejar de ser proletarios, y solo desde una visión sindicalista de la lucha de clases puede afirmarse un antagonismo perpetuo, puesto que en ningún momento se tiene presente, ni como programa ni como horizonte de emancipación, la abolición de las clases y de las categorías sociales en las que se fundan.
Este no es el caso de la relación hombre-mujer. Al igual que en el comunismo primitivo esta relación no era en sí misma alienante ni opresiva, y solo lo devendrá después con la transición a los modos de producción clasistas y su forma patriarcal de organizar la reproducción, la revolución no conduce a la abolición de la relación hombre-mujer sino a su transformación en un sentido emancipatorio.
En segundo lugar, el concepto de clase sexual y la noción de la mujer proletaria como casta superexplotada, en palabras de Christine Delphy[9], bebe claramente de los movimientos de liberación nacional, del tercermundismo y, en general, de la idea estalinista de que además de haber una relación de explotación entre clases, también la hay entre naciones: se trata simplemente de extender esa relación de explotación al patriarcado y fundar un movimiento de liberación de la mujer como haría la propia Delphy con Monique Wittig[10] en los años 70. Tampoco es por casualidad que Federici adopte conjuntamente el tercermundismo y el feminismo en Calibán y la bruja, asociando el discurso del movimiento antiglobalización contra la deuda externa al agravamiento de la opresión de la mujer en el origen del capitalismo. En todas estas teorías de la clase sexual, con un juego de matrioshkas que anticipa la jerarquía de privilegios múltiples de la posmodernidad, el capitalista explotaría al obrero que, a su vez, explotaría a su mujer extorsionando su plustrabajo con el contrato marital, al mismo tiempo que los dos si son blancos estarían explotando a las naciones oprimidas, que reproducirían a su vez la misma escala a su interior.
Pero si los movimientos de liberación nacional no conllevaron ninguna emancipación para el proletariado de esas regiones, sino la subordinación del proletariado a su burguesía nacional o racial, los movimientos de liberación de la mujer como clase sexual tampoco podían llevar a ningún sitio. Porque al definir el patriarcado como la explotación de la mujer y, en consecuencia, la relación inherentemente antagónica de la mujer con el hombre, las mujeres revolucionarias se ven abocadas a una esquizofrenia imposible: luchar con los hombres para acabar con el capitalismo y luchar contra ellos para acabar con el patriarcado. Para superar la esquizofrenia, solo se puede desertar de los hombres como plantea el lesbianismo político[11], matarlos a todos como querrá Valerie Solanas[12], cruzar la frontera de clase (social) para entregarse al feminismo liberal o abandonar esa conceptualización del patriarcado.
Sin lugar a dudas, este tipo de planteamientos tenían fuerza por el machismo imperante en los medios radicales, al igual que el nacionalismo negro en Estados Unidos se alimentaba del racismo imperante. Decir que la mujer no está explotada por el hombre no se traduce en que no haya una relación conflictiva con él, en la medida en que el patriarcado hace de esta relación algo opresivo y alienante donde la mujer, a lo largo de la historia y de distintas maneras, ha opuesto resistencia. Tampoco quiere decir que la revolución sea un momento de iluminación colectiva donde desaparezcan de pronto las conductas patriarcales y racistas, aunque sin duda alguna es el mejor caldo de cultivo en el que esas conductas pueden ser puestas en cuestión: así ha sido históricamente hasta ahora, en cada pico álgido de la lucha de clases, en cada oleada de la revolución mundial que empezó en 1917.
Pese a su crítica a la idea de clase sexual, las teorías del patriarcado del salario perseveran en esta visión cuando, de la mano de Fortunati, Dalla Costa o Federici[13], siguen partiendo de la explotación de la mujer en tanto que mujer, si bien esta vez no en directo interés del hombre —enfoque dual— sino en interés del capital a través del hombre —enfoque unitario. Para defender a la mujer como explotada, atributo de las clases, y no como oprimida, intentan insertar su explotación en el ciclo de reproducción ampliada del capital, de tal forma que el capitalista se ahorraría en el salario del obrero el trabajo impago de la mujer en las tareas de reproducción, engrosando sus ganancias, y el obrero contrataría mediante el matrimonio o la relación amorosa los cuidados y el trabajo doméstico de la mujer, que aceptaría a cambio de una noción mistificada del amor y de que compartiera su salario con ella. Así como el capitalista opone su capital al obrero, dice Fortunati en El arcano de la reproducción, el obrero opone el salario como capital a su mujer. La perspectiva unitaria se conseguiría porque el capitalista es, en última instancia, el beneficiado: explota a la mujer en tanto que mujer a través de su marido y, gracias a ello, puede obtener plusvalía.
Pero estas teorías ni dialogan con Marx ni van más allá de él, como sin embargo pretenden. Nos detendremos en su crítica más que en la de otras corrientes por la incidencia que han tenido en los medios radicales durante los últimos años y por la confusión que pueden generar a la hora de comprender la crítica de Marx a la economía política. Para no extendernos demasiado, intentaremos resumir nuestra posición en tres puntos:
- Es preciso distinguir en el modo de producción capitalista las relaciones de producción inmediatas de las relaciones de producción mediadas. Las inmediatas se derivan directamente y se autorreproducen cuando la fuerza de trabajo se vende al capitalista, es decir, son un producto de la relación capital-trabajo. Son estas las categorías en sus complejos movimientos lo que explica Marx en El capital: la mercancía, el dinero, el capital constante y variable, el valor y el plusvalor, la ganancia, la renta de la tierra, el interés, las clases sociales que se sustentan en estas categorías, etc. Las relaciones de producción mediadas son las condiciones que permiten o hacen más eficiente la reproducción ampliada del capital, aunque no se deriven como producto de la relación inmediata capital-trabajo: el derecho, el Estado, la nación y sus fronteras, la red eléctrica, las carreteras y los puertos, las escuelas, los hospitales, la familia, etc. Aunque naturalmente es la relación capital-trabajo la que determina las demás, son el conjunto de relaciones de producción inmediatas y mediadas las que componen el modo de producción capitalista. Para entender las segundas es preciso detallar el funcionamiento de las primeras, que es el trabajo inmenso de Marx en El capital. Que no incluyera la reproducción en ellas, por tanto, no se debió a un olvido machista de su parte, sino al sentido mismo de su método. Nada de esto implica que la reproducción sea un espacio de sustracción donde no operan las relaciones capitalistas. Si no participa en la relación de producción inmediata capital-trabajo, como tampoco lo hace el derecho, no quiere decir que ambos, derecho y patriarcado, no sean imprescindibles para el capitalismo.
- En el capitalismo, la producción y la reproducción se escinden. Frente a las sociedades precapitalistas, en las que la familia producía valores de uso para consumirlos directamente, una vez descontada la parte expropiada por la clase dominante, en el capitalismo la familia queda reducida a la reproducción. La familia se queda así fuera de la relación de producción inmediata entre capital y trabajo. El trabajo que produce mercancías que compiten entre sí en el mercado se vuelve trabajo abstracto, socialmente necesario, entra en los criterios de productividad capitalista, recibe un salario y produce o colabora en la producción de plusvalor. El trabajo que no se intercambia por capital o que no arroja directamente mercancías al mercado es una actividad privada, privatizada, porque la única forma de que adquiera un carácter social en el capitalismo es compitiendo con el resto de trabajos en el mercado.
- El parto y la crianza no producen fuerza de trabajo, sino al trabajador mismo. La fuerza de trabajo no es una cosa que se produzca, sino una relación social que se constituye. Es la forma que adquiere la actividad vital del trabajador cuando se vende como mercancía en el contrato laboral. Cuando decimos que la educación de los niños sirve para valorizar su fuerza de trabajo, se hace porque sabemos que la mayor parte de ellos son proletarios que tendrán que venderse para sobrevivir en un futuro. Se hace como anticipación de una realidad que, sin embargo, sólo existirá cuando se constituya la relación de producción inmediata que enfrente su trabajo al capital. Y es que la fuerza de trabajo no es una mercancía particular sólo porque se produzca fuera de la esfera mercantil, ni siquiera porque sea la única mercancía capaz de crear valor nuevo, sino porque es la única propiedad que el proletario puede mercantilizar para acceder a recursos en la sociedad capitalista. En una sociedad de poseedores de mercancías, el proletariado sólo puede mercadear con su propia alienación. Pero es él mismo el propietario de su fuerza de trabajo y decide si la vende o se mata de hambre. Esa es la diferencia fundamental con el esclavo: ni su madre ni su esposa, por mucho que tenga una relación opresiva y alienada con ellas, reproducen esa fuerza de trabajo, sino que, en todo caso, emplean su tiempo en la reproducción del trabajador[14]. Es por esto que el valor de la fuerza de trabajo no es la actividad privatizada de la reproducción, medida en tiempo socialmente necesario, sino el valor de los medios necesarios para reproducirla —la suya y la de su prole— y que, si representan valor, quiere decir que fueron comprados en el mercado. No sólo las tareas domésticas de autocuidado y cuidado de los otros no producen valor, sino que tampoco lo hace la tierra cuando produce carbón o las abejas cuando producen miel, por mucho que algún capitalista se lo apropie, pagando la debida renta al propietario de la tierra. Al no comprender esto, las teorías del patriarcado del salario acaban por plantear que dormir, tener sexo o lavarse los dientes es trabajar y produce valor en términos capitalistas, algo que encaja bien con la fábrica social de Negri pero que poco tiene que ver con las categorías marxistas. Ello no quiere decir ni que las tareas domésticas ni que la actividad geológica o de las abejas no sean imprescindibles para la reproducción del ser humano y, por tanto, de las relaciones sociales capitalistas con las que por ahora tiene que lidiar. Sólo quiere decir que son actividades de reproducción por fuera de lo social, ya que en el capitalismo lo social es inherentemente mercantil.
Las teorías del patriarcado del salario buscan plantear un enfoque unitario entre capitalismo y patriarcado frente a las teorías duales de otras corrientes feministas. Sin embargo, al definir a la mujer como clase explotada su teorización no puede evitar volverse dual y escindirse de nuevo entre dos objetos de estudio, dos sujetos revolucionarios diferenciados, dos sistemas de opresión: patriarcado y capitalismo. Por ello mismo necesitan enmendar el sistema categorial de Marx y, por ello mismo, tienen que admitir ―como hace Fortunati en El arcano de la reproducción― que las reglas que operan en el ámbito doméstico son diferentes a las de la producción capitalista. Afirmar la unidad no es lo mismo que conseguirla, y una teoría dual no puede ser revolucionaria. Los intentos de explicar la opresión patriarcal al i del capitalismo tendrán que abandonar el concepto de clase sexual y pensarla desde otro lugar.
Con su teoría del patriarcado productor de mercancías Roswitha Scholz[15] intentará plantear una teoría sobre el patriarcado en la que esté integrado en la estructura social capitalista y sin embargo no implique la explotación de la mujer como clase sexual. Para ello y en contra de las teorías duales, defiende que el valor no es neutral desde el punto de vista del género sino que el capitalismo se constituye sobre la escisión valor/no valor, manteniendo la actividad reproductiva y los rasgos de género construidos a partir de ella fuera de la producción de valor y por tanto del espacio público capitalista. Al hacer esto, sin embargo, comete errores de peso: para poder explicar el patriarcado precapitalista, tiene que extender de manera impropia el valor como relación social a los modos de producción anteriores. Así, asocia el patriarcado de la antigua Grecia y el encierro de la mujer en el gineceo a la importancia de la mercancía en esta sociedad. Sin embargo, queda inexplicado por qué en la mayor parte de sociedades precapitalistas, en las que la mercancía tiene un peso muy colateral y se desarrolla, como dirá Marx, en sus intersticios como los dioses de Epicuro, sin embargo se afirma abiertamente el patriarcado.
Ni el patriarcado ni la mercancía pueden ser entendidos como categorías separadas de cada modo de producción, porque las categorías que han existido antes pueden tener un peso y jugar un papel diferente en el siguiente[16]. El patriarcado existió antes de que la mercancía jugara ningún papel relevante en la organización de las sociedades y se verá profundamente transformado por ella cuando tome el corazón de la producción y la lógica del valor sea el elemento director del conjunto social.
No hay un patriarcado productor de mercancías, porque el orden de los factores importa. Siendo el patriarcado anterior históricamente, no es por ello más determinante. Al contrario, es el valor el que determinará qué se mantiene del patriarcado como algo inserto en la estructura social, y qué se irá erosionando con el desarrollo del nuevo modo de producción. Al defender que el valor no es neutral sexualmente, Scholz no puede comprender cómo es precisamente la lógica abstracta e igualitaria del valor la que pone en cuestión las viejas estructuras patriarcales y la que hace posible el discurso igualitario que dará lugar al feminismo. El valor es neutral sexualmente. No lo es el modo de producción. Y en ello reside la manera específica en que se desarrolla el patriarcado en el capitalismo.
Nuestra perspectiva
En ¿Por qué no somos feministas? explicábamos que el feminismo escinde la lucha de los revolucionarios entre el capitalismo y el patriarcado, puesto que en su propios fundamentos teóricos, incluso cuando se quiere un enfoque unitario, la lucha de la mujer es algo diferente a la lucha del proletariado. En este sentido, el feminismo sólo puede ser reformista, como toda lucha parcial. Puesto que entendemos que el patriarcado es un elemento estructural de toda sociedad de clases —también del capitalismo—, entonces sólo se podrá acabar con él aboliendo las categorías que sostienen estos modos de producción (propiedad privada, mercancía, familia, Estado) y que el capitalismo lleva al extremo de sus determinaciones. Así, nuestra crítica al feminismo no se hace por un neomachismo obrerista, como lo hace el estalinismo, sino porque tenemos la convicción profunda de que desde posiciones feministas no se puede luchar radicalmente contra el patriarcado.
Una de las diferencias fundamentales que tenemos con las visiones feministas del patriarcado es que tienden a reducirlo a la relación hombre-mujer. En consecuencia, muchas veces se explica como una alianza masculina contra las mujeres, un pacto sexual originario por el cual los hombres se habrían organizado para hacer prevalecer sus privilegios y, entre la coerción y la ideología, someter a la mujer. Este planteamiento, que es obvio en la idea de la mujer como clase sexual, también subyace en las corrientes que definen el patriarcado como una cuestión de género, para las que el origen del problema estaría en la diferenciación generizada entre hombre y mujer y la jerarquía inherente a esta diferenciación, a partir de la cual los hombres se habrían impuesto a las mujeres. Pero al reducir el patriarcado a la relación hombre-mujer se impide toda explicación que no consista en la voluntad de dominación, latente y finalmente expresada, de unos frente a otras. No hay otra causa explicativa más que la alianza de los hombres para perpetuar sus privilegios, alianza por la cual todo hombre es un violador potencial. Nuestro método es ajeno a ese tipo de personalizaciones que, a partir de una voluntad de poder inexplicada, intrínseca, vienen a naturalizar como elemento antropológico lo que es un producto del sistema social y hacen así imposible toda perspectiva realista de emancipación.
El patriarcado no es un sistema de dominación ni un campo de poder que se juega en la relación entre hombres y mujeres. Si fuera así, podría pensarse razonablemente que en los países de mayor desarrollo capitalista el patriarcado está desapareciendo, puesto que allí se asiste en las últimas décadas a cambios importantes en esa relación. Al contrario, el patriarcado sigue siendo estructural al capitalismo porque no es un sistema de dominación separado, sino un atributo de todos los modos de producción de clases, la forma específica en que esas sociedades organizan la reproducción cuando esta ya no se produce de manera directamente social, sino a través de la familia.
Como decíamos al principio del texto, creemos que el patriarcado solo puede pensarse a través de la categoría de modo de producción y de la transición de uno a otro, cuya comprensión proporciona el materialismo histórico. Un modo de producción es la manera en que los seres humanos cooperan entre sí para producir y reproducir sus vidas a través de su trabajo, es decir, a través de su vínculo con la naturaleza. En otras palabras, es un metabolismo social concreto e inserto en el metabolismo natural, de manera más destructiva y entrópica o de forma más armónica con él. La noción de cooperación es esencial aquí, porque el trabajo del ser humano siempre es social, siempre es cooperativo e interdependiente del conjunto de los miembros de la comunidad. La aparición de la propiedad privada implica sobre todo la apropiación familiar y más tarde individual de un trabajo social. Incluso en las condiciones de mayor aislamiento de una familia precapitalista, donde hay una relativa privatización del trabajo, la autarquía no puede ser completa: eso solo ocurre en los sueños húmedos de la burguesía y sus Robinson Crusoe.
En el comunismo primitivo, producción y reproducción son directamente sociales. No hay propiedad privada ni estructura familiar para heredarla. La maternidad es social, así como las niñas y los niños no tienen un estatuto subordinado a los adultos y el cuidado de enfermos y ancianos es colectivo. De hecho, antropólogos como Chris Knight señalan en la cooperación para la crianza no sólo entre hembras, sino también entre machos y hembras, uno de los factores esenciales en el proceso de hominización, puesto que solo con un esfuerzo colectivo se podrían soportar los largos tiempos de crianza y dependencia que exige un mamífero con el cerebro tan desarrollado.
Hasta la aparición de la propiedad privada, la comunidad es a la vez el medio y el fin de la producción y reproducción de la vida de sus miembros. Pero la pertenencia a la comunidad se cifra mediante el parentesco matrilineal. Se hace parte del clan si se ha nacido de una de sus madres. El “padre” biológico es sólo el compañero sexual de la madre, ni siquiera permanente puesto que no existe la monogamia y que además, en virtud de la exogamia, no será nunca del clan de sus hijos. Así, la posición de la mujer es predominante en el comunismo primitivo, pero lo es en tanto que madre. Esto no quiere decir que la mujer se reduzca a esta posición, puesto que la reproducción es un hecho social del que se ocupa el conjunto de la comunidad y las instancias comunitarias en las que participa la mujer son múltiples, pero mujer y madre en el comunismo primitivo son categorías inescindibles.
Con la emergencia de la propiedad privada la comunidad se fragmenta, y de sus ruinas nace la familia. La propiedad introduce una contradicción al interior de las relaciones de producción del comunismo primitivo, como explica bien Engels, que acabarán por descomponerla en unidades familiares donde se concentrará la producción y reproducción. La comunidad se mantendrá sin embargo durante mucho tiempo en convivencia contradictoria con la familia: en los trabajos colectivos para grandes infraestructuras dirigidos por un Estado incipiente, como en el Imperio Inca, en la antigua China o en el antiguo Egipto; en los bosques y pastos comunes, como en las comunidades germánicas o el ager publicus romano; en la guerra, tarea en la que todo miembro de la comunidad debe colaborar so pena de dejar de considerado ciudadano, como en la Grecia o Roma antiguas. La familia, donde reside la economía griega (οίκος – ‘casa’ y νέμoμαι – ‘administración’), se separará de la política (lo que tiene que ver con los asuntos de la polis) donde resiste, cada vez más mistificada, la comunidad.
Así que comunidad y parentesco subsisten, pero ya no como elementos determinantes sino determinados por la propiedad. El parentesco ya no vehicula directamente la pertenencia a la comunidad, sino de forma indirecta a través de las clases sociales, que se erigen sobre la propiedad privada y su transmisión a través de la herencia. La subsunción del parentesco a la propiedad privada se expresa en la familia como categoría social, categoría con la que nace el patriarcado y sin cuya abolición éste no puede morir. Con la subsunción del parentesco a la propiedad privada, éste dejó de ser matrilineal para hacerse, en un largo proceso de transición que al inicio debió de ser bastante antintuitivo[17], patrilineal. En la subordinación del parentesco a la propiedad, la mujer y los niños quedarán subordinados al padre, propietario por excelencia en esa nueva estructura social que estaba naciendo y que se extendería hasta la aparición del capitalismo.
Porque una de las discontinuidades más profundas del modo de producción capitalista respecto a los anteriores es que el parentesco ya no juega ningún papel estructural. A diferencia de estos, en el capitalismo la sociedad ya no se estructura en estamentos organizados por familias —en qué familia se nace determina la clase social—, sino en individuos que pueden ascender o descender de clase por su desempeño en la producción de valor.
Esta diferencia será el núcleo de la polémica entre Marx y Bakunin a propósito de la herencia. Mientras que Bakunin defendía incluir en el programa de la AIT la abolición del derecho de sucesión, Marx se oponía: debía lucharse por la abolición de la propiedad privada, no de su transmisión. Naturalmente en el capitalismo no es lo mismo nacer en una familia rica que en una pobre, y lo más habitual es que un burgués venga de una familia burguesa, pero no tiene por qué. Las historias de movilidad social con que la industria cultural nos lleva martilleando desde su nacimiento no sólo tienen una función ideológica clara, también tienen una base material en este modo de producción en el que lo importante es que el valor se valorice, que la máquina del capital siga engrasada y que los capitalistas, meros funcionarios del capital, aseguren su funcionamiento. Su origen social es lo de menos. Y este es el punto fundamental de la discusión entre Marx y Bakunin: mientras exista propiedad privada, existirá mercancía; mientras haya mercancía, habrá explotación, independientemente de que se transmita o no de padres a hijos. Al mismo tiempo que la propiedad empezaba a negarse a sí misma, puesto que la lógica del valor no se basa en su posesión sino en su enajenación a través de la compraventa —como explica Bordiga en Propiedad y capital—, la propiedad obtenía su victoria final contra el parentesco, expulsándolo de la estructura categorial del modo de producción capitalista.
Mientras el parentesco fue parte de la estructura social, ya fuera en el comunismo primitivo que en las sociedades de clase precapitalistas, la mujer podía cumplir una mayor o menor variación de roles sociales, pero era sobre todo madre. Era por ser madre que tenía una predominancia social en el comunismo primitivo. Era por ser madre que en las sociedades de clase estaba sujeta como propiedad del padre y del marido, que se la casaba para establecer alianzas entre familias, que se controlaba su sexualidad para garantizar la descendencia biológica del padre y el derecho de sucesión. Su opresión se debía al atributo específico de su sexo, la maternidad. Pero mientras la familia fue una unidad de producción y reproducción, la mujer no era solo madre, como los niños no eran solo niños. Su participación en la producción les permitía un abanico de posibilidades en su socialización más amplio que el que tendría ninguno de los dos apenas unos siglos después.
Porque en el mismo proceso en que el parentesco dejaba de ser estructural, la familia dejaba de ser una unidad de producción y reproducción. A lo largo de tres siglos y con las revoluciones burguesas del siglo XIX como momento culminante, la relación que fijaba al campesinado a la tierra fue rota para dar lugar al proletariado suspendido en el aire, libre en un doble sentido[18]. El ámbito de la producción pasaba a la esfera pública, pero no de manera directa como en el comunismo primitivo, sino de forma indirecta a través del mercado. Al hacerse la producción trabajo abstracto, producción de mercancías, la reproducción quedaba encerrada en el ámbito privado, la mujer se reducía a ser madre, a la crianza, y los niños se reducían a meros sujetos pasivos, a la espera de terminar de ser criados para poder cumplir algún tipo de función social válida.
Pero el capitalismo es un modo de producción contradictorio, profundamente inestable, sometido a fuerzas que lo revolucionan permanentemente para acendrar las categorías sociales que lo sustentan. Al mismo tiempo que la mujer y los niños quedaban reducidos y encerrados en la familia como espacio de reproducción atomizado, separado del ámbito social, el capitalismo desarrollaba el individuo abstracto.
El individuo abstracto del capital es el sujeto jurídico vacío, caracterizado solo por su forma, ese ser racional dueño de sí que se relaciona con los demás como propietarios de mercancías iguales entre ellos, como seres de derecho, como las células esenciales de un régimen democrático y mercantil[19]. Este individuo abstracto aparecerá con la afirmación de la igualdad jurídica contra los estamentos del Antiguo Régimen. Sin la abolición de los estamentos y sin alcanzar la libertad y la igualdad formal entre todos los hombres no sería posible un proletariado libre que pudiera vender su fuerza de trabajo al capitalista, como el poseedor de una mercancía la vende a su comprador. Con la abolición de los estamentos se produjo así la escisión entre la política, ámbito de la libertad y de la igualdad, y la economía, ámbito de la explotación, de las clases sociales, de la lucha entre ellas.[20] Por primera vez, un modo de producción reproducía la desigualdad social a través de la igualdad jurídica.
Esta división entre economía y política, este desarrollo del individuo abstracto y de la atomización de toda forma de comunidad previa, conlleva una fuerza democratizadora en el capitalismo que disuelve todo lo sólido en el aire. Sólo desde esta perspectiva puede entenderse el nacimiento de la Ilustración y, en su ala radical, las voces que se alzaron para reivindicar la igualdad del hombre y la mujer. Tanto Olympe de Gouges como Mary Wollstonecraft parten del mismo argumento ilustrado, posibilitado por el nacimiento del individuo abstracto del capital: si afirmamos la igualdad natural entre los hombres como seres racionales y explicamos su desigualdad a partir de la educación, la universalidad del razonamiento se ve quebrada al excluir a la mujer. Esto que era una argumentación filosófica se transformará en una lucha práctica y real por la igualdad jurídica con el sufragismo. Es imposible pensar el feminismo si no es como producto de esta fuerza democratizadora, como producto del capitalismo en su desarrollo.
Y es así también como la mujer comienza a escindirse. En tanto que sujeto jurídico y trabajadora atomizada, es individuo abstracto. Se establecen así las bases para el cuestionamiento de la desigualdad entre hombres y mujeres, para la reivindicación del derecho de éstas a desarrollar el conjunto de sus facultades humanas independientemente de la maternidad, para su incorporación al sujeto racional y universal del capitalismo. Pero en tanto que mujer, esa parte específica de la especie con capacidad reproductiva, es madre, y madre encerrada en los muros de una estructura familiar cada vez más atomizada y separada del conjunto de la producción social.
La familia misma se verá sometida a la presión de esa fuerza democratizadora y atomizadora propia de la lógica del valor. El paso de la familia precapitalista a la del capitalismo tiene varias líneas de actuación. Por un lado, la economía ya no es un ámbito familiar, sino la pugna entre trabajadores atomizados que compiten entre ellos por firmar un contrato individual y ser despedidos individualmente, y la pugna entre capitalistas individuales por valorizar su capital en contra de los otros. Pero mientras la venta de la fuerza de trabajo es un hecho individual, la reproducción, por separada que esté del conjunto social, tiene que ser colectiva: los niños no se producen en probetas y, de haber la capacidad tecnológica para ello, tampoco sería rentable, por el mismo motivo que es más rentable coger agua del río que producirla en un laboratorio. Esta presión sobre la estructura familiar, esta enorme fuerza de cuestionamiento social y de erosión de la antigua célula patriarcal se expresa en los conflictos intergeneracionales entre padres e hijos —tan reflexionados por el psicoanálisis— que adquieren una extensión nunca vista en los modos de producción previos, así como en la incorporación masiva de la mujer al mundo laboral y su búsqueda de independencia económica.
Por otro lado, el capitalismo necesita la familia como estructura colectiva de reproducción, que le permite desentenderse de esta para que sus trabajadores lleguen ya criados, comidos y vestidos a vender su fuerza de trabajo. En este sentido, la familia no puede desaparecer: es el espacio de cuidado y socialización mínimo para la formación de los individuos del capital. Sin embargo, la fuerza atomizadora del capitalismo pone en cuestión la familia y en peligro la reproducción misma. El éxodo campesino en los albores de la industria capitalista, su hacinamiento en las grandes ciudades y las condiciones de absoluta degradación en que viven los nuevos proletarios, que tan bien describirá Engels en La condición de la clase obrera en Inglaterra, supondrán la descomposición de la familia campesina y les llevarán a él y a Marx a devolver la crítica a la burguesía en el Manifiesto, afirmando que es ella quien está acabando con la familia y no los comunistas. Tras este caos inicial, el Estado comenzará a hacerse cargo de algunas esferas de la reproducción para que la lógica del capital no amenace sus propias bases materiales. Esta, dicho sea de paso, es una tarea propia del Estado capitalista: intentar controlar los efectos destructivos de las relaciones de producción, proclives a ver solo el interés inmediato del capital individual, para afirmar los intereses generales del capital en su conjunto, el mantenimiento de su modo de producción en general. Es así como levantará las colonias obreras para ordenar en compartimentos estancos la familia nuclear, como elevará la moral familiar a valor nacional, como favorecerá las instituciones que se ocupen de los huérfanos y los conviertan en mano de obra barata para la industria incipiente, como encerrará en prisiones a los niños que no estudien ni tengan oficio y amenazará a los padres y madres que no lleven una vida regular con quitárselos[21]. A través de la educación, la sanidad y los servicios sociales, el Estado comenzará a hacerse también cargo de la reproducción.
Debido a los efectos devastadores de la atomización que ejerce el capitalismo en la familia, debido a la incorporación de la mujer al trabajo asalariado y a su lucha por ser considerada un sujeto igual e independiente respecto al hombre, no un engranaje más de la máquina familiar, el capitalismo socializará la reproducción a través de las únicas instancias que tiene para hacerlo: el mercado y el Estado. Que la reproducción socializada por el mercado y el Estado no es una verdadera socialización, sino la continuación de la atomización por otros medios, puede comprobarlo de un vistazo quien haya visitado una residencia de ancianos. El cuidado de los ancianos ha sido asumido en parte por las residencias públicas y privadas liberando a la familia y sobre todo a la mujer de su carga. Supone en efecto que la sociedad capitalista a través de sus mecanismos básicos ha socializado esta tarea de cuidados. Y sin embargo las residencias, como los hospitales por otro lado, no son espacios de cuidado social sino aparcamientos donde se gestionan los cuerpos como en la cinta transportadora de una fábrica. En el capitalismo, la socialización se hace a través de la atomización y no puede ser de otra manera, ya sea en la producción que en la reproducción.
Las corrientes feministas que defienden la socialización de las tareas reproductivas a través del Estado, es decir, los servicios públicos, como una forma de luchar contra el patriarcado al mismo tiempo aciertan y yerran terriblemente. Aciertan, porque entienden que mientras la reproducción no se haga de manera directamente social el patriarcado seguirá oprimiendo a las mujeres. Yerran, porque la única manera en que la reproducción se haga de manera directamente social es el comunismo. Mientras tanto, el Estado y el mercado asumirán labores reproductivas perpetuando la violencia patriarcal —porque el patriarcado no se reduce a la relación hombre-mujer— sobre sus objetos de cuidado, ya sean niños, ancianos, enfermos físicos y mentales o personas dependientes de diverso tipo.
Pero yerran también al entender que el Estado es un aliado en la lucha contra la opresión de las mujeres. Al mismo tiempo que, en defensa de los intereses generales del capital, incorpora en sus funciones determinadas tareas reproductivas, el Estado sustituye al pater familias como aquel que se hace propietario último de los niños y quien controla el cuerpo de la mujer a través de las políticas familiares, reproductivas y sexuales. Así, los debates en torno a la prostitución o a los vientres de alquiler se mueven en una falsa polarización entre Estado y mercado, donde ambas opciones son patriarcales. Que se abandere la mercantilización de la sexualidad y la capacidad reproductiva de la mujer como una forma de emancipación y empoderamiento es sencillamente una barbaridad, sólo pensable a partir de un ejercicio de banalización que es característico posmodernidad. Que se defienda que el Estado tenga la última palabra en qué puede hacer la mujer con su cuerpo, también lo es. El Estado y el mercado pueden transformar la violencia machista en algo más puramente mercantil o jurídico, con características diferentes a las del patriarcado precapitalista, pero no pueden dejar de ser patriarcales porque patriarcal es la sociedad en su conjunto, el modo de producción en cuanto tal.
Pero la falsa polarización entre Estado y mercado no es la única en la que queda atrapada el feminismo. No podemos entender la lucha de las mujeres contra el patriarcado y su recuperación en la ideología feminista si no es como un producto del propio igualitarismo del capital. Para nosotros, que el feminismo sea un producto del capitalismo no es algo en sí mismo negativo: el movimiento obrero también lo es. Lo que es negativo es que, a diferencia de éste, el feminismo no es capaz de superar las categorías del modo de producción que le vio nacer, puesto que para ello se requiere un programa global de emancipación y el feminismo tiene por definición un programa parcial.
El capitalismo en su desarrollo sienta las bases materiales del comunismo, que no surge de la nada sino que parte de ellas. Así, la eliminación del parentesco como categoría estructural permitió que la mujer fuera comprendida cada vez más como persona en un sentido pleno y autónomo respecto a su posible maternidad. El ascenso del individuo abstracto y la incorporación como tal de la mujer al mundo laboral permitió poner en cuestión los fundamentos de la vieja familia patriarcal. Pero con este proceso, como hemos explicado, la mujer queda escindida entre su sexo, con la posibilidad que implica de ser madre, y el desarrollo de su individualidad. En la mujer, ser madre y ser individuo son elementos antagónicos.
Y el feminismo queda también atrapado en esa oposición: es la oposición entre un feminismo de la igualdad, cuyo programa reside en defender la individualidad abstracta de la mujer y su asimilación al hombre en el capitalismo, y un feminismo de la diferencia que se inclina por el otro polo de la oposición, por la idea de la mujer como un ser social diferente a partir de su maternidad, esencialmente antagónico al capital y el punto de anclaje para hacer la crítica a este sistema que sería la síntesis del ser masculino —perspectiva que hoy en día recoge parcialmente el ecofeminismo. Como explicábamos en el apartado sobre el género, el feminismo queer es la continuación del feminismo de la igualdad, mal que les pese a ambas corrientes ahora mortalmente enfrentadas, porque el primero lleva hasta sus últimas conclusiones al individuo abstracto defendido por el segundo: la abstracción del individuo se radicaliza en la promoción de identidades a la carta, radicalmente particulares e individuales, imposibles de subsumir en ninguna categoría universal, ni siquiera la de mujer.
Pero esta escisión, esta esquizofrenia que vive directamente toda mujer que quiera ser madre, de la que parte el feminismo y en la que queda atrapado, es insalvable en el capitalismo. El mercado laboral, que necesita de individuos productivos por encima de toda limitación biológica, llámese menstruación o parto, niega su aspecto específico como mujer y le hace sentirlo como algo antagónico a su propio desarrollo como persona. De hecho, a menudo tendrá que escoger entre su desarrollo personal y su independencia material por un lado y la maternidad por otro, puesto que el propio capitalismo los presenta como excluyentes.
Porque para ser persona en el capitalismo, hay que ser hombre. Pero no en virtud de una alianza masculina por la defensa de sus privilegios, sino porque el hombre —mientras no enferme ni envejezca— es más adecuado a la producción ilimitada de valor. De ahí la precariedad laboral tan abundante en las mujeres y la conocida curva en M de su vida laboral. La única forma en que la mujer puede entrar en el mercado laboral sin estar en defecto al hombre, sino en tanto que mujer como tal, es vendiéndose en la industria cultural y sexual y el naciente mercado de la gestación subrogada. Así, el mercado reproduce la violencia patriarcal de la manera en que lo hace con la explotación: reproduciendo la desigualdad a través de la igualdad.
Por otro lado, la socialización de la reproducción a través de su mercantilización o su estatalización tampoco resuelve la condición atomizada de la familia, la soledad de la crianza que, separada de un mundo social cada vez más hostil y fragmentado, encierra a niños y padres en una estructura social que se vuelve cada vez más claustrofóbica y, por ello, un caldo de cultivo para la violencia y la represión.
El capitalismo, en su dinámica democratizadora y abstraizante, ha sentado las bases para la abolición del patriarcado, pero no puede terminar con él. Sólo una reproducción directamente social, que pasa por una producción directamente social, podrá resolver la contradicción que vive la mujer entre su individualidad y la especificidad de su sexo, podrá acabar con el estatuto subordinado de los niños y con la familia como nexo de continuidad del patriarcado en sus diferentes transformaciones a lo largo de las sociedades de clase. A diferencia del comunismo primitivo, en el comunismo integral el parentesco habrá perdido toda su importancia, porque la comunidad tendrá un carácter mundial y no genealógico. La mujer dejará de vivir la maternidad como la negación de su persona y podrá experimentarla libremente, pero no estará definida por ella. El individuo dejará de ser un átomo amenazado por el Leviatán social y podrá vivir el libre desarrollo de su individualidad en un contexto social que, en lugar de reprimirlo, lo convertirá en un elemento de retroalimentación para el conjunto de la sociedad. Pero el comunismo sólo puede instaurarse tras una revolución mundial que acabe con el capitalismo. Y esa revolución no la llevará acabo la mujer, que es una categoría interclasista, sino el proletariado. Si como mujeres vivimos la opresión y la violencia patriarcal independientemente de la clase, sin embargo contra el patriarcado solo podemos luchar como clase, constituyéndonos en esa fuerza social que, para dejar de ser explotada, necesita abolir las categorías que fundan no sólo el capitalismo, sino el conjunto de las sociedades de clase previas: propiedad privada, mercancía, dinero, Estado, familia, patriarcado.
Barbaria – Julio 2022
NOTAS
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[1] «La sociedad burguesa es la más compleja y desarrollada organización histórica de la producción. Las categorías que expresan sus condiciones y la comprensión de su organización permiten al mismo tiempo comprender la organización y las relaciones de producción de todas las formas de sociedad pasadas, sobre cuyas ruinas y elementos ella fue edificada y cuyos vestigios, aún no superados, continúa arrastrando, a la vez que meros indicios previos han desarrollado en ella su significación plena, etc. La anatomía del hombre es una clave para la anatomía del mono», Marx: Grundrisse, pág. 26, vol. 1, ed. Siglo XXI
[2] Un trabajo fundamental en el desarrollo de nuestro método y del que hemos partido para la elaboración de este texto es Le forme di produzione successive nella teoria marxista del Partito Comunista Internazionale, originalmente escrito por Roger Dangeville
[3] Antropóloga estadounidense de los años 70, especializada en los estudios LGTBI y en subculturas sexuales como el sadomasoquismo o la pedofilia. Su ensayo El tráfico de mujeres: Notas sobre la «economía política» del sexo (1975) propone el concepto de sistema sexo/género que tanto se retoma hoy en día en los medios radicales
[4] Simone de Beauvoir, autora del clásico feminista El segundo sexo, fue una filósofa existencialista y, junto a Jean-Paul Sartre, firme partidaria primero de Stalin y más tarde de Fidel Castro y Mao. En El segundo sexo Beauvoir señala el género mujer como una construcción cultural definida en relación al hombre y nunca como una identidad propia y autosustentada. La famosa cita que apuntamos aquí va en este sentido
[5] Los compañeros de Cuadernos de Negación hacen una buena síntesis para profundizar en «Alguna vez estuvo todo al revés…», págs. 18-25, Cuadernos de Negación nº 13 «Notas sobre el patriarcado», junio de 2019
[6] La cuestión del tercer género en otros modos de producción requiere más investigación que la que podemos dedicarle aquí. Valga la llamada de atención sobre el anacronismo de pensar estas formas de tercer género desde la categoría de transgénero en el capitalismo, dada la institucionalización religiosa que a menudo adquirían, como los two-spirits de algunos pueblos originarios de Norteamérica o los hijras en la India. De hecho, la idea de que los entes divinos carecen de sexo o fluyen de uno a otro está en muchas culturas, desde la mitología griega a la hindú, para llegar a la sociedad feudal europea y las discusiones sobre si los ángeles tenían o no sexo
[7] Yan Thomas: «La división de los sexos en el derecho romano», VVAA: Historia de las mujeres. 1. La Antigüedad, dir. Georges Duby y Michelle Perrot
[8] Cf. Evelyn Reed: La evolución de la mujer
[9] Feminista francesa, cofundadora del Movimiento de Liberación de las Mujeres (MLF) en 1970 y del llamado «feminismo materialista», para el cual los distintos modos de producción se sustentan en el modo de producción doméstico, que es transversal a las distintas sociedades humanas, definiendo así un enfoque dual donde la explotación de clase está determinada por la explotación de la mujer por el Hombre, el enemigo principal según Delphy. A partir de los años 80 trabajará con Simone de Beauvoir en la revista Nouvelles Questions Féministes
[10] Feminista francesa, cofundadora con Delphy y otras del MLF y más tarde del grupo Gouines Rouges (‘bolleras rojas’) a partir de una escisión del Front Homosexuel d’Action Révolutionnaire (FHAR) acusándolo de misógino. En la línea de Gayle Rubin, hace una crítica al binarismo hombre-mujer como el producto de una heterosexualidad impuesta, definiéndola en El pensamiento heterosexual como un sistema político en sí mismo que produce la explotación de las mujeres por los hombres y la diferenciación sexual en un sentido binario
[11] Uno de cuyos exponentes más conocidos, aparte de Monique Wittig, es la poeta Adrienne Rich y su ensayo Heterosexualidad obligatoria y existencia lesbiana (1980)
[12] Feminista radical estadounidense, conocida por defender la abolición del patriarcado por medio de la erradicación de todos los hombres en el Manifiesto SCUM (1967), así como por haber intentado asesinar a Andy Warhol por un conflicto de propiedad intelectual
[13] Tres grandes figuras del feminismo italiano de los años 70, especialmente conocido por su vinculación con el postoperaísmo de Antonio Negri y por la Campaña Internacional por el Salario del Trabajo Doméstico (International Wages for Housework Campaign, IWFHC). Como se explica en el texto, las teóricas del patriarcado del salario intentan defender al mismo tiempo un movimiento autónomo y separado de las mujeres y una perspectiva unitaria, por la cual la explotación de la mujer se debe a los mecanismos propios del capitalismo y no al sistema paralelo que defiende el feminismo radical. Si el trabajo de Fortunati y Dalla Costa puede haber sido más olvidado, el Calibán y la bruja (2004) de Federici sigue siendo muy conocido en los medios radicales
[14] «El intercambio de mercancías, en sí y para sí, no implica más relaciones de dependencia que las que surgen de su propia naturaleza. Bajo este supuesto, la fuerza de trabajo, como mercancía, sólo puede aparecer en el mercado en la medida y por el hecho de que su propio poseedor —la persona a quien pertenece esa fuerza de trabajo— la ofrezca y venda como mercancía. Para que su poseedor la venda como mercancía es necesario que pueda disponer de la misma, y por tanto que sea propietario libre de su capacidad de trabajo, de su persona. Él y el poseedor de dinero se encuentran en el mercado y traban relaciones mutuas en calidad de poseedores de mercancías dotados de los mismos derechos, y que sólo se distinguen por ser el uno vendedor y el otro comprador; ambos, pues, son personas jurídicamente iguales. Para que perdure esta relación es necesario que el poseedor de la fuerza de trabajo la venda siempre por un tiempo determinado, y nada más, ya que si la vende toda junta, de una vez para siempre, se vende a sí mismo, se transforma de hombre libre en esclavo, de poseedor de mercancía en simple mercancía. Como persona tiene que comportarse constantemente con respecto a su fuerza de trabajo como con respecto a su propiedad, y por tanto a su propia mercancía, y únicamente está en condiciones de hacer eso en la medida en que la pone a disposición del comprador —se la cede para el consumo— sólo transitoriamente, por un lapso determinado, no renunciando, por tanto, con su enajenación a su propiedad sobre ella», Marx: El capital, t. I, vol. 1, pág. 204
[15] Feminista alemana perteneciente al grupo Krisis y más tarde, con Robert Kurz y Anselm Jappe, fundadora de la revista Exit!. Es conocida por su teoría del valor-escisión, en la que intenta vincular la dominación de la mujer a la teoría crítica del valor del grupo Krisis. En español puede encontrarse su artículo El patriarcado productor de mercancías. Tesis sobre capitalismo y relaciones de género
[16] «Si es verdad que las categorías de la economía burguesa poseen cierto grado de validez para todas las otras formas de sociedad, esto debe ser tomado cum grano salis [con indulgencia]. Ellas pueden contener esas formas de un modo desarrollado, atrofiado, caricaturizado, etc., pero la diferencia será siempre esencial. […] En todas las formas de sociedad existe una determinada producción que asigna a todas las otras su correspondiente rango [e] influencia, y cuyas relaciones por lo tanto asignan a todas las otras el rango y la influencia. Es una iluminación general en la que se bañan todos los colores y [que] modifica las particularidades de éstos. Es como un éter particular que determina el peso específico de todas las formas de existencia que allí toman relieve», Marx: Grundrisse, págs. 27-28, vol. 1, ed. Siglo XXI
[17] Que el paso de la matrilinealidad la patrilinealidad debió de ser un proceso largo, complejo y antintuitivo en la transición del comunismo primitivo a las sociedades de clase, puede verse, como identificó Bachofen y retomó Engels, en la trilogía de teatro de la Orestíada. En ella, un juicio ateniense determina que Orestes no cometió parricidio al matar a su madre, puesto que los hijos no nacen de las madres sino de los padres, poniendo a Atenea como ejemplo, que nació de la cabeza de Zeus. Esto se dictamina en contra de las Erinias, diosas preolímpicas que defendían las costumbres antiguas
[18] «Para la transformación del dinero en capital el poseedor de dinero, pues, tiene que encontrar en el mercado de mercancías al obrero libre; libre en el doble sentido de que por una parte dispone, en cuanto hombre libre, de su fuerza de trabajo en cuanto mercancía suya, y de que, por otra parte, carece de otras mercancías para vender, está exento y desprovisto, desembarazado de todas las cosas necesarias para la puesta en actividad de su fuerza de trabajo», Marx: El capital, t. I, vol. 1, pág. 205
[19] Cf. Evgeni Pashukanis: Teoría general del derecho y marxismo
[20] «Allí donde el Estado político ha alcanzado su verdadero desarrollo, lleva el hombre, no sólo en el pensamiento, en la conciencia, sino en la realidad, en la vida, una doble vida, una celestial y otra terrenal, la vida en la comunidad política, en la que se considera como ser colectivo, y la vida en la sociedad civil, en la que actúa cómo particular; considera a los otros hombres como medios, se degrada a sí mismo como medio y se convierte en juguete de poderes extraños. El Estado político se comporta con respecto a la sociedad civil de un modo tan espiritualista como el cielo con respecto a la tierra», Marx: La cuestión judía
[21] Cf. Philippe Meyer: El niño y la razón de Estado, ed. Zero Zyx