Por: Barbaria
En las últimas semanas hemos visto el estallido y el rápido sofoco de la llama de nuestra clase, esta vez a propósito de la huelga del sector del metal en la provincia de Cádiz, que tiene la segunda mayor tasa de paro de toda España, con un 23,16%. Hemos vuelto a ver, cómo no, al Estado, a la izquierda que lo encabeza y a los sindicatos en acción, haciendo el papel que históricamente mejor han sabido hacer: dinamitar cualquier perturbación de la “paz social”.
La huelga empezó a tomar forma a lo largo del mes de octubre, dada la descompensación que hay entre la inflación, que se ha disparado al 5,5% en 2021, y la subida de los salarios, de la que hablaremos más adelante. Estos hechos están afectando en mayor o menor medida a todos los trabajadores, haciéndonos perder salario real y poder adquisitivo, con el consiguiente empobrecimiento. Esta circunstancia en el ya previamente maltrecho y amenazado sector de la industria metalúrgica genera las condiciones para el estallido de, como poco, una huelga, que fue impulsada por los elementos más precarios del sector. Ante la inevitabilidad de la huelga, los sindicatos decidieron intervenir para mantener la huelga dentro de los límites aceptables desde la lógica del beneficio económico, la única posible para el sindicalismo. En este sentido, los sindicatos mayoritarios (UGT y CCOO) se afanaron por mantener la huelga lo más aislada posible en su sector, y en este sentido se vieron presionados para ponerse al frente de las asambleas de trabajadores, que desde luego no habían nacido de la iniciativa sindical, para asegurarse de que así fuera. Del mismo modo, las reticencias de los partidos del gobierno PSOE-Podemos frente a la huelga pasaron a convertirse en muestras de apoyo cuando esta amenazaba con desbordarse, tomando el papel de poli bueno al avisar a los trabajadores de que la huelga podía ser instrumentalizada por la derecha. Una vez más, por si no hubiéramos tenido suficientes muestras ya, sus diatribas palaciegas y cortoplacistas se muestran totalmente ajenas a los intereses de nuestra clase. Entretanto, los sindicatos acordaron pactar con el gobierno una subida de los salarios del 2%, más que insuficiente para cubrir la inflación, en una votación individual y secreta que los sindicatos más “radicales” no tardaron en señalar como un fraude, movilizando a los trabajadores más comprometidos para continuar con la huelga, al coste de enfrentarse a sus propios compañeros.
Una línea general que atraviesa todos los elementos que han conducido al fracaso de la huelga ha sido, sin duda, la división. Por una parte, la división que mantuvieron los sindicatos mayoritarios para garantizar que la huelga se restringía al sector del metal, evitando que otros sectores se solidarizasen con la huelga. Por otra parte, estos mismos sindicatos se aseguraron de mantener atomizados a los trabajadores del propio sector del metal, al sabotear la asamblea e imponer el voto secreto, como derecho ciudadano, evitando que los trabajadores pudiesen poner en común sus intereses para actuar de forma unitaria. Luego, los sindicatos “radicales” decidieron empujar a los trabajadores más comprometidos a continuar con la huelga -de forma unilateral, sin contar con la asamblea de los trabajadores, al igual que hacen los sindicatos mayoritarios- por el rechazo al acuerdo que habían alcanzado los sindicatos mayoritarios con el gobierno, a sabiendas de que la huelga ya había sido sofocada y que eso generaría enfrentamientos por una parte entre los compañeros más radicales y los que ya se habían desmovilizado, y por otra parte un enfrentamiento estéril entre los trabajadores radicales y la policía, que de paso sirvió al gobierno para dividir a los huelguistas entre los buenos -que aceptan el acuerdo alcanzado- y los malos -que no lo aceptan y además perturban el orden público-, a los cuales lógicamente había que darles un escarmiento.
Es importante señalar que el hecho de que esta dinámica se haya reproducido huelga tras huelga durante décadas no es algo casual, ni fruto de alguna traición particular, sino que atiende a la propia esencia de los sindicatos. El papel de los sindicatos no es el de velar por los intereses de nuestra clase, sino el de mediar entre el Estado y la patronal por una parte y los trabajadores por otra, además en un único sentido, que los trabajadores acepten las vueltas de tuerca que les va imponiendo la burguesía. Es por esto que podemos decir que los sindicatos son el brazo del Estado en la clase trabajadora, y no al contrario, como se nos ha pretendido hacer creer. Por esto mismo no es de extrañar que hayan sido tan considerados con la rentabilidad económica del sector y hayan aceptado una subida de los salarios que de sobra saben que no compensa la inflación. También, como hemos visto, los sindicatos “radicales” no escapan a esto, pues necesariamente priman su afán por ganar representatividad -ante el Estado- sobre los intereses de los trabajadores a los que dice representar. El sindicalismo es, como el parlamentarismo, una vía muerta que jamás tuvo nada de revolucionaria, pues jamás hubo nada de revolucionario en mantener una separación entre la política y la economía que no tarda en mostrarse ficticia. En las elocuentes palabras de alguien que sufrió la violencia de esos mismos partidos que hoy se hallan al frente del Estado español:
“Determinados grupos con más humos que penetración, achacan la evidente incompatibilidad de los sindicatos con la revolución a un carácter reformista que en verdad nunca tuvieron, y por otra parte a la supuesta incapacidad del capitalismo hogareño para hacer concesiones al proletariado. Lejos de ello, la causa es esencial, no contingente. Lo que engendra el carácter reaccionario de la organización sindical no es otra cosa que su propia función organizativa. Obtenga o no determinadas mejoras, está directamente interesada en que el proletariado siga siendo indefinidamente proletariado, fuerza de trabajo asalariado, cuya venta negocia ella. Los sindicatos representan la perennidad de la condición proletaria. […] Ahora bien, representar la perennidad de la condición proletaria conlleva aceptar, y de hecho necesitar también, la perennidad del capital. Los dos factores antitéticos del sistema actual han de conservarse para que el sindicato desempeñe su función, de ahí su profunda naturaleza reaccionaria, independientemente de los vaivenes que modifiquen, para mal, para menos mal o para mejor, la compra-venta de la mano de obra, jugarreta clave del sistema capitalista.” Los sindicatos contra la revolución, Munis
Por último, y aunque suene a perogrullada, cabe recordar que el Estado y su política no son garantes de los intereses de nuestra clase, ni hay modo alguno en que lo sean, pese a los llamados del PCE (parte de la coalición de Unidas Podemos) para que los trabajadores confíen en el gobierno que empeora sistemáticamente sus condiciones de vida -y del que ellos forman parte- al mismo tiempo que les enviaban una tanqueta y una brigada de antidisturbios, que por lo visto debían venir en son de paz. Esto no quiere decir que los trabajadores nos tengamos que desmovilizar, ni que no haya nada que hacer, al contrario. Lo que esto quiere decir es que cualquier movilización será desmantelada si no sigue los principios que han marcado los éxitos de nuestro movimiento (hay que señalar que también los ha habido), y que no son otros que el internacionalismo y la independencia de nuestra clase, lo que en una huelga se concreta por una parte extendiéndola a otros sectores -y no aislándola en uno solo-, tendencia que se ha visto en la huelga de Cádiz, que tuvo una marcada tendencia a desbordar el marco de la fábrica extendiéndose por el entorno urbano de Cádiz y San Fernando a través de manifestaciones y asambleas de barrio, y por otra entregando todo el poder de decisión sobre la huelga a la asamblea formada por los propios trabajadores, y no a sindicatos ajenos a estos y con intereses diferentes, cuando no opuestos, a los de nuestra clase. Dicho de otra manera, los intereses de nuestra clase solo pueden ser representados por la propia clase, cuando se constituye como partido y se pone a la cabeza de la revolución que dejará en la cuneta a los sindicatos, a la izquierda del capital y a todos los que quieren conciliarnos con nuestros verdugos poniendo, como el título de este artículo, flores en sus guadañas.