GUERRA DE CLASES EN BARCELONA – Jean Barrot, 1973

El siguiente texto es la traducción de un panfleto del grupo Mouvement Communiste, escrito en 1973 por Jean Barrot (alias Gilles Dauvé), en solidaridad con algunos revolucionarios españoles detenidos en España que se enfrentaban a duras condenas.

Undercurrent #8

Podría parecer una selección extraña, teniendo en cuenta que la lucha armada (que tanto dio forma a las luchas de los años 60 y 70) es prácticamente inexistente hoy en Europa, especialmente en el Reino Unido. Sin embargo, el texto no trata simplemente de la lucha armada. Trata la cuestión de la violencia en general, no de forma abstracta sino en clara conexión con el movimiento social del proletariado. Tomandolo fuera del marco limitado de la situación en España en los 70, creemos que este texto es una crítica/análisis útil del fetichismo de la violencia, una tendencia que también es visible en partes de la escena de acción directa en Gran Bretaña.

Introducción a la edición griega de 1974 (??)

El Estado español detiene a finales de septiembre de 1973 a una decena de revolucionarios, a los que presenta como «gángsters». Tres de ellos están amenazados con la pena de muerte. Podrían ser condenados por un consejo de guerra y ejecutados en 48 horas.

Si algunos de ellos robaron efectivamente bancos, lo hicieron para financiar la impresión de textos que circulan en el movimiento obrero radical de Barcelona. Y si murió un policía, eso ocurrió tras una emboscada de la policía.

Se trata de comprender lo que algunos proletarios se ven históricamente obligados a hacer. La violencia es siempre un medio para la satisfacción de una demanda: en España, donde la policía dispara a sangre fría a huelguistas desarmados, la violencia aparece directamente como una relación social. La simple escritura de textos o la circulación de panfletos conlleva la pena de muchos años de cárcel. Así, los que quieren resistir a la explotación recurren a la violencia con más frecuencia que en otros países.

La democracia ahoga las luchas obreras mediante la política y el reformismo. El fascismo tiene menos reservas y las aplasta con la violencia. Quien reconoce en el Estado el monopolio de la violencia niega a los proletarios el derecho a abolir su condición: el trabajo asalariado.

Los proletarios españoles que consiguieron escapar a otros países son ahora buscados por la Interpol como delincuentes. Los Estados democráticos y fascistas se ayudan mutuamente: las órdenes internacionales de detención permiten su entrega a la policía española. Muchos de ellos están amenazados con la pena de muerte.

Para que podamos salvarlos tiene que brillar la verdad sobre la verdadera naturaleza -proletaria- de sus actividades. Quien no desenmascare la mentira se convierte en colaborador no sólo del Estado español, sino también del francés y de todos los demás.

Guerra de clases en Barcelona

 El 16 de septiembre de 1973, la policía detuvo a dos revolucionarios españoles tras el atentado contra un banco cerca de la frontera francesa. Siguió una oleada de detenciones en Barcelona. Durante una de ellas, el 24 de septiembre, muere un miembro de la «guardia civil», mientras que el culpable del asesinato resulta gravemente herido. La policía española y la prensa quieren hacer creer que se trataba de un grupo de mafiosos. Hay al menos 12 con cargos contra ellos, tres de los cuales están amenazados con la pena de muerte.

En realidad, el ataque al banco formaba parte de una serie de acciones armadas, iniciadas hace unos años por diversos grupos autónomos amorfos de la zona de Barcelona. El objetivo de estas acciones era recaudar dinero para apoyar las actividades revolucionarias del movimiento obrero. De todas formas, muchos de los grupos firmaban sus acciones como «Grupos Autónomos de Lucha», mostrando así con la firma común el carácter común de sus acciones, aunque de hecho no consistieran en una única organización estructurada. Estas acciones no tenían una finalidad política, en el sentido de que la política consiste en acciones sobre otros, no pretendían la coordinación y organización, la formación de un poder reconocido que busque una posición en la sociedad. Los atracos a bancos no convirtieron a los atracadores en vengadores del espectáculo, no aspiraban a captar la imaginación, sino que se limitaron a proporcionar los medios materiales para la acción en un país en el que a menudo se necesita una gran cantidad. (Por ejemplo, la ilegalidad dificulta y encarece a menudo la publicación y circulación de textos). Quien les reprocha sus acciones está aún más atrás que Proudhon, que sabía que propiedad = robo. Por supuesto, el robo no destruye la propiedad. Pero es un medio -limitado pero útil en muchos casos- para la organización de la lucha contra el mundo de la propiedad. Es totalmente inútil expresar juicios a priori «a favor» o «en contra» de métodos cuyo uso es cuestión de circunstancias, por tanto, en última instancia, una cuestión de condiciones sociales. Estas acciones no pueden realizarse con independencia del tiempo y del lugar. No es casualidad que a principios de siglo los revolucionarios rusos recurrieran a acciones similares en una sociedad barrida por la represión brutal, en un Estado que -como el español hoy- no dudaba en ahogar en sangre a trabajadores desarmados.

La concepción materialista de la violencia excluye cualquier posición de principio, ya sea a favor o en contra de estos métodos. No invierte los principios de la sociedad burguesa para transformar el terrorismo en un bien absoluto, ni lo condena como un mal absoluto.

El revolucionario no roba para dar a los pobres, como los maoístas franceses que repartían caviar a los inmigrantes. Roba para satisfacer una necesidad -social- de la revolución. Por supuesto, en la medida en que explica su acción (algo que los camaradas españoles hicieron repetidamente dirigiéndose a los presentes para expresar los propósitos del robo), su acción adquiere una nueva dimensión. Revela la existencia de otro movimiento social, de una dinámica diferente dentro de la sociedad, y esta revelación es subversiva. Pero esto es una consecuencia, un mero resultado secundario. Los que recurren a la violencia armada con el objetivo principal de ganarse los espíritus o los corazones para extorsionar presiones en favor de su reconocimiento oficial, o fracasan o se imponen como el nuevo poder (por ejemplo: los comandos palestinos en el primer caso, el IRA irlandés en el segundo).

En realidad, es el capital el que, por su propia naturaleza, roba y expropia, despojando a las personas de su entorno a todos los niveles. Despoja a las personas, incluso a las cosas (véase la naturaleza contaminada) de su ser para integrarlas, las transforma en sus objetos, en sus monstruos -ya que no son ni ellas mismas ni sólidas palancas del capital- y lo único que conocen es una vida y una sociedad divididas. Es muy natural, pues, que quienes se levantan contra el capital se enzarcen en todo tipo de reapropiaciones: materiales, psicológicas, teóricas, y también económicas o financieras. Mientras exista el capital, el dinero seguirá siendo el mediador privilegiado de toda actividad social. Mientras triunfe, impone su mediación en todas partes, sin exceptuar las actividades revolucionarias. En algunos casos, personas o grupos radicales son conducidos inevitablemente a la apropiación violenta de sumas de valor, aunque su finalidad, su misma lógica y su ser, se dirijan contra todas las formas de valor. Esto sólo sorprenderá y escandalizará a los que no necesitan medios para la acción simplemente porque no son activos o a los que disponen de un mecanismo burocrático (organizaciones capitalistas de Estado), o en los casos extremos a los que cuentan con el apoyo de un Estado (como el Partido Comunista Español que cuenta con el apoyo de Rusia).

Paralelamente a las acciones terroristas, el movimiento obrero de Barcelona desarrolló una eficaz red de conexiones, especialmente con las bibliotecas proletarias y con el compromiso activo en las luchas obreras autónomas. Habría que recordar que tras la doble derrota del proletariado (que fue aplastado tras los ataques coordinados del fascismo y del antifascismo), el movimiento proletario español experimentó un ascenso a principios de los años 60; este ascenso se expresó en 1962-65 con la aparición de los «Comités Obreros», como resultado directo de la oleada de huelgas espontáneas que partieron de las minas de Asturias. En 1966-68 todos los partidos y organizaciones tradicionales se infiltraron en los Comités Obreros (de hecho el PC se infiltró en el sindicato estatal C.N.S.), tomaron el control de su dirección y los transformaron en estructuras reformistas. Entre 1968 y 1970, el impacto del movimiento francés e italiano, en relación con la situación española, provocó en el seno de los Comités Obreros una serie de luchas ideológicas, escisiones y, en general, una evolución en la dirección de la extrema izquierda. Después, en 1970-73, se produce un auge de las luchas obreras que rechazan los controles burocráticos y jerárquicos (quema de octavillas, expulsión de miembros políticos de las reuniones obreras, etc.). Es exactamente este fenómeno el que el Estado intenta atacar, igualando a todos los encausados y encarcelados, a los que intenta al mismo tiempo destruir y calumniar (un objetivo facilita este último). Pretende la destrucción de una de las expresiones de la acción autónoma del proletariado español.

Decididamente opuestos a toda forma de reformismo y de antifascismo democrático, estos grupos y círculos tenían como objetivo final el programa proletario de abolición del trabajo asalariado y del intercambio. Es característico que tradujeran y difundieran una serie de textos comunistas franceses, como el estudio de J. Barrot sobre la Revolución Rusa, la introducción del libro «La Bande a Baader», un artículo de «Negation» y el texto de Beriou sobre Irlanda. Además, mostraron un gran interés por la lectura de Pannekoek y Bordiga, sin por ello seguir teóricamente ni a uno ni a otro.

Con el progreso de estas acciones, algunos elementos que habían recurrido a los robos decidieron abandonar tales actividades. Los robos habían resultado útiles, por supuesto, al principio del movimiento (no podemos decir si su influencia fue decisiva), pero en la fase siguiente se volvieron cada vez más inútiles y peligrosos. Ignoramos hoy por qué y cómo los camaradas detenidos el 16 de septiembre organizaron otro robo; nos abstenemos, pues, de formarnos una opinión al respecto hasta que dispongamos de más información. Sin embargo, es cierto que el Estado pretende con esta ocasión disminuir el germen de la totalidad de esas actividades» 1) presentando las acciones de luchas armadas como gangsterismo, pero sobre todo 2) igualando a los elementos más radicales del movimiento obrero que no tenían ninguna relación con estas acciones con los verdaderos culpables. Tenemos que hacer todo lo posible para que la verdad brille en estos dos puntos, sin mezclarlos.

La violencia revolucionaria no es otro medio que se utiliza porque otros medios se mostraron ineficaces. Tampoco es una defensa contra un ataque, como si siempre tuviéramos que defender una acción violenta presentándonos como «defensivos». Las teorías de la violencia defensiva simplemente le hacen el juego al enemigo. Además, no es un fin en sí misma y no encuentra su justificación en sí misma. Se utiliza (como violencia material, psicológica, etc.) para la consecución de un fin. En este sentido pertenece a toda sociedad, incluso a la comunista que incluirá conflictos ya que toda relación implica un conflicto. Ni la armonía ni la anarquía existen en una situación absoluta y estática; una determina a la otra. En la sociedad comunista, los individuos y los grupos -que tendrán en todo momento la capacidad de transformar sus vidas- tendrán conflictos y, al mismo tiempo, los medios para abordarlos sin herir o mutilar a otros o a sí mismos. El contenido mismo de «violencia» adquiere así un sentido tan nuevo, que el término se utiliza aquí sólo por razones técnicas: es el lenguaje de la sociedad contemporánea-prehistórica.

La violencia es el carácter esencial de la sociedad existente frente a la naturaleza contradictoria del capital. Incluso en periodos de prosperidad y paz el capital destruye bienes y personas, deja inutilizadas ciertas fuerzas productivas, crea hambre. Es bien sabido que el automóvil ha matado a más franceses que la 2ª Guerra Mundial. La violencia también es ideológica: obligar a la gente a hablar una lengua específica, borrar el pasado histórico local, imponer una práctica sexual estrictamente definida. El capital lleva a cabo incluso el asesinato de los muertos, es decir, del trabajo pasado acumulado por las generaciones anteriores, cuando descuida o destruye la infraestructura material que no quiere o no desea mantener. El capital, simplemente por su función, deteriora y aplasta los cuerpos y los espíritus. La porra es una excepción. El «Estado policial» es un elemento componente y el producto de un fenómeno mucho más generalizado.

La resistencia colectiva contra el capital incluye la violencia como medio para la destrucción de las relaciones sociales opresivas. O, en realidad, algo más: el aislamiento se suprime en una práctica colectiva que es, entre otras cosas, violenta. Durante la revolución, la comunidad humana resurge a través de la violencia. La violencia es un medio para la alteración de las relaciones de producción y su uso en esa dirección es un acto colectivo. Así, la violencia se convierte en una forma positiva de rechazar la organización social, desde el momento en que se vuelve contra sus raíces.

Algunos individuos o grupos se ven obligados a organizar el uso colectivo de la violencia para imponer la satisfacción de sus reivindicaciones. En la Francia contemporánea, raramente se plantea la cuestión de la violencia revolucionaria en las actividades radicales; pero se convierte en una cuestión de vitalidad creciente cuando la lucha contra el Estado, la izquierda y de extrema izquierda, toma la proporción de un conflicto abierto y es necesario imponerse prácticamente para poder expresar y desarrollar ciertas actividades. En España, las relaciones sociales promueven una necesidad más apremiante de recurrir a la violencia, incluida la lucha armada: de esta manera, ciertos deberes «militares» son más apremiantes. Pero, incluso en este caso, la violencia es el resultado de necesidades sociales que no pueden satisfacerse de otro modo, y no de la lógica autopotenciadora de los mecanismos militares, desvinculados de la vida social y compuestos por personas que han comprendido la necesidad de recurrir a la lucha armada y, en consecuencia, se organizan y reclutan para ello.

El movimiento se ve obligado a recurrir a la violencia, y en la organización de esta violencia, para satisfacer ciertas necesidades. Por supuesto, en este sector, la improvisación total conduce al fracaso. Pero tampoco una forma de organización constante y especializada tendrá mejores resultados. La «preparación» para el uso de la violencia no es tarea de grupos organizados exactamente con esa perspectiva: es una cuestión de vínculos y medios que existe en el proletariado y a través de él. El proletariado no es sólo el «paria» y la negación de esta sociedad: para rechazar su condición, pone en práctica los propios medios que le ofrece la «experiencia proletaria», su existencia social y su función. Encuentra en su propio ser los elementos de su programa, pero también los medios para realizarlo. En el plano social, la lucha armada se desarrolla principalmente en la red de relaciones que son consecuencia de la existencia del proletariado. La «preparación» para la revuelta es principalmente una cuestión de teoría, compromiso en las luchas sociales, contribución al progreso de ciertas ideas, creación de relaciones y contactos, etc. No es necesaria la creación de unidades militares «especializadas» con una etiqueta y con una organización orientada al uso de la violencia. Toda acción puede llevarse a cabo con la colaboración de individuos y grupos que no están organizados ni especializados, y debe juzgarse en función de su contenido y no de la lógica de los grupos «militares» especializados. La necesidad de una etiqueta significa que una organización de lucha armada adopta como criterio la violencia en sí misma y no las actividades relacionadas con las necesidades reales. La lógica guevarista de la lucha guerrillera consiste exactamente en la creación de un polo militar desvinculado de cualquier movimiento social. Cuando un grupo se considera el núcleo de un futuro ejército «revolucionario», actúa al margen del proletariado y, en la mayoría de los casos, contra él; tiende así a transformarse en un micropoder, en una especie de Estado preliminar que se presenta como candidato a sustituir al viejo mecanismo estatal.

En España existe una conexión directa entre actividad revolucionaria e infraestructura «militar», ya que toda actividad entra en conflicto desde el principio con la violencia militar del Estado (represión de huelgas, de concentraciones/manifestaciones, de la distribución de textos, etc). La necesidad de una infraestructura «militar», es decir, de una organización de la violencia, es pues evidente. Pero existe un problema: ¿qué tipo de infraestructura? En nuestra opinión, esta infraestructura no debe ser un fin en sí misma, sino el instrumento que permita la realización del resto de actividades, porque son ellas las que desempeñan el papel decisivo. Cuando, por ejemplo, se imprime un folleto, el problema es que circule, y no mantener una estructura «militar» que podría ser necesaria para traerlo al país desde el extranjero. La organización revolucionaria organiza las diversas tareas específicas que componen su razón de ser, y no a sí misma. Su objetivo no es apropiarse de las luchas para incluirlas en sus realizaciones: al contrario, se asegura de que su actividad pertenece teórica y materialmente a todos, y de que ayuda, cada vez en mayor medida, a las iniciativas que no parten de ella y escapan a su control. Las organizaciones políticas hacen exactamente lo contrario. Hay que añadir que la primera forma de organización se revela más eficaz contra la represión.

Por supuesto que puede haber grupos de lucha, pero sólo como medios para la lucha de clases. El objetivo es la expresión más eficaz posible de las perspectivas subversivas dentro de las luchas sociales -que incluyen el potencial de la lucha armada dentro de este marco- y no la existencia de grupos militares bien organizados y listos para todo. En este último caso, los grupos que se formaron al margen del proletariado seguirán siendo externos a él. La organización de la organización, por un lado, y la organización de las actividades concretas, por otro, dan lugar a relaciones totalmente diferentes en el seno del movimiento social y de la clase obrera.

La práctica de los revolucionarios españoles no apuntaba ni a la formación de un mecanismo militar ni al terrorismo contra individuos o edificios que representan el orden de cosas existente, sino al cumplimiento de una función material limitada. Pero toda actividad reproduce las condiciones de su existencia que tienden a perpetuarla más allá de los límites de su función. Cuanto menos poderoso es el movimiento social, más se transforman los medios en objetivos. Así, la organización de actividades armadas en la ilegalidad tiende a crear su propia lógica de autopotenciación: nuevas necesidades financieras, razones para nuevos robos, etc. La única manera de escapar a esta dinámica es tener una concepción clara de los objetivos del movimiento. Es mucho más importante crear grupos de trabajadores y realizar robos si se cree que es útil, que organizar un mecanismo militar. El criterio decisivo no es ni la centralización ni la autonomía: la importancia reside en el contenido de sus actividades. Si se proclaman como un mecanismo constante y especializado, pierden todo contacto con las luchas sociales. Existe el proletariado que lucha y existen individuos que se organizan y que potencialmente pueden decidir cometer un robo; no una organización militar de la que se derivan todas las demás como consecuencias lógicas. Cuando es necesario, el movimiento social recurre a la violencia. Y [nota del traductor: palabra ilegible], los que no la utilizan, la explican y la justifican teóricamente.

El peligro sería recrear, con el pretexto de las necesidades prácticas, un nuevo tipo de revolucionario profesional, que sobresale del proletariado, no por insertarle la conciencia, sino por cumplir un deber que el proletariado, «abandonado a sus propias fuerzas», es incapaz de cumplir. Reviviríamos así el «leninismo», sustituyendo un acto violento del proletariado (al que pertenecemos) por la actividad de grupos (centralizados o autónomos) compuestos por especialistas de la violencia. La historia del movimiento demuestra que los grupos de lucha que se organizan al margen del proletariado acaban, independientemente de sus buenas intenciones, por autonomizarse de la lucha de clases, reclutando a personas muy distintas de los proletarios revolucionarios y actuando por cuenta propia: por dinero, por autoproyección o simplemente por su supervivencia. Esto es lo que ocurrió con los bolcheviques. La comprensión del fenómeno es condición necesaria para una crítica radical del leninismo.

La revuelta destruye personas y bienes, pero con el propósito de destruir una relación social y en la medida en que lo consigue. Violencia y destrucción no son idénticas. La violencia es principalmente la apropiación de algo con medios dinámicos. La violencia revolucionaria es una apropiación colectiva. Aunque el capital necesita destruir para triunfar, el movimiento comunista significa, por el contrario, el control de las personas sobre sus vidas. Las concepciones «positivistas» o «racionales» o «humanitarias» descuidan el verdadero problema.

Los capitalistas de Estado insisten en la adquisición de poder, mientras que de lo que se trata es de la adquisición de la capacidad de actuar, de transformar el mundo y a nosotros mismos. No necesitamos estructuras de poder, sino el poder de cambiar las estructuras. Además, hablan de armar al proletariado sin relacionarlo con el contenido del movimiento. La guerra civil le hace el juego al capital cuando se vuelve contra él. El problema no es armar a los trabajadores y su lucha armada, sino el uso de sus armas contra las relaciones de mercancías y el Estado. La guerra civil no es el bien absoluto opuesto al mal absoluto de la guerra imperialista. Una guerra civil puede ser totalmente capitalista y de hecho plantea dos facciones del Estado burgués como opuestas. El criterio para su evaluación deben ser las relaciones productivas y el ejército: mientras triunfen las relaciones de mercancías, y la violencia militar que las sostiene, no hay movimiento hacia la dirección de la subversión social. Siempre tenemos que plantear la cuestión de qué hace la violencia, qué hacen los trabajadores, aunque estén organizados en milicias; si apoyan a un poder que mantiene el capital, no es más que una forma más desarrollada de integración de los trabajadores al Estado. La guerra de España enfrentó dos formas de desarrollo del capital, diferentes pero antiproletarias. En cuanto las milicias obreras, que se formaron para luchar contra el golpe de Franco, aceptaron integrarse en el Estado democrático, hicieron las paces y prepararon una doble derrota: contra la Democracia (aplastamiento del proletariado de Barcelona en mayo de 1937) y contra los nacionalistas. En este caso el movimiento proletario volvió a ser una cuestión de contenido y sólo después una cuestión de forma.

En periodos no revolucionarios, los grupos radicales pueden tener como deber -entre otros y cuando sea necesario- una práctica violenta organizada. Pero no pueden actuar como una fracción armada o una parte militar del proletariado. Simplemente estos revolucionarios siguen siendo proletarios como los demás, que son llevados a entrar en un momento de lucha armada que se traduce en un cierto grado de ilegalidad. El peligro es que se consideren a sí mismos como un grupo separado y autónomo, destinado a utilizar la violencia indefinidamente. Si se autoproclaman y actúan como especialistas de la violencia, tendrán el monopolio de ésta y se desvincularán de las verdaderas necesidades sociales que existen en el movimiento subversivo. De hecho, tenderán incluso a no expresar sus propias necesidades. En relación con el resto del proletariado, se transformarán en un nuevo poder que busca su reconocimiento, como mecanismo primero militar y luego político.

El término «terrorismo» podría utilizarse en un sentido amplio como el uso del terrorismo: en este sentido el capital es por naturaleza terrorista. En sentido estricto, como práctica particular o en ocasiones estrategia, es la aplicación de la violencia en las partes vulnerables de la sociedad. Cuando no es un elemento constitutivo de un movimiento social, conduce a una violencia desvinculada de las relaciones sociales. En los países en los que existe una dura represión y en los que la clase obrera está atomizada, se produce una dinámica de terrorismo en las ciudades que pronto aparece como el conflicto entre dos mecanismos: por supuesto, la victoria pertenece al Estado. Del mismo modo que los trabajadores consideran a menudo las luchas políticas como un mundo por encima de ellos, observan a menudo el conflicto entre el Estado y los terroristas, contando las víctimas. En el mejor de los casos sienten una solidaridad moral. De hecho, podemos preguntarnos si este conflicto no contribuye en realidad a mantener el problema social como secundario.

Los medios pueden transformarse potencialmente en el fin: he aquí una verdad que no sólo se aplica a la violencia. La teoría, por ejemplo, un medio para comprender y actuar más eficazmente, puede reducirse a un sustituto de la acción. Los resultados de este fenómeno son, sin embargo, muy graves en el caso de la violencia. Nadie puede jugar con la «lucha armada». Hay acciones que, aunque no se trata de «condenarlas» (esa es la función de los jueces), no podemos ni apoyarlas ni considerarlas un hecho positivo. El capital desea la autodestrucción de las minorías radicales. Obliga a ciertos revolucionarios a sentir que ya no pueden soportarlo: una forma de neutralizarlos es obligarlos a tomar las armas contra él. No nos referimos a los «agentes provocadores», sino a la presión social. En tal caso no podemos decir que ciertos camaradas se vieron obligados a actuar así y ya está. Pues una función del movimiento social, así como de los grupos revolucionarios, es organizar la resistencia contra estas presiones. Por supuesto que la teoría no lo arregla todo. La comprensión de una cosa no significa que le siga una práctica correspondiente. Pero la teoría es una parte de la práctica y eso no podemos ignorarlo. Quienes aprueban o se niegan a criticar cualquier acto violento, caen en la trampa del capital.

Hay dos ilusiones. Se piensa que la violencia, por estar más directamente relacionada con la realidad, la transforma más que, por ejemplo, los textos. Pero la violencia, del mismo modo que los textos, puede ser utilizada como sustituto de otra práctica. Ser revolucionario tiene como criterio una tendencia real a subvertir lo existente. Al principio, Baader quería despertar al proletariado alemán, pero se encontró aislado, no numéricamente, sino socialmente. Llegados a este punto, debemos ocuparnos de la otra ilusión, relativa a la violencia de las «masas». El criterio nunca es numérico. Una pequeña minoría numérica puede llevar a cabo acciones violentas positivas, si forma parte de un movimiento social (algo que también se aplica a los actos no violentos). La acción subversiva no necesita refugiarse en las masas ni trata de impresionarlas con acciones particulares. Por definición, quienes oponen la «violencia de las minorías» a la «violencia de las masas», utilizan el término masas refiriéndose a los mecanismos que las organizan, los grandes partidos y los sindicatos.

Cuanto más contradictoria se vuelve la sociedad, cuanto más separa y atomiza a las personas, más se intensifica la necesidad de una comunidad. La violencia es revolucionaria y contribuye a la formación de la comunidad humana sólo cuando ataca los fundamentos de la sociedad existente. Cuando se limita a mantener ilusiones de pseudocomunidad, es contrarrevolucionaria y conduce a la destrucción de los grupos subversivos o a su transformación en estructuras de poder adicionales.

Estas observaciones no son más que una pequeña contribución a la discusión del problema y fueron recogidas apresuradamente con el propósito de ayudar a los camaradas españoles. Los encarcelados necesitan, por un lado, que resplandezca la verdad en relación con el carácter revolucionario de sus energías y también que se notifique su caso a la prensa para que se pueda presionar al tribunal; por otro lado, el movimiento revolucionario tiene que ocuparse de su defensa y del esclarecimiento de sus acciones. La ayuda «revolucionaria» no puede sino provenir de los propios elementos subversivos. De hecho, el segundo deber es una condición previa del primero, ya que no es posible esperar que la izquierda o la extrema izquierda ayuden esencialmente a quienes luchan contra ellas.

La solidaridad no tiene sentido fuera de una práctica: por eso las campañas habituales «contra la represión» son por definición acciones autopublicitarias de las organizaciones que las emprenden. El individuo sólo puede ofrecer su simpatía y las organizaciones especializadas en la solidaridad reúnen a estos individuos sin hacer nada. La solidaridad se basta a sí misma con organizar la solidaridad. De hecho, es muy reaccionaria cuando condena los «escándalos», en el momento en que el supuesto hecho escandaloso es un simple resultado de una causa que se sitúa convenientemente fuera del ámbito de la crítica. Acaban así denunciando o reordenando los hechos más evidentes de la represión social, al tiempo que salvan o modernizan el conjunto.

Hablando con propiedad, el movimiento revolucionario no organiza ningún apoyo particular. Sus miembros -individuos o grupos- se apoyan mutuamente de forma natural a través de sus actividades y se prestan la ayuda necesaria. El problema del «apoyo» sólo existe para los que están fuera del movimiento revolucionario. El movimiento subversivo sólo apoya a los que necesitan ayuda a través de la profundización de su acción, tanto en el campo de las relaciones y contactos como en el campo de la teoría.

Ni que decir tiene que cuando luchamos para que los acusados tengan un juicio «político» no exigimos ningún tipo de privilegio para los presos «políticos» frente a los presos «criminales». Podríamos identificar en su gangsterismo la tendencia extrema del capital a vivir con claros contras y a crear empresas sin capital, y a su vez demostrar que los acusados de Barcelona no son gangsters. Pero eso está lejos de exigir cualquier forma de superioridad de los presos «políticos» frente a los «criminales». ¡¡¡Como si cualquier persona que sepa reproducir algunas citas de Marx tuviera ventaja sobre los demás!!! Los presos «políticos» no son superiores a los demás. No exigimos que se les reconozca esta cualidad en nombre de un principio, sino como medio táctico para disminuir sus penas.

Mouvement Communiste, 1973

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