«Ese primero de mayo de 1919 amaneció frío pero con sol; luego hacía el mediodía se iría nublando como presagiando tormenta. Tormenta que no sería de truenos y relámpagos sino de balazos, sangre y odio.»
Los diarios no traían muchas novedades, salvo el nacimiento de Juliana, la princesa heredera de Holanda, y del estreno en el Odeón de “Casa paterna” con Emma Grammática como primera actriz. Pero más de un lector habrá leído con un poco de zozobra dos pequeños anuncios que parecían tener pólvora en cada una de sus letras. Se anunciaban dos actos obreros: uno organizado por la Unión General de Trabajadores (socialistas), que cita a las 3:00 p.m.: hablarán A Mantecón y Alfredo L palacios: el otro, es el de la FORA (anarquista) que invita a la concentración en Plaza Lorea para marchar por Avenida de Mayo, Florida hasta Plaza San Martín y de allí por Paseo de Julio hasta la Plaza Mazzini.
Con los socialistas no va a pasar nada, ya es sabido, pero… ¿y los anarquistas?
El país vive una situación interna bastante difícil. Gobierna Figueroa Alcorta un mundo que se va y una irrupción incontenible: la masa de la nueva raza argentina, la inmigración y sus descendientes. Las bombas, el cientificismo, las ideas económicas, todo repercute en Buenos Aires que se está estirando cada vez más, que cada vez más se parece a una ciudad Europea.
Enseguida después de mediodía La Plaza Lorea comienza a poblarse de gente extraña al centro: mucho bigotudo, con gorra, pañuelo al cello, pantalones parchados, mucho rubio, algunos pecosos, mucho italiano, mucho ruso y bastantes catalanes. Son los anarquistas. Llegan las primeras banderas Rojas: ¡Mueran los burgueses! ¡Guerra a la burguesía! Son los primeros gritos escuchados. Llegan estandartes rojos preferentemente con letras doradas. Son las distintas “asociaciones” anarquistas. A las 2 de la tarde la plaza ya está bien poblada. Hay entusiasmo, se oyen gritos, vivas, cantos y un murmullo que va creciendo como una ola. El momento culminante lo constituye la llegada de la asociación anarquista “Luz al Soldado”. Parece ser la más belicosa. Han llegado por la calle Entre Ríos y según los partes policiales a su paso han roto vidrieras de panaderías que no cerraron sus puertas en adhesión al Día del Trabajo, han bajado a garrotazos a guardas y motoristas de tranvías y han destrozado coches de plaza y soltado los caballos.
Pero falta la otra piedra del yesquero para que se origine la chispa. En avenida de Mayo y Salta se detiene de improvisto un coche. Es el coronel Ramón Falcón, jefe de policía. La masa lo reconoce y ruge: ¡Abajo el coronel Falcón! ¡Mueran los cosacos! ¡Guerra a los burgueses! Las banderas y los estandartes se agitan.
Falcón se yergue. Su rostro impasible mide la masa. No es un gesto de cinismo no de compadrada. En ese momento está calculando las fuerzas enemigas, como un general en la batalla. Falcón es un militar de los de antes, un sacerdote de la disciplina. Severo, impertérrito, incorruptible, “Es un perro”, dirán los subordinados que pertenecen a la categoría de los flojos. Pero lo dirán con miedo. Falcón, en una oportunidad, como única respuesta a un petitorio de suboficiales de policía, los reúne a todos en el patio del departamento central, le arranca las jinetas al cabecilla y lo saca a empujones a la calle para que nunca más vuelva. Así es Falcón. Es viudo, sin hijos, no tiene vicios ni lujos. No habla nunca de sí mismo. Sólo de vez en cuando le gusta decir que él es descendiente de moros y que su apellido tiene dos cualidades guerreras: falcón es una especie de cañón usado antiguamente y a la vez quiere decir halcón.
Ahí está el hombre enjuto, sin carnes, de mirada de halcón frente a esa masa que a su criterio es extranjera, indisciplinada, sin tradiciones, sin orígenes, antiargentina.
Los insultos caen sobre el rostro de Falcón como una lluvia fina que apenas moja. Hay oficiales que se muerden los labios de rabia por no poder emprenderla a palos contra la turba. Falcón habla brevemente con Jolly Medrano, jefe del escuadrón de seguridad, y se retira. Minutos después ocurre el choque. Como siempre, las versiones serán contradictorias. La policía dirá que fue atacada por los obreros y los obreros dirán que la represión comenzó sin previo aviso. Pero lo cierto es que el es una de más grandes tragedias de nuestras luchas callejeras. Alguien prende la mecha y dispara un tiro. Se desata el tiroteo. Se lucha a balazo limpio. Ataca la caballería. Los obreros huyen, pero no todos. Hay algunos que no retroceden, ni siquiera buscan el refugio de un árbol. Luchan a cara limpia. Es una época donde muchos son los trabajadores que quieren ser mártires de las ideas.
Después de media hora de pelea brava la plaza queda vacía. El pavimento esta sembrado de gorras, bastones, pañuelos… y 36 charcos de sangre. Son recogidos tres cadáveres y 40 heridos graves. Los muertos son: Miguel Bech, español, de 72 años, domiciliado en Pasco 932, vendedor ambulante; José Silva, español, de 23 años, Santiago del Estero 955, empleado de tienda, y Juan Semino, argentino, de 19 años, peón de albañil. Horas después morirán Luís Pantaleone y Manuel Fernández, español, de 36 años, guarda de tranvía. Los heridos son casi en su totalidad de nacionalidad, española, italiana y rusa.
La conmoción de la ciudad es tremenda. Falcón no se duerme, hace detener de inmediato a 16 dirigentes anarquistas y clausura todos los locales de esa tendencia. La policía informa que llama la atención la forma en que han actuado los elementos rusos que forman parte de la masa cosmopolita de obreros. En el sumario policial han sido agregados manifiestos escritos “En lengua hebrea que encierran una propaganda violentísima”. Según la policía “se aconseja en ellos el asesinato y saqueo de la masa pública”. Y para dar más verismo a estos asertos, se informan oficialmente cosas como está: “al herido Jacobo Besnicoff, ruso de 22 años, no se le pudo tomar declaración porque no sabe castellano”
El sector obrero también reacciona: los socialistas se unen a los anarquistas y declaran el paro general por tiempo indeterminado. Lo levantarán solamente si renuncia Falcón. Todo el ataque se centra en el jefe de policía. La población, ese domingo, espera con temor el día siguiente. Se dice que reinará el terror en las calles, que los anarquistas no permitirán que nadie cumpla con su trabajo.
Pero en la mañana del lunes nace una esperanza: los diarios aparecen igual a pesar de que la Federación Gráfica Bonaerense se ha adherido al paro. Es decir, el gobierno ha logrado romper ya la unidad de movimiento.
A medida que avanzan las horas se va notando que el paro sólo tiene un éxito parcial. Se suceden los hechos de violencia: motoristas de tranvías con atacados y malheridos y un capataz de la playa de los mataderos es asesinado por los huelguistas. En Cochabamba 3055 es asaltada la fábrica Vasena por un grupo de obreros, pero éstos son rechazados. Cinco mil personas se agrupan frente a ka morgue para reclamar los cadáveres de los anarquistas muertos.
Ante el pedido obrero de que renuncie Falcón, el presidente Figueroa Alcorta responde en forma contundente: “Falcón va a renunciar el 12 de octubre de 1910, cuando yo termine mi período presidencial”.
La policía informa que fueron detenidos “nueve rusos nihilistas” y “La prensa” relata en forma patética las declaraciones de la esposa del anarquista Fernández, muerto en Plaza Lorea. Dice Antonia Rey de Fernández que ya hace tres años que se había separado de su esposo debido a las “ideas violentas de éste”.
A medida que pasan los días se va desinflando el paro general. Los anarquistas demuestran que son anarquistas hasta en la organización. Pero eso sí, los políticos y las clase alta y media son sorprendidos por la extraordinaria manifestación de duelo constituida por la columna de 60.000 obreros que acompañan al cementerio los restos de los compañeros caídos.
Y es justo a la salida del cementerio -pero el de la Recoleta- en donde tendrá lugar el segundo acto del drama. El coronel Falcón vuelve en su milord luego de haber asistido a las exequias de su amigo Antonio Ballvé, director de la Penitenciaría Nacional y viejo funcionario policial. Falcón está apesadumbrado pero no es hombre flojo. Más bien está pensando en el informe que acaba de presentar al ministro del interior, sobre la base de lo investigado por el comisario de la sección Orden Social, José Vieyra. Tema: actividades anarquistas. Allí se da cuenta de la indagación realizada para prevenir y hacer frustrar el atentado criminal que intentó realizar el anarquista Pablo Karaschin en la capilla, del Carmen. En el momento en que iba a depositar una bomba en la nave principal fue sujetado por Fernando Dufraichou y Rafael Grisolía. Falcón sabe que Karaschin -que vivía con su esposa y dos hijitas en la empresa de limpieza “La Española”, Junín 971- es jefe de un grupo de activistas terroristas. Por eso, en pocos días piensa someter a la consideración del ministro Avellaneda las medidas que a su juicio es imprescindible tomar para prevenir hechos análogos.
El coche sigue avanzando despaciosamente. Ahora ha tomado por la avenida Quintana. Lo conduce el italiano Ferrari, buen cochero que ingresó en la repartición en 1898. Al lado de Falcón el joven Alberto Lartigau, de 20 años de edad, único varón de una familia de nueve hijos, y que ha sido puesto por su padre como secretario privado de Falcón para que al lado de éste “se haga hombre”.
Desde la tragedia de Plaza Lorez, en mayo de ese año, muchas son las amenazas que se ciernen sobre Falcón. Los anarquistas lo han señalado como su principal enemigo. Y todos saben como se las gastan los anarquistas. Pero Falcón no teme. Va a todos lados sin custodia. Y siempre está en todos los lugares de peligro.
Pero está vez está preocupado por el grupo de Karaschin. ¿Se quedarán tranquilos ahora que el jefe está entre rejas? ¿O buscaran vengarse con un golpe sensacional?
El coche ya dobla por la avenida Callao rumbo al sur. Y es en ese momento que dos hombres -el chofer José Fornés, que conduce un automóvil detrás del coche de Falcón, y el ordenanza Zoilo Agüero del ministro de Guerra- observan que un mocetón con aspecto de extranjero comienza a correr a toda velocidad atrás del carruaje del jefe de policía. Lleva algo en la mano. ¿Qué habrá pasado, se habrá caído algo del coche y el muchacho quiere devolverlo? ¿Por qué no grita para llamar la atención? Pero ahí está la verdad. Al doblar el coche, el desconocido se acerca en línea oblicua y arroja el paquete al interior del mismo. Medio segundo después la terrible explosión. El terrorista mira para todos lados y comienza su huida hacia la avenida Alvear.
Después del primer momento de sorpresa, Fornés baja del coche secundado por Agüero comienza a correr al desconocido, que les lleva unos 70 metros. Dan grandes voces y se les van engrosando más perseguidores, entre ellos los agentes Benigno Guzmán y Enrique Muller. El perseguido corre desesperadamente, quema todas sus fuerzas para ganar un metro de distancia: sabe muy bien que la gente lo linchará o lo matará a tiros. Ya siente el gusto de la muerte en la lengua y en los pulmones que le revientan de fatiga. Dobla por avenida Alvear y ve una obra en construcción. Hacia ella se dirige como si hubiera encontrado refugio, un nido donde esconder por lo menos la cabeza. Se para. Ya tiene encima a sus perseguidores. Saca un revólver y comienza a correr nuevamente. Y así a la carrera se dispara un tiro sobre la tetilla derecha y cae redondo sobre la acera.
Falcón es de los que saben morir. El también ha ido en el coche al muere. Los anarquistas saben preparan bombas y está no ha fallado. Ha sido lanzada con maestría. Ha caído ha espaldas del cochero y a los pies de Falcón y Lartigau. Al explotar ha desgarrado músculos, roto arterías y venas, cortado nervios y se ha adentrado bien en la carne antes de que las víctimas se dieran cuenta de lo que ocurría. Falcón siempre creyó que su cara y su mirada de halcón pararían la mano de cualquiera que atentara contra su vida. Pero es que ni le han dado la voz de alto. Ni siquiera él ha podido decir: “¡soy el coronel Falcón!”. Su barranca Yaco está allí, en avenida Quintana y Callao. Y allí se desangra por sus piernas desgarradas y rotas, allí, tirado en la calle hasta que algún acomedido le trae un colchón.
Es curioso. El estampido ha sido terrible y sin embargo apenas si los caballos dieron un salto, hociquearon y respondieron a las riendas del asustado italiano Ferrari. Mientras tanto Lartigau y Falcón se habían deslizado por el boquete abierto por la bomba en el piso del coche y habían caído a la calle. La sangre que fluía por las heridas hechas por decenas de clavos y recortes de hierro los iba rodeando igual que las caras de los despavoridos curiosos.
Falcón no pierde el conocimiento. Tirado sobre el colchón que le han traído señala con ademán autoritario que lo atiendan primero al “joven Lartigau”. A la pregunta de los curiosos responde “No es nada, ¿hubo más herido?”. La sangre que pierde es mucha. Mientras esperan la ambulancia de la Asistencia Pública, dos o tres vecinos tratan de vendarle las destrozadas piernas con vendas y trozos de sabanas. A Lartigau, que ha perdido el conocimiento, lo llevan al sanatorio Castro, muy cerca de allí.
Llegan las ambulancias. Conmueve ver a todos esos hombres que se esfuerzan por levantar el colchón con el hombre herido y meterlo en el coche. Llegan al consultorio central y los médicos que lo atienden no ven otra salida que amputarle la pierna izquierda a la altura del tercio superior del muslo. Pero ya es tarde, Falcón está ya casi vacío de sangre. No aguanta el shock traumático y expira a las 2 y cuarto de la tarde.
La juventud de Lartigau se defiende más. Sus heridas son tan profundas como las de Falcón pero igual le han tenido que amputar una pierda -a él la derecha- y la pérdida de sangre ha sido tremenda. Aguanta hasta las 8 de la noche.
Los dos serán velados en el departamento central. Pocas veces Buenos Aires asistirá a una expresión de duelo tan grande. Con delegaciones policiales de todo el país y del exterior. El ejército argentino y la policía lo han tomado como una afrenta. Y por eso para ellos no habrá jamás perdón para el asesino. Pasarán muchos años pero la consigna seguirá siempre fresca: no habrá perdón para el asesino de Falcón. Consigna que sólo logrará quebrar un cabezadura: Hipólito Yrigoyen.
El terrorista ha caído en la calle. Pero lo levantan del pelo y de la ropa. Lo dan vuelta y lo acuestan cara al sol. Es desagradablemente blanco, el pequeño bigote es rojizo, medio lampiño, las facciones huesonas, mandíbula de boxeador, ajos aguachentos y las orejas grandes tipo pantalla. Indudablemente es ruso, un anarquista, un obrero. Ahí está tirado, resollando como un chancho jabalí cercado por los perros. Lo insultan. Le dicen “ruso de porquería” y algo más. El tiene los ojos bien abiertos, asustados, esperando recibir la primera patada en la cara. Está perdido y por eso no pide perdón sino que grita dos veces seguidas: “¡Viva el anarquismo!”. Cuando los agentes Muller y Guzmán le dicen “ya vas a ver lo que te va a pasar”, responde en un castellano quebrado y gangoso: “No me importa, para cada uno de ustedes tengo una bomba”.
Son las últimas dentelladas del animal acorralado…
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