Publicado en el blog DDT21. Trad: Antiforma.
«La igualdad y la libertad no son lujos de los que se pueda prescindir fácilmente. Sin ellos, el orden no puede durar sin hundirse en una oscuridad inimaginable.» (Allan Moore, V de Vendetta, 1982)
«No renunciaremos a nada. Especialmente a reír, cantar, pensar, amar. Especialmente a las terrazas, a las salas de conciertos, a las fiestas nocturnas de verano. Especialmente a la libertad.» (Emmanuel Macron, tweet del 11 de marzo de 2020)
Es sorprendente que el presidente de la República haya escrito un tweet que, pocos días después, podría haber sido firmado por un grupo anarquista individualista particularmente radical. Es que el coronavirus que ataca al mundo está socavando algunas de nuestras convicciones. Nos hace sentir incómodos. ¿Cómo responder al juego a tres bandas que implica al Estado, a la población (incluyendo al proletariado) y la pandemia? ¿Cómo hacernos de un lugar en él? ¿Necesitamos un lugar en él? ¿Deberíamos quedarnos en casa? ¿Qué debemos hacer? ¿Qué solidaridad, qué «resistencia» debemos poner en marcha?
En primer lugar, no pierdas la cabeza. Lo que debe importarnos en la situación actual no es tanto mostrar que teníamos razón en nuestros análisis anteriores, ni buscar y hallar lo que (a primera vista) confirma nuestras posiciones, sino identificar lo que sacude nuestras certezas, aquello que no encaja. Tratar de ver, pese a la oscuridad y al aparente caos, lo que está pasando para así procurar entender lo que viene.
¿Estado estratega, o sobrepasado?
Sí, la pandemia de Covid-19 es inherente al modo de producción capitalista (deforestación, expansión urbana, éxodo rural y concentración de la población, ganadería industrial, flujos de personas y mercancías, transporte aéreo, etc.). En los países europeos, se acentúa por el desmantelamiento de los sistemas de salud como resultado de las diversas políticas neoliberales seguidas durante décadas y su gestión según el modelo corporativo (rentabilidad, «stock cero» y flujos just-in-time). El caso de Francia es ejemplar desde este punto de vista; en diciembre de 2019, una pancarta de los trabajadores de un hospital que se manifestaban decía: «El Estado cuenta el dinero, nosotros vamos a contar los muertos», y muchas personas se dan cuenta ahora de que no se trataba sólo de un eslogan.
Son innumerables los textos que lo demuestran, y muchos de quienes venían haciendo críticas radicales al capitalismo ahora las ven confirmadas: el capitalismo es el responsable, es el culpable, es mortal. Aún si el virus no hace diferencia entre clases, afecta principalmente a los proletarios, quienes, por su parte, no pueden recurrir a atención de salud privada de calidad. Las declaraciones de Agnès Buzyn revelaron a quienes aún tenían dudas el repugnante cinismo de nuestros gobernantes, que están dispuestos a salvar la economía «cueste lo que cueste», incluso haciendo morir a decenas de miles de pobres y ancianos (sin duda con la secreta esperanza de resolver al mismo tiempo la cuestión de las pensiones). Sin embargo, la cosa ha adquirido una envergadura completamente inesperada.
Más allá de la incompetencia del equipo de Macron, hay que reconocer que el estado francés está completamente desbordado por la situación; décadas de recortes presupuestarios en la administración pública están dando ahora sus frutos venenosos.
Los gobiernos, preocupados durante demasiado tiempo por servir a los intereses de la capa de capitalistas más poderosos (cada vez menos vinculados a ningún Estado nacional), han perdido de vista el papel del Estado capitalista: asegurar en un territorio determinado una estabilidad favorable a todos los capitalistas, más allá de sus intereses particulares. El mantenimiento de un sistema de salud pública eficiente, por ejemplo, cumple la función de que los empleadores puedan contar con trabajadores sanos, bajo ausentismo y mayor productividad. Pero los grandes grupos y las multinacionales, al no atacar directamente el costo de la fuerza de trabajo, han presionado al Estado para que haga reformas fiscales en su favor, con políticas de reducción de gastos y servicios, y gravámenes sobre los ingresos indirectos de los proletarios. Estas medidas obviamente llegaron demasiado lejos: sabíamos que a veces podían ser contrarias a los intereses particulares de los capitalistas menos poderosos (lo que explica en parte la presencia de pequeños patrones junto a los chalecos amarillos), pero con esto vemos que pueden ser contrarias al interés del conjunto de los capitalistas. Acompañadas de profundos recortes, ahorros y regalos fiscales a los más ricos, tales medidas han repercutido también en la (no) preparación para las crisis pandémicas, que muchos informes de expertos venían anunciando desde hace años: ha habido recortes presupuestarios en la investigación en virología y bacteriología, vaciamiento de las reservas nacionales de mascarillas, dependencia farmacéutica de los laboratorios privados, etc.
Acuciado por el Covid-19, el gobierno titubea y se demora en tomar las medidas, a priori de sentido común, que el personal sanitario exige, como la contención (recomendada por los epidemiólogos mucho antes del 17 de marzo) o la implicación de los centros de salud privados (aún cuando algunos de sus directores siguiendo pidiendo que se les requise). Durante semanas, no se previó siquiera un testeo masivo de la población: el Estado simplemente no tiene los medios para hacerlo. El mismo retraso ha entorpecido los estudios sobre tratamientos basados en cloroquina, una droga barata que gran parte del personal médico ha exigido que se utilice para tratar a los enfermos (puede que el aplazamiento se deba a la presión de los laboratorios que trabajan en una vacuna o en medicamentos antivirales muy caros). Combinada con los recortes presupuestarios en la atención de salud, esta negativa a tomar medidas tempranas por temor a sus repercusiones en la economía conduce, paradójicamente, a un desastre económico.
El gobierno se limita a ajustar su estrategia según lo que vaya faltando (mascarillas, solución hidroalcohólica, pruebas de detección, camas, cuidadores, etc.). Las mayores fortunas de Francia se ven obligadas a acudir al rescate del Estado -como el grupo LVMH, que adaptó rápidamente algunas de sus fábricas de cosméticos para producir alcohol gel para los hospitales, tras lo cual contactó a un proveedor industrial chino capaz de suministrar mascarillas, de las que ha ofrecido un stock inicial de 10 millones de unidades a las autoridades sanitarias francesas-.
La crisis del coronavirus ha dejado al descubierto las debilidades del Estado francés. Incapaz de asegurar una de sus funciones primarias -la protección de sus ciudadanos- se ha visto obligado, para ahorrar tiempo, a utilizar métodos autoritarios y represivos a fin de hacer que se aplique lo inaplicable: confinar a una parte de la población y obligar a la otra a trabajar a pesar del peligro.
¿Hacia la dictadura?
«La democracia se trata ante todo de construir poder… legítimo: sólo poder legítimo, y por lo tanto poder soberano. Es así que se trata, esencialmente, de un sistema de autoridad.» (Jacques Chirac, 1977)
Las normas de contención se impusieron a una gran parte de la población francesa el 17 de marzo, y fueron reforzadas una semana más tarde con un estado de emergencia sanitaria que otorgó al poder ejecutivo poderes especiales por un período de dos meses. En muchos países de todo el mundo se han introducido medidas «represivas»; en Francia, la contención ha adoptado la forma de un cierto número de prohibiciones: prohibición de reunirse, de salir de casa o de desplazarse excepto para ir al trabajo, por estricta necesidad; suspensión de actividades deportivas o lúdicas; prohibiciones que han ido acompañadas de un toque de queda nocturno en algunas ciudades, y que se materializan asimismo en la introducción de castigos por incumplirlas [1], mecanismo que en Francia no deroga lo que se conoce como «Estado de derecho» (es decir que el Estado se niega a contravenir las normas de derecho que él mismo se ha fijado).
Las encuestas (que debemos tomar con las pinzas habituales) indican que durante la primera quincena de confinamiento entre el 93% y el 96% de los franceses se mostraron favorables a ello, y que más del 80% deseaba que se reforzaran estas medidas (como lo solicitaban muchos profesionales de la salud) [2]. Hay que reconocer que, entre los países que han adoptado la estrategia del encierro, el Estado francés no es realmente el más estricto en cuanto a su aplicación (en materia policial y judicial) y a las restricciones impuestas, así que lo que algunos consideran una deriva fascista, otros lo consideran laxitud. Y si bien la policía sigue siendo fiel a sí misma, controlando principalmente a proletarios (sobre todo los que vienen de fuera de Europa) y ejerciendo acciones arbitrarias, en muchas ciudades pequeñas y medianas uno se sorprende de ver muchos menos policías que antes. Esto dista bastante de las patrullas que recorren las ciudades apaleando a cada transeúnte que pasa, como se puede ver en la India, o los cinco años de prisión que en Rusia arriesgan quienes no respeten el confinamiento.
No obstante, de los confusos intentos por gestionar la crisis algunos deducen que estamos en camino hacia una dictadura [3]. Ante lo cual uno se pregunta por qué los capitalistas franceses sentirían la necesidad de ello, cuando durante veinte años, de una manera muy democrática, los sucesivos gobiernos han llevado a cabo con éxito una guerra despiadada contra los proletarios, quienes han perdido casi todas las batallas, especialmente las más estratégicas: la revuelta de los chalecos amarillos es hasta ahora, desgraciadamente, sólo una excepción que confirma que los proletarios franceses son globalmente sumisos, están socialmente aplastados por años de caída del poder adquisitivo, desempleo, precariedad y, además, son conscientes de que sus organizaciones sindicales están desfallecientes y carecen de perspectiva política. Hay que ser un observador y analista muy pobre (o un ideólogo auto-intoxicado) para creer que las medidas de contención tienen por objeto aumentar el control y la obediencia de la población, que esta limitación de la libertad (de movimiento) tiene por objeto silenciar a los críticos del capitalismo.
En materia de obediencia y transgresión, el Estado ya cuenta con herramientas particularmente poderosas: trece o catorce años de adoctrinamiento casi diario para cada ciudadano (educación nacional), medios de comunicación, deportes, cultura, familia, tablets, Pornhub, 4G, pronto 5G, etc. El Estado ya está usando estas herramientas. En realidad, no hay ninguna ruptura; el aislamiento y la fragmentación, el quedarse en casa, el miedo a los demás, las restricciones policiales, la vida reducida a lo virtual, todo esto no es más que una versión más intensa de la realidad que los proletarios vivían desde antes, que ya habían aceptado y que, globalmente, están aceptando hoy.
Por otra parte, la crisis de Covid-19 ha puesto freno hasta cierto punto a algunas de las herramientas del Estado, y esta no es la menor de las inconsistencias de su «plan maquiavélico» o su estrategia «liberticida». Cabe señalar, por ejemplo, que parte de su aparato represivo, en particular los tribunales, se ha ralentizado y se ha debido poner en libertad de forma excepcional a varios miles de condenados; que las medidas de contención afectan actualmente a 10.000 policías (y a cientos de militares), a veces a unidades enteras, debido a casos sospechosos de coronavirus; que el Ministerio del Interior se ha abstenido (al menos inicialmente) de imponer el confinamiento en determinados barrios, en particular aquellos en los que viven proletarios de origen inmigrante no europeo, simplemente porque no dispone de los recursos materiales y humanos para hacerlo [4]; que el Consejo de Estado rechazó la solicitud de confinamiento total presentada por varios sindicatos de médicos (22 de marzo); que en algunas ciudades en las que el municipio había decretado el toque de queda para reforzar el confinamiento, esta decisión fue revocada por el prefecto (es el caso de Aubervilliers, por ejemplo); que el confinamiento viene a perturbar también algunas de las instituciones más alienantes de la sociedad: aparte de la escuela, uno obviamente piensa en el consumismo, la enseñanza religiosa, las misas, la predicación y otras oraciones colectivas. Por último, que detener una gran parte de la producción y el consumo no parece, por el momento, traer grandes beneficios a los capitalistas.
Sí, por supuesto, el Estado utiliza a los agentes de policía para tratar de hacer cumplir la contención [5]. Sí, desde luego, el Estado aprovecha la situación para probar nuevos dispositivos, como el uso de drones para vigilar y regañar a los transeúntes, o una colaboración más estrecha con los operadores de telefonía para la gestión y el seguimiento masivo (estadísticas, dinámica de movimientos, etc.)… sí, obviamente, la policía ha estado haciendo progresos constantes en la represión desde el siglo XIX. Pero, más allá de la propaganda, los medios de comunicación y las multas, el despliegue militar-policial es el instrumento básico del Estado para imponer medidas excepcionales y restrictivas (en este caso, el confinamiento) a «individuos» libres e iguales, lo cual es la base de la formación del modo de producción capitalista (en detrimento de grupos y comunidades preexistentes) [6]. Si el Estado lograra imponer el mismo resultado con animadores cordiales, ¿no sería peor? En cualquier caso, todo esto es incomparable con el encuadramiento de ciudades enteras implementado por la dictadura china; allí, además de la policía y el ejército, hay también milicias ciudadanas y miembros del partido asegurando la eficacia de innumerables puestos de control a la entrada de los barrios y edificios (cuando el Estado no es lo bastante firme, son los habitantes los que se organizan para construir barreras o muros y denunciar a los «extranjeros»).
El uso del ejército en el contexto de esta crisis no es nada excepcional, casi todos los países afectados han recurrido a él; pero la forma en que el gobierno francés utiliza su herramienta militar confirma su amateurismo y debilidad, más que su autoritarismo. El 25 de marzo, Macron puso en marcha la Operación Resistencia, que creó un marco para el apoyo del ejército a los servicios públicos, principalmente en los ámbitos de la salud y la logística, incluyendo el uso de hospitales militares, la (laboriosa) instalación de un hospital de campaña en Mulhouse, la evacuación de los enfermos por aire y por mar, etc. Esta movilización fue en última instancia bastante pobre, lo que demuestra que las restricciones presupuestarias también han afectado al Servicio de Salud de las Fuerzas Armadas [7].
Actualmente se están desplegando dos porta-helicópteros en el Océano Índico (Reunión y Mayotte) y en el archipiélago de las Antillas, para dar apoyo logístico a los hospitales de esas islas (transporte de equipo médico, suministro mediante una flota de helicópteros), o incluso para aliviarlos de algunos pacientes convencionales (no de los que padecen Covid-19); se decidió apresuradamente un envío de barcos mal adaptados para ayudar a evacuar a los franceses de esas regiones o ayudar a la represión en caso de una insurrección posterior al confinamiento.
Pero lo que ha causado más revuelo en las redes sociales militantes es que la Operación Resistencia también permite a los prefectos requisar personal militar, no para imponer la contención ya que, como sabemos, los militares no tienen atribuciones policiales, sino para proteger los sitios que se consideran «sensibles» o «estratégicos». En un momento en que las empresas de vigilancia están desbordadas, se les ha pedido que desempeñen el papel de guardias, como lo hicieron en el pasado en las estaciones de ferrocarril. Se les ha enviado a custodiar, en particular, una fábrica que produce mascarillas médicas en el departamento de Maine-et-Loire, una fábrica de medicamentos en el Gard y varios hospitales. Lo más sorprendente es que algunos prefectos decidieron que estos soldados patrullaran las «zonas comerciales» (donde se vieron peleas por el papel higiénico e intentos de robo, pero no el espectro del saqueo, por el momento). El efecto disuasivo ciertamente alivia la carga de las patrullas policiales, pero es difícil ver dónde ha podido el ejército reclutar personal para estas tareas; el volumen de personal reportado por la prensa y los vehículos utilizados sugieren que por el momento estamos tratando con un re-despliegue de parte del dispositivo Centinela(9). Si no se trata de un simple «golpe de estado», este uso de los militares como guardias de seguridad de los supermercados estaría mostrando que el nivel de la fuerza policial en Francia se ha deteriorado considerablemente [10].
La movilización del ejército, como podemos ver, es bastante baja, y la repatriación de 200 soldados de Irak no cambia esto. Si la crisis se agrava, el ejército debería, para aumentar su apoyo (por ejemplo, en la evacuación de cadáveres de ciertas ciudades, como hemos visto en Italia), movilizar a sus reservistas, lo que no es el caso actualmente, ni tampoco el de la gendarmería (que tal vez conserva los suyos propios para el período posterior al confinamiento).
En realidad, el discurso sobre el «estado policial» o la «militarización» no explica nada de lo que está sucediendo. Desde hace años el capitalismo se enfrenta a una crisis de valorización, y sus márgenes de negociación con la clase obrera son nulos. Los países capitalistas centrales tienen que manejar esta situación en que las relaciones de clase son tensas, por lo que se están dotando (de acuerdo con sus limitaciones presupuestarias) de nuevas herramientas represivas para hacer frente a una posible crisis, que, si estallara, podría ser muy violenta (los chalecos amarillos dieron una pequeña idea de esto). La crisis sanitaria que estamos experimentando hoy en día es parte de esta tendencia histórica. La creciente necesidad de control de la población es, por definición, una obsesión del Estado, pero no es la fuerza motriz de la historia, ni la razón de ser de la contención. Con escasos beneficios económicos, es la consecuencia de las limitaciones del sistema de salud tal como está hoy en día (es decir, tal como ha sido desmantelado). Y es una contradicción de la configuración actual del capitalismo.
Si Francia se convirtiera en una dictadura, no sería ciertamente por la hiperpotencia y omnipresencia del Estado francés, sino -quizás algún día- por su debilitamiento generalizado, por su incapacidad para asegurar la cohesión de la sociedad [11]. Aún no hemos llegado a ese punto. Una cosa es cierta: leer el mundo a través de la lente de la dominación y la represión no nos ayuda a ver con claridad en tiempos de crisis [12].
¡Viva la muerte!… ¡y la libertad!
«La oposición entre el trabajo y la libertad no constituía ya, desde hacía mucho tiempo, como habían oído decir, un concepto riguroso; no obstante, era lo
que les determinaba primordialmente.» (Georges Perec, Les Choses, 1965)
Al menos quince días antes de que se decretara el confinamiento, quienes anunciaron que se abstendrían de besarse fueron señalados burlonamente como paranoicos. Por cierto, hubo un llamado a acudir a París para lo que sería el último «acto» de los chalecos amarillos (el 14 de marzo), pues la epidemia se estaba afianzando en Francia. ¿Era esto «razonable»? ¿Pero acaso el Estado no estaba llamando a participar, al día siguiente, en las elecciones municipales? Es cierto que durante mucho tiempo los medios de comunicación hablaron de una simple gripe algo «molesta», sólo peligrosa para los ancianos más frágiles. Pero una mirada más atenta a lo que estaba sucediendo en China, Corea y luego Italia dejó en claro que el problema del coronavirus no era sólo un espectáculo. Entonces, ¿podríamos ser más razonables que el gobierno? El anuncio de contención cambia el panorama, el Estado toma decisiones que deben ser firmes y enérgicas (incluso si vienen con semanas o meses de retraso). Si bien muchos proletarios asalariados excluidos del encierro comprenden rápidamente que tendrán que luchar para permanecer en casa, algunas reacciones de los activistas radicales, aparentemente minoritarios pero muy presentes en las redes sociales, son lo que más sorprende.
En primer lugar, hay quienes espontáneamente llegan a la conclusión de que lo que se precisa es hacer lo contrario de lo que pide el Estado, y rechazan el confinamiento por «razones ideológicas»: aquí estaría en juego la libertad, nada menos, e incluso, sobre todo, la suya propia. Pero, ¿qué es esta libertad individual que debe ser preservada, si no la libertad de seguir con la vida diaria como antes? [13]. Algunos de ellos seguramente creen que las «personas» hacen una elección consciente, cada mañana y después de una reflexión madura, de someterse e ir a trabajar, en lugar de rebelarse. Los más motivados lanzan llamadas en Internet (desde sus casas) a no respetar el confinamiento, a organizar picnics o incluso conciertos punk contra el «totalitarismo» [14], creyendo sin duda que la amistad, el anarquismo o la autonomía, al igual que la religión que otros profesan, les protegerá del virus: «¡No nos contagiaremos, somos cuidadosos!». «Sabemos lo que pasó en la época del SIDA». Pero la acumulación de muertes, el contagio de unos pocos camaradas, parientes o miembros de la familia, y el cierre de puertas, han superado a menudo su fervor rebelde.
Luego están los que afirman que es necesario aprovechar este período de debilidad del Estado para «atacarlo»; que su colapso abrirá un período radiante de autoorganización de los individuos que finalmente sean libres, y propicio para los experimentos más libertarios. Ellos ven el capitalismo sólo como una superestructura, y el Estado como su arsenal policial. Bastaría con «fastidiarlo todo» para que no quede nada que no tenga el aspecto de una relación social. Desde este punto de vista, es obvio que la estrategia más apropiada sería atacar los servicios de salud, las ambulancias y los hospitales (algunos de estos servicios ya han sido blancos de ciberataques) [15] o, más radicalmente, la red de distribución de electricidad, para completar la desorganización del sistema, para acelerar la propagación del virus que diezmará las filas de los funcionarios, ¡especialmente de la policía! Mientras tanto, no saben si fomentar el robo de mascarillas o abogar por su destrucción… Ningún grupo se ha atrevido hasta ahora a detallar en ningún Indymedia las implicaciones de una estrategia tan «revolucionaria», que, sin duda, también nos trae a la memoria a los eco-terroristas y a quienes añoran el Estado islámico [16]. Una posible revolución que destruyera el capitalismo, el Estado, las clases, el valor, el dinero, los salarios, el género, etc., por muy violenta y devastadora que fuera, no puede confundirse de ninguna manera con esa triste fantasía de caos mortal..
No nos detendremos en quienes se alegran de que el virus ataque a los humanos y no a los animales, ni en esos que al principio se alegraron de que sólo se la infección se dirigiera sólo a «los ricos», «los blancos», «los infieles», etc.
En cambio, nos permitiremos hacer una breve pausa en un adjetivo/concepto que ha vuelto a ponerse de moda y que contribuye a enturbiar la crítica al Estado y al capital: el de liberticidio. Pasemos por alto lo que subyace a esos discursos quejumbrosos sobre el «Estado liberticida», es decir, la reivindicación de otro tipo de Estado. Nos gusta pensar y decir que «cuando las ideas mejoran, el sentido de las palabras participa de ello», lo que no es del todo cierto desde hace ya un tiempo (en varios temas). El sufijo -cidio se refiere a la acción de matar (como en regicidio o en genocidio) a fin de deshacerse de la víctima por lo que es o por lo que representa (un rey o un pueblo). Si aplicar medidas de contención convirtiera al Estado en liberticida, entonces con esas medidas estaría procediendo a matar las libertades. En el mejor de los casos esto supone confundir la forma con el fondo, y en el peor, en este caso semántico, travestir las condiciones de un proceso mal identificado.
En una sociedad cuyos miembros no se ocupan de sí mismos, en que el Estado se encarga de la organización social de un territorio, sus habitantes y su libertad, es de perogrullo decir que el confinamiento limita la libertad de movimiento, tanto como lo es decir que la prisión confina. Pero reducir el Estado a su sustancia autoritaria es olvidar que la historia de su construcción y desarrollo es inseparable de la historia del capitalismo, que su acción está íntimamente ligada a la conflictividad entre las clases del capital y del trabajo y que, en este marco, la libertad que nos garantiza es por definición una libertad relativa y fluctuante. La verdadera dominación en nuestra sociedad capitalista no es tanto la de la autoridad legal, o la violencia estatal, como la de un capitalismo que ha penetrado en todos los sectores de la vida, y cuyo poder material reside en nuestra dependencia del trabajo y el dinero para nuestra propia reproducción. La acción del Estado, sobre los otros, es parte de la dinámica del capitalismo, y el concepto de libertad está de momento circunscrito a este marco -los chalecos amarillos, cualquiera que sea su categoría social, lo entendieron bien cuando pidieron al Estado realizar reformas (reducir las cotizaciones patronales o aumentar el salario mínimo). ¿Cómo sería una sociedad («comunista» o «anarquista») en la que las clases y el Estado hubiesen sido abolidos hace ya mucho tiempo? Evidentemente, no estaría libre de conflictos o dramas (una epidemia, por ejemplo), pero ¿qué pasaría con la autoridad o con los fenómenos de dependencia? ¿Cómo se harían las elecciones individuales y cómo se equilibraría la conciencia individual y social, especialmente en tiempos de crisis? ¿Seremos «libres»? Estamos seguros de una cosa: el marco para esta discusión será mucho más apropiado y ameno.
¿Auto-organizarse es ayudar al Estado?
«¿Qué tiene de idealista la cooperación social, la ayuda mutua, cuando no hay otro medio de sobrevivir?» (Ursula Le Guin, Los desposeídos, 1974)
La libertad, ¿es también la libertad de obedecer, incluyendo las órdenes del Estado? ¿La orden de confinamiento? Hay que reiterar aquí que el gobierno francés impone tales medidas sólo a regañadientes, que está obligado a hacerlo, y que parte del gremio médico ha exigido, en vano, medidas de contención mucho más estrictas, porque «al salir la gente se están matando entre sí». Entonces, ¿el confinamiento es una respuesta a las demandas del gobierno o es una respuesta a las demandas del personal sanitario?
A menudo se ha dicho, por escrito, que el capitalismo es la causa del problema y por lo tanto no puede ser la solución. El eslogan es hermoso, pero ¿es correcto bajo toda circunstancia? Se podría decir lo contrario: que los capitalistas son los más indicados para manejar un virus capitalista en un mundo capitalista… Más allá de la retórica, ¿qué alternativa concreta existe para nosotros hoy en día? Sin el estallido inmediato de una revolución mundial, ¿qué medidas de inspiración comunista o anarquista podemos (nosotros, los autoproclamados revolucionarios) poner en práctica o proponer a la población para contrarrestar eficazmente el virus (aparte de las ya preconizadas por el gobierno o los proveedores de servicios de salud)? Casi ninguna. ¿Es esto dramático?
Como suele ocurrir en tiempos difíciles, la respuesta de la población está hecha de actos reflejos: individualismo, retraimiento, miedo y rechazo de los demás… Pero ¿qué representan cuantitativamente? Los actos de solidaridad o de autoorganización a pequeña escala se multiplican en las familias, entre vecinos o colegas, a menudo a través de las redes sociales: ocuparse de los ancianos del barrio y hacer las compras, ocuparse de los hijos de quienes trabajan, entregar tuberías y material para hacer máscaras de protección, echar una mano a una asociación benéfica (hasta entonces criticada), organizar rondas para distribuir comida a los sin techo (porque las asociaciones caritativas se mueven en cámara lenta), etc. No es el embrión de una revuelta o de una nueva sociedad por nacer, ni tampoco es ayuda para un Estado fallido, pero probablemente es lo menos que se puede hacer. La solidaridad a la que nos llama Macron no es para él, es entre nosotros que debemos ser solidarios y, como podemos ver, «distanciamiento social» no es necesariamente sinónimo de aislamiento [17].
¿Y qué hay de los militantes? ¿De los infokioscos, bibliotecas, casas ocupadas y otros locales colectivos que existen en toda Francia? ¿Acaso se podía imaginar otra cosa que sus puertas cerradas y sus ocupantes replegados a Internet? ¿Era posible transformar estos lugares en grupos de lucha «contra el Estado, contra la corona»? ¿Aportar un excedente revolucionario a esa autoorganización espontánea hecha de pequeños gestos al borde de la caridad; no contentarse con distribuir mascarillas sino, por ejemplo, ayudar a bloquear las empresas en las que se obliga a los empleados a acudir a trabajar? Esto parece ser, excepto a una escala ínfima, poco realista. En primer lugar por la relación de fuerzas, es decir, por el estado de las fuerzas en el ambiente militante (con o sin comillas) de izquierda, anarquista o autónomo, descompuesto por las teorías posmodernas de moda, presa del oportunismo, de las divisiones ideológicas y de las disputas de ego, concentrado en las redes sociales, etc. Pero no sólo por eso. Se podría argumentar, por ejemplo, que en realidad la crisis sanitaria no es tan grave, que el Estado no está sobrepasado y que los cientos de miles de muertes que algunos habían previsto no se producirán, cosas que son evidentes después de cuatro semanas de confinamiento. Nos parece que esto plantea una serie de cuestiones, en particular en lo que respecta a la intervención, por ejemplo: ¿todas las situaciones favorecen la insurrección? ¿todos los períodos de crisis, o al menos de crisis del Estado, favorecen la autoorganización de los proletarios? Pero, sobre todo, ¿el destino del proletariado, de la humanidad o del planeta depende realmente de estas cuestiones?
Al momento de escribir estas líneas, más allá de la debilidad de los medios militantes y contrariamente al período de los chalecos amarillos, el principal obstáculo a la acción es que no hay ningún movimiento de revuelta o de resistencia al cual unirse.
La resistencia de los proletarios
«No, no me voy a quedar en casa, no voy a volver a poner un pie en esa cárcel, ¡es demasiado asqueroso!» (Jocelyne en Pierre Bonneau, La Reprise du travail aux usines Wonder, junio de 1968)
«Ya no soportaba seguir encerrado con mis compañeros de trabajo, así que me inscribí en un trabajo temporal» (Un camarada, marzo de 2020)
Frente a la doble orden contradictoria del gobierno de quedarse en casa, pero de seguir trabajando al máximo (proteger a la población, salvar la economía), frente al cinismo y la aparente incompetencia de nuestros gobernantes, es palpable un cierto descontento. Pero no se producirán muchos conflictos, porque cientos de miles de empresas elegirán el mecanismo «excepcional y masivo» de desempleo parcial propuesto por el gobierno. Y aunque muchos trabajadores se sienten despreciados, tratados como carne de cañón, ningún movimiento de protesta parece estar surgiendo en este momento. El efecto más intenso de la crisis es la parálisis.
Ciertamente se han producido algunas huelgas, sobre todo durante la primera semana de confinamiento [18] debido a la falta de medidas sanitarias en algunos lugares; los huelguistas exigían una mejora de las condiciones de trabajo o el cierre de la empresa y la implantación de una jornada reducida. En algunos casos ha estallado la ira cuando los trabajadores descubren que parte del personal directivo de su empresa ha desaparecido, optando por el teletrabajo, mientras que ellos están condenados a arriesgarse. Puede que también se hayan producido algunas huelgas tras descubrirse un caso de coronavirus entre el personal y, en algunos casos, para obtener una bonificación excepcional por el riesgo que corren los empleados. Sin embargo, estas batallas parecen librarse con métodos bastante tradicionales y, en general, con un apoyo sindical bastante mediocre (por ejemplo, un paro de medio día por parte de algunos funcionarios).
Cabe señalar también que, en muchas empresas, los proletarios han hecho valer su «derecho de retirada», que permite a un empleado dejar de trabajar debido a un «peligro grave e inminente para su vida o su salud», sobre todo a título individual, aunque también a veces colectivamente, como forma indirecta de hacer huelga. La tasa de ausentismo ha aumentado considerablemente desde el inicio de la crisis, en particular en sectores como el de la elaboración de alimentos y la limpieza, en los que, según se informa, llega al 40% [19]. Por último, muchas empresas se han visto obligadas, bajo la presión de los empleados, a adoptar medidas sanitarias para evitar conflictos en este momento crucial; esto es particularmente cierto en un sector sometido a tensiones como el de la distribución masiva (sin duda con disparidades).
Pero, en general, las acciones colectivas de resistencia han sido, en definitiva, bastante escasas si consideramos que fueron casi todos los trabajadores los que se enfrentaron inicialmente al problema del riesgo, y luego probablemente entre una cuarta y una tercera parte de los empleados del sector privado los que se han visto obligados a seguir trabajando. Por el momento, la conciencia que algunos trabajadores han adquirido del carácter estratégico de sus puestos de trabajo (salud, distribución masiva, logística) no ha aumentado automáticamente su espíritu de lucha. El trabajo asalariado es una relación social que niega la humanidad del trabajador. Pero la actualización, el descubrimiento para algunos, de esta verdad, va acompañada de otra: la de un proletariado ampliamente fragmentado y atomizado. El miedo y la inseguridad que sienten muchos trabajadores aumentan las tensiones y, en este período de epidemia, no faltan relatos de comportamientos individualistas en el lugar de trabajo. En tiempos de incertidumbre se puede reforzar tanto la solidaridad como el egoísmo; la presión moral y patronal sobre los trabajadores, según la cual el destino del «país» depende de su actividad, contribuye a la división interna entre «responsables» e «irresponsables». La crisis parece empujar a la mayoría de ellos a aceptar «sacrificios» para la «supervivencia» de la población.
Los que se han declarado en huelga o, en la mayoría de los casos, han ejercido su derecho a retirarse, no lo han hecho para evitar ir a trabajar, ni en protesta contra las medidas de seguridad del gobierno, sino para evitar ir a trabajar en esas condiciones [20]. Sin embargo, es en efecto la lucha de clases lo que se manifiesta en la contradicción entre los intereses de la producción y del comercio, y los de los trabajadores, en este caso su salud.
Es imposible saber hasta qué punto este descontento puede haber contribuido al cierre de empresas. Sin duda ha contribuido a un movimiento más amplio de parálisis general en el país durante esta primera semana de cuarentena. Las huelgas tuvieron un efecto de bola de nieve desde las fábricas chinas hasta las industrias francesas (por ejemplo, debido a la falta de piezas de recambio), a través de la cadena de subcontratistas y la caída brusca de los pedidos (el consumo en Francia ha disminuido en un tercio desde el 17 de marzo)[21], efecto que se amplifica por numerosos factores disruptores, entre ellos el cierre de escuelas.
La situación de la economía francesa y de los 26 millones de asalariados que trabajan en Francia es difícil de definir, sobre todo porque está cambiando (cierres/reanudación de la actividad), y las cifras disponibles son a veces contradictorias. Sin embargo, a principios de abril se pueden identificar algunos órdenes de magnitud:
El régimen de trabajo a jornada reducida, que, es cierto, puede ser sólo parcial, afecta actualmente a no menos de 9 millones de empleados, es decir, casi un empleado del sector privado de cada dos. Esta cifra refleja la estimación hecha de que la actividad económica se reduciría en un tercio como consecuencia de la crisis sanitaria (a finales de marzo), a pesar de que muchos proletarios que han perdido su empleo no se benefician de esta medida: los que simplemente han sido despedidos, los que tienen un empleo precario y no se les ha renovado el contrato, muchos trabajadores temporales y la masa de trabajadores no formalizados [22]. Como alternativa al problema del despido parcial o completo del personal, el plan de actividad parcial simplificado y ampliado, que no le cuesta nada a la empresa [23], le ofrece, por el contrario, mantener a sus empleados capacitados y disponibles, esto con el fin de permitir un rápido retorno al trabajo.
Para ello, el Estado tendrá que gastar decenas de miles de millones de euros; pero también es el precio que hay que pagar para evitar que la crisis sanitaria se vea agravada por un desastre social que podría desembocar en un conflicto abierto. Esta estrategia de mantenimiento de los ingresos -que incluye la ampliación de los seguros de desempleo, su pago anticipado, etc.-, obviamente no nace de un instinto filantrópico, sino por la necesidad de una relativa estabilidad social (por ejemplo, para evitar la cuestión casi tabú de la interrupción del pago de alquileres).
Y hay quienes siguen trabajando, la mayoría. Se estima que el recurso al teletrabajo, que también puede ser sólo parcial, afecta a 8 millones de empleados (aproximadamente una cuarta parte de la población activa, la mayoría de los cuales son directivos, pero también muchos empleados y funcionarios)[24]. El resto, es decir, una gran parte, si no la mayoría, de los que laboran «con las manos», seguirán trabajando en su lugar de trabajo, a pesar del riesgo de contaminación.
Aunque algunos sectores «obreros» fueron casi totalmente cerrados en marzo -la construcción, por ejemplo- muchas industrias ya están de nuevo en marcha. Después de haber contribuido en ocasiones al cierre de los yacimientos, los sindicatos están negociando ahora con la administración para organizar la recuperación general de la actividad económica [25].
En la industria automovilística, que está totalmente paralizada desde mediados de marzo [26], se han firmado acuerdos casi idénticos en Renault y PSA entre los sindicatos mayoritarios y la gerencia (no es difícil imaginar el equilibrio de poder en esas plantas que se han vaciado de trabajadores). Prevén el mantenimiento del 100% de los salarios de los obreros con jornada reducida (la parte no cubierta por el Estado será financiada por un fondo de solidaridad al que contribuye la empresa y, en forma de licencia perdida, por los propios empleados), medidas que garantizan la protección de la salud de los empleados, la reanudación gradual de la producción (para evitar la sobreproducción), el aumento de la flexibilidad laboral que permita intensificar la producción en caso necesario (por ejemplo, semanas de trabajo de seis días o un límite de licencias pagadas). Es probable que los acuerdos de este tipo se multipliquen en las próximas semanas. Esto demuestra que el papel de los sindicatos podría ser esencial para un buen regreso al trabajo, pero su grave debilidad seguramente va a ser lamentada por los empleados, los empleadores y el gobierno por igual.
Si bien la recuperación económica será gradual por razones sanitarias y técnicas, algunas personas también alegan razones sociales para esta lentitud. En efecto, después de tantas mentiras, cinismo e incompetencia, ¿cómo reaccionará la población a la inyección de miles de millones de euros en la economía, al «esfuerzo nacional» y a los nuevos sacrificios que se le pedirán? Muchos (especialmente en la comunidad de militantes) afirman que «el día después» habrá una expresión de ira sin igual. Obviamente, el gobierno también está considerando esta posibilidad.
Por supuesto, anhelamos un estallido así, aunque el nivel de resistencia de los trabajadores en este período de contención no es un buen augurio. Es cierto que la presión sobre los ingresos y los precios, el aumento de los alquileres y la caída del nivel de vida han empujado recientemente a muchos proletarios a la calle en una inesperada explosión de cólera sin precedentes en su forma (los chalecos amarillos); pero a este episodio siguió una movilización de proletarios contra la reforma de las pensiones que fue muy débil y se renovó, en su forma, con métodos clásicos. La dinámica de la lucha de clases no es mecánica. ¿Qué desencadena la revuelta? Ciertamente no el hecho de llegar al fondo (que sería un nivel de pobreza abismal o el establecimiento de una dictadura). En su último trabajo, el historiador y demógrafo Emmanuel Todd retoma a su manera la hipótesis del cambio, que relaciona con «la llegada masiva a la vida laboral de generaciones que (…) no conocieron el mundo más pobre de épocas anteriores; cuya existencia se inscribía, antes del declive de los últimos años, en un mundo próspero. Estas generaciones son las más sensibles a la caída». [27]
Si bien cabe esperar que la crisis contribuya a sacudir las ideas preconcebidas sobre el trabajo (su valor, su utilidad, su carácter esencial o no, la jerarquía de los salarios), es probable que el camino de la crítica de la explotación, que casi ha desaparecido del radar durante años, sea bastante largo. En cuanto al odio contra Macron y su gobierno, sentido por una proporción cada vez mayor de la población, es poco probable que lleve a la crítica del Estado. Por el contrario, la demanda (ya presente) de que éste regrese y el deseo de un gobierno competente y genuinamente al servicio del pueblo, y no al servicio de los capitalistas más poderosos, va a aumentar sin duda alguna. Más que la violencia de los chalecos amarillos, lo que amenaza con resurgir es su discurso interclasista, porque hay, en verdad, muchos «pequeños patrones» y artesanos que también están «sufriendo» la crisis.
El retorno a la vida social (nadie puede decir cuándo ni en qué condiciones sanitarias y de seguridad) estará marcada muy probablemente por disturbios de sábado mucho más vigorosos que los de los últimos «actos» de los chalecos amarillos -cuya dimensión ritual destinada sobre todo a los militantes sobremovilizados será inevitable-, pero también estará marcada por las maniobras de políticos astutos, a veces supuestamente radicales, que tratarán de vender su basura alternativa a proletarios hartos pero desorientados.
Fantasías suburbanas
Como sabemos, el término «suburbio» se refiere a los barrios donde viven principalmente proletarios, en su mayoría o muy principalmente de origen inmigrante no europeo. En los días siguientes al 17 de marzo muchas personas notaron, para su deleite o su pesar, que en algunos de estos barrios la vida cotidiana parecía poco alterada y que el confinamiento parecía no ser muy acatado [28]. En general, en lo que se refiere a los suburbios, lo que la extrema derecha denuncia la extrema izquierda lo celebra, y viceversa… Aquí las cosas son menos claras, menos obvias.
La dificultad para mantener el confinamiento en estos barrios podría explicarse por una combinación de factores específicos que los caracterizan: su alta densidad de población, viviendas hacinadas y deterioradas (a veces insalubres), una actividad generalmente más intensa y unos lazos de sociabilidad más desarrollados [29] que en otros barrios urbanos, una elevada proporción de proletarios obligados a seguir trabajando, el habitual rechazo, desconfianza e indiferencia hacia los poderes públicos, y a veces incluso un escaso dominio del francés (el idioma en el que se imparten la mayoría de las instrucciones sanitarias). Por último, una policía que no tiene ni las ganas ni, sobre todo, los medios para gestionar la multitud de pequeños motines que resultarían de una imposición estricta del confinamiento, y una jerarquía para la cual su aplicación en estos barrios «no es, al menos inicialmente, una prioridad»[30].
Por consiguiente, no es de extrañar que el 17 de marzo se hayan impuesto un gran número de multas en Seine-Saint-Denis, por ejemplo, el departamento más pobre de Francia, pero también que el coronavirus tenga por delante un brillante futuro entre los proletarios más vulnerables. Además, a finales de marzo se produjo una importante propagación del virus y una tasa de mortalidad muy elevada en este departamento. Si bien es indudable que la culpa es de una cierta falta de confinamiento en los barrios populares (por las razones mencionadas anteriormente), otros factores explican por qué se facilita allí la transmisión de la enfermedad, como unos lazos familiares más estrechos y desarrollados (las personas mayores están más rodeadas de familia), un estado general de salud de los habitantes mucho peor que el promedio (debido a la precariedad), equipos médicos deficientes y una muy escasa atención médica urbana, todo lo cual aumenta los factores de riesgo [31]. Por lo demás, la situación parece variar de una ciudad a otra, de un barrio a otro: es distinta, por ejemplo, en un barrio muy popular y concurrido con muchas tiendas y mercados, que en esas mortíferas «urbanizaciones» donde los jóvenes proletarios varones se aburren al pie de los rascacielos en lugar de estar encerrados con el resto de sus familias en apartamentos estrechos (en resumen: la situación habitual, sólo que peor).
Pero este supuesto incumplimiento de las reglas de confinamiento, la imagen de personas (¿cuántas?) que viven «como de costumbre», confirma a algunos militantes universitarios en su idea de que habría allí un nuevo sujeto revolucionario; sin embargo, después de algunos días de indecisión, parece que el confinamiento ha empezado a respetarse tanto o tan mal en los suburbios como en el resto del país. La prensa diaria regional tampoco parece indicar que hayan aumentado los incendios de basureros o las emboscadas a policías o bomberos… ni tampoco, de hecho, que hayan disminuido -un incendio local, por ejemplo tras un «error garrafal» de la policía, sigue siendo una posibilidad, «como de costumbre».
¿Y mañana?
Hoy es imposible saber cuánto durarán la pandemia y la crisis sanitaria, pero la contención no puede continuar indefinidamente. Pronto se adoptarán medidas para iniciar la recuperación gradual de los sectores que actualmente están paralizados, sin que parezca poner en peligro la salud de los trabajadores (lo que parece poco probable sin una campaña de detección viral). En el período de transición posterior a la cuarentena se seguirán aplicando sin duda algunas normas de salud y seguridad (distanciamiento social, prohibición de reuniones, etc.), pero la vida cotidiana y el trabajo terminarán por reanudarse para todos. ¿Pero se reanudarán «normalmente»? Aunque constantemente se nos dice que nada volverá a ser igual, ¿el mundo del «después» será tan diferente?
Ciertamente, el período que se avecina amenaza con ser dramático. La reducción gradual de esta crisis sanitaria sin precedentes coincidirá probablemente con un período de crisis económica, mucho más clásica -y anunciada desde hace mucho tiempo-, que golpeará duramente a los países centrales: interrupción continua de la producción y del comercio mundial, quiebras de bancos, destrucción de capital constante, ahorrantes arruinados, millones de desempleados adicionales, etc. El mundo va a estar en estado de crisis. Aquí, una vez más, es imposible predecir el alcance o la duración de la crisis -por no hablar de la posibilidad de nuevas oleadas de epidemias- o si irá seguida de un aumento del crecimiento; además, ni siquiera sabemos cómo se recuperará la economía (dependiendo del sector) en los próximos meses. Pero las reconfiguraciones económicas cambiarán inevitablemente el rostro de la producción capitalista y pondrán fin al llamado período de globalización o neoliberalismo.
Ciertas tendencias, ya de por sí complicadas, se acelerarán sin duda alguna: deslocalización de ciertas industrias hacia los países centrales [32], proteccionismo, modernización de algunos sectores, orientación de la producción en el marco de una «transición ecológica» y producción capitalista bajo los colores del desarrollo sostenible eco-responsable (reducción de los transportes), renovación de la agricultura local (hacia el auto-abastecimiento en verduras y productos biológicos, huelga decir), etc. En otras escalas, la crisis del coronavirus llevará sin duda a los países occidentales a buscar un mundo formado por zonas de seguridad sanitaria: habrá una generalización de la «tele-existencia» mediante tecnología digital, 5G e inteligencia artificial (en particular en el ámbito de la salud, la higiene y la cultura), así como de un transhumanismo ecológico; aumentará el teletrabajo (menor costo inmobiliario para las empresas)[33]; la mano de obra se hará mucho más ubicua; etc. Un mundo casi perfecto, destinado a una sola capa de la población, que no podrá sino acentuar los antagonismos y rencores de clase en los territorios.
Mientras tanto es evidente que, tras un período de tregua, serán los proletarios quienes, de una u otra forma, tendrán que pagar los miles de millones que durante la crisis el Estado ha tenido que gastar las empresas han perdido. En Francia, aún bajo el pretexto de la «unidad nacional» y de los esfuerzos de «reconstrucción», los trabajadores tendrán que enfrentarse sin duda a la congelación de salarios, a políticas inflacionistas e incluso a recortes de los programas sociales [34]. Para el período de «emergencia sanitaria», el gobierno francés ya ha decidido por decreto hacer mucho más flexibles las normas sobre vacaciones pagadas y reducciones de jornada laboral, etc. [35]. Una vez superada la crisis, ¿qué quedará de estas medidas excepcionales? ¿Se consagrarán legalmente algunas de ellas, como ocurrió tras el fin del estado de emergencia «tout court»? Los primeros acuerdos de empresa firmados durante el período de coronavirus, en la industria automovilística, tienen por objeto aumentar la flexibilidad y la productividad del trabajo. Aquí también, lo que está a la vista no es un gran punto de inflexión, sino una feroz aceleración.
Esta necesidad de hacer que los trabajadores paguen por la crisis podría parecer contradictoria (y en parte lo es) con lo que puede ser el nuevo desarrollo de las próximas décadas, a saber, el retorno del Estado. Un Estado que ya no estaría al servicio de los intereses particulares de una fracción de los capitalistas, sino que se convertiría de nuevo en el instrumento esencial para el buen funcionamiento de todo el modo de producción capitalista. Además de las políticas económicas proteccionistas y nacionalistas (el retorno de ciertas producciones a Francia), es su política social la que el Estado podría «reinventar» (lejos de cualquier fórmula keynesiana, para la que no dispone de medios). Porque, en un estado moderno, controlar la población también significa asegurar su «protección».
Los proletarios son, como sabemos, siempre demasiados pero siempre necesarios, sobre todo cuando aseguran una productividad tan alta como en Francia. Pero también sabemos que el Estado desempeña un papel cada vez más importante en la reproducción general de la mano de obra… y la salud es un aspecto esencial de ello. Muchos lo habían olvidado, incluidos los capitalistas, cuyas ganancias están ahora comprometidas por las «reformas» y recortes presupuestarios que ellos mismos impusieron al Estado, en primer lugar en los hospitales. En efecto, es la debilidad del Estado, de su política, de sus servicios de salud, lo que obliga a esta contención, contribuyendo al derrumbe de la economía. Los futuros gobiernos estarán sin duda sometidos a la presión antagónica de las diversas fracciones capitalistas, y divididos entre desmantelar o fortalecer los servicios públicos, según qué sector, a fin de evitar que se produzca una nueva crisis de este tipo.
El mismo dilema se planteará con respecto a las cuestiones de seguridad. Para hacer que los proletarios soporten las penurias que les esperan, el gobierno tendrá que usar grandes dosis de propaganda (más efectiva que hasta ahora). Pero también tendrá que poner en funcionamiento y mejorar su instrumental represivo, que con el episodio de Covid-19 y después de los chalecos amarillos, ha vuelto a mostrar muchos fracasos y su incapacidad para manejar la situación de otra manera que no sea por medio de amortiguadores sociales muy costosos. Mañana, ¿cómo reaccionaría el Estado ante una insurrección de mayor virulencia y magnitud? Hay quienes en la clase capitalista se están haciendo esta pregunta, pero no han conseguido ponerse de acuerdo sobre las respuestas. En cualquier caso, en lugar de la «militarización» de las calles, el fascismo de cualquier tipo o el restablecimiento del control de fronteras, el Estado tendrá que centrarse en la reconstrucción de una fuerza policial poderosa y eficaz, lo que requerirá un gran aumento de personal y la asignación de presupuestos cuantiosos (lo mismo vale para el poder judicial y el ejército). Pero es muy probable que, si hay inversión, ésta sea menos juiciosa [36]: no se centrará tanto en el personal -pues se considera que el funcionario público es demasiado caro- como en tecnologías de moda que han demostrado su eficacia en Asia, como la geolocalización, el rastreo mediante aplicaciones de teléfonos inteligentes [37], el reconocimiento facial, etc. Esta estrategia, que podría ser beneficiosa en términos de crecimiento del PIB, corre el riesgo, sin embargo, de verse obstaculizada por el entorno jurídico de nuestras democracias. También va a chocar, una y otra vez, con la cuestión del presupuesto, porque, como hemos visto, los gobiernos están de hecho adaptando su estrategia al grosor de su billetera.
Aunque el equipo de Macron intentará hacer olvidar su crasa incompetencia golpeando más a los proletarios, su gestión de la crisis del coronavirus le costará ciertamente parte de su apoyo, especialmente de ciertos sectores de la clase capitalista, que querrán apostar por otro caballo. Dado que, por el momento, no optarán ni por Mélenchon ni por Le Pen [38], y dado que la visibilidad es nula, el único problema político que se planteen será el de mantener el statu quo.
La peste negra del siglo XIV probablemente alimentó la idea de reformas políticas y religiosas, llevando hasta la reforma protestante de 1517 (responder a la ira de Dios, purificar la moral, seguir más de cerca los preceptos divinos, llevar una vida más sencilla, reducir los excesos en particular, etc.). Pero, según el historiador Claude Gauvard, «la sociedad medieval no aprendió las lecciones de la crisis, (…) nada cambió realmente. Por el contrario, la crisis desarrolló el individualismo y exacerbó la xenofobia y el encierro» [39]. Aunque el presidente Macron advirtió en su discurso del 12 de marzo sobre la tentación de «replegarse en el nacionalismo», la propagación de la pandemia ha llevado a casi todos los países del mundo a cerrar sus fronteras, o al menos a restringir severamente el paso. Y si bien es cierto que el virus «no conoce fronteras», las personas susceptibles de portarlo, especialmente los extranjeros, están siendo rechazadas o tratadas con sospecha en todos los países del mundo. En la Unión Europea es evidente que la retórica sobre el fin de las fronteras, su inutilidad o incluso la imposibilidad técnica y jurídica de cerrarlas tendrá muy poco peso en las próximas elecciones… contrariamente a las promesas proteccionistas, soberanistas o populistas, tanto de la derecha como de la izquierda (y aquí hay que recordar algunos aspectos de la revuelta de los chalecos amarillos)[40]. Una de las pocas certezas del momento es que el discurso «izquierdista», «anticapitalista», que desde hace muchos años ha reemplazado la crítica de la explotación por la de la globalización, el 1%, la banca y el neoliberalismo, corre el riesgo de revelarse muy deficiente en el período que se avecina. En todos los niveles, no hay indicios de que el futuro vaya a ser especialmente luminoso… La venganza de lo orgánico es despiadada. Y si la venganza de los proletarios sigue sin anunciarse, no hay duda de que la exacerbación de los problemas económicos llevará a una intensificación de la lucha de clases, probablemente bajo formas inéditas.
— Tristan Leoni y Céline Alkamar, 17 de abril de 2020.
Notas
[1] Las cifras deben tomarse siempre con precaución, ya que las entregadas por el gobierno también sirven para su propia comunicación. En los dos primeros días, se emitieron 225 mil multas a quienes que no cumplían con el confinamiento, o sea unas 110 mil personas por día. Esto puede parecer enorme, aunque no tanto si se lo compara con el número de municipios (36 mil), o con el número de multas cursadas diariamente a los automovilistas en circunstancias normales (74 mil por día en 2017). En el período comprendido entre el 19 de marzo y el 8 de abril, se cursaron 343 mil nuevas multas, es decir, unas 17 mil por día. ¿Deberíamos concluir, y alegrarnos por eso, que la represión es seis veces menos severa que al principio? ¿Que la represión tiene un efecto educativo? ¿Que los habitantes se están acostumbrando, tienen miedo, se dan cuenta del peligro?
[2] Los menos proclives a un refuerzo del confinamiento son aquellos que «no se sienten expuestos en absoluto». Véase Frédérique Schneider, «Coronavirus: la gran mayoría de los franceses están a favor de una contención más estricta», la-croix.com, 24 de marzo de 2020.
[3] O que la población es víctima de una gran conspiración totalitaria deliberadamente orquestada para aumentar su miedo y su «deseo de seguridad», un deseo que el Estado sólo tendría que satisfacer. Sin duda, por eso el gobierno francés y los medios de comunicación han estado minimizando la crisis durante semanas y, desde el estallido de la epidemia, han hecho declaraciones tranquilizadoras.
[4] Descartemos inmediatamente las fantasías que pretenden explicar esto por el deseo de contagiar a las poblaciones que viven en estos barrios; si este fuera el caso, estos barrios/ciudades estarían herméticamente cerrados, lo cual no es el caso. Por el contrario, muchos proletarios viven allí y siguen trabajando diariamente fuera de esas zonas, en contacto con el resto de la población (algunas líneas de transporte público que los conectan con las metrópolis siguen funcionando). De hecho, ¿quién entrega el sushi a los tontos que sí están bien confinados?
[5] Unos 100 mil policías y gendarmes se movilizaron el primer día para hacer cumplir el confinamiento, pero extrañamente, fueron 160 mil para las fiestas de Pascua; en comparación con 140 mil movilizados para la víspera de Año Nuevo de 2018 y 115 mil después de los ataques de 2015. ¿La «impresión» de una mayor presencia policial se debe a que realmente hay más policías en las calles, o a que, con el 90% de los transeúntes ausentes, las posibilidades de ser controlados aumentan automáticamente?
[6] Comunidades que de ninguna manera habría que idealizar o cuya desaparición habría que lamentar. Tampoco se trata de decir que los humanos todavía no están preparados para otro modo de funcionamiento; sucede simplemente que sus actitudes están adaptadas a este mundo y condicionadas por él. También hay comportamientos virtuosos, cooperativos y de apoyo (son más frecuentes en tiempos de crisis, como los desastres naturales); podrían ser muy diferentes, casi hegemónicos, en una sociedad poscapitalista fundamentalmente diferente, por ejemplo, una comunista.
[7] Claude Angeli, «Le service de santé militaire très gravement malade», Le Canard enchaîné, 25 de marzo de 2020.
[8] Sobre todas estas cuestiones relacionadas con el uso del ejército, véase Tristan Leoni, Manu Militari? Radiographie critique de l’armée, Grenoble, Le Monde à l’envers, 2018, 120 p.
[9] La prensa menciona, por ejemplo, 200 soldados para la región de Nueva Aquitania, unos 20 en el Lot y Garona, 60 en el Gard, algunos de ellos utilizando vehículos serigrafiados «Sentinelle» o «Vigipirate». La Operación Centinela, iniciada en enero de 2015, preveía el despliegue de 10 mil soldados para guardias fijas y patrullas en lugares públicos. Esta cifra corresponde al número mínimo de soldados que deben estar disponibles en la Francia metropolitana según el Libro Blanco de 2008. Incluso movilizando reservistas (estudiantes o altos directivos) y personal no combatiente (mecánicos u operadores de radio), el ejército apenas da abasto, y para abril de 2015 el número de tropas desplegadas se redujo a 7 mil. Por lo tanto, es muy probable que sea esta fuerza de 3 mil personas la que se haya removilizado para el plan Résilience.
[10] A causa de la Revisión General de Políticas Públicas (RGPP), el número de guardias móviles y personal de CRS pasó de 31.167 en 2008 a 26.800 en 2018.
[11] A diferencia de los períodos de guerra que conducen a un rápido colapso, parece que la lenta desintegración de un Estado no favorece una autoorganización «progresiva» del proletariado, sino más bien la aparición y fortalecimiento de nuevas fuerzas en competencia (mafias, milicias, etc.).
[12] En Portugal, el gobierno de izquierda suspende el derecho de huelga… pero regulariza a todos los inmigrantes indocumentados.
[13] Sobre la noción de libertad, leímos con interés un texto anónimo publicado en enero de 2020: «La libertad de los liberales y la libertad de los anarquistas», en https://dijoncter.info/liberte-des-liberaux-et-liberte-des-anarchistes-1656. Sobre la relación entre el individuo y la sociedad, leímos el texto de Il Lato Cattivo, «Covid-19 y más allá» en dndf.org.
[14] ¿Qué tan lejos estamos de las multitudinarias oraciones antivirales en las que se reúnen miles de creyentes en Bangladesh o Pakistán?
[15] La idea de desplegar soldados alrededor de los hospitales para protegerlos de un ataque «terrorista» ¿es por lo tanto ciencia ficción?
[16] Es cierto que, para algunas personas, la libertad, la revuelta, la sumisión o la muerte son sólo asuntos de elección y voluntad individual. Esto explica por qué, por ejemplo, algunos «anarquistas» pueden estar, teórica y socialmente, más cerca de Julius Evola que de Errico Malatesta.
[17] Sería interesante saber si en la «periferia francesa» los vínculos creados durante el movimiento de los chalecos amarillos han dejado huellas y acentuado estos gestos de solidaridad.
[18] Un borrador de la cartografía de estas huelgas se puede encontrar en el sitio web del colectivo Classe: www.classeenlutte.org.
[19] Ver por ejemplo O. Michel, «Coronavirus Covid-19: en Lyon, una empresa de limpieza y restauración está preocupada por sus empleados», france3-regions.francetvinfo.fr, 4 de abril de 2020.
[20] En Bélgica, los trabajadores de varias cadenas de supermercados fueron a huelga el 1 de abril para exigir un aumento de sus salarios y vacaciones adicionales. Luc Van Driessche, «Temperatura social bajo control en los supermercados», lecho.be, 2 de abril de 2020.
[21] En el «extremo opuesto», un país como Camboya, muy poco afectado por el virus, tiene a 500 mil trabajadores de la industria textil amenazados por el desempleo debido a la paralización de los pedidos europeos y estadounidenses. Ver «Pandemia. Para los trabajadores del sector del prêt-à-porter en Camboya, un cataclismo por venir», courrierinternational.com, 8 de abril de 2020.
[22] En febrero de 2019, un informe del Consejo de Política de Empleo estimó que alrededor de 2,5 millones de personas realizaban trabajos no declarados (con las tasas más altas de ocultación por parte de los empleadores en el sector de la hostelería y la gastronomía, la venta al por menor de alimentos, la construcción, la asistencia a personas dependientes, la agricultura y los servicios personales).
[23] El subsidio por trabajo en jornada reducida que se paga a un empleado representa el 70% de sus ingresos brutos anteriores, es decir, alrededor del 84% de los salarios netos (debido a la ausencia de contribuciones a la seguridad social). La parte co-financiada por el Estado y Unédic y pagada por el Estado a la empresa era una suma global antes de la crisis de Covid-19. El régimen excepcional de subsidio parcial de actividad introducido el 26 de marzo de 2020 establece que «el subsidio parcial de actividad pagado al empleador (…) cubre ahora el 70 % de la remuneración bruta anterior del empleado, hasta un máximo de 4,5 millones de Smic, con un mínimo de 8,03 euros por hora». Por lo tanto, la carga para el empleador se reduce a cero para todos los empleados cuya remuneración sea inferior a 4,5 Smic brutos. (Puede ocurrir que una cláusula de un convenio colectivo de empresa o de rama estipule que el empleador pague a sus empleados más del 70% del salario en caso de trabajo a jornada reducida, o que el empleador se comprometa a hacerlo unilateralmente. En esos casos, el empleador es responsable del excedente). La cantidad mínima de 8,03 euros por hora permite mantener el nivel de compensación de los trabajadores que reciben el salario mínimo en el 100% de su salario. Por último, el procedimiento administrativo se simplifica y acelera enormemente.
[24] La productividad de estos nuevos teletrabajadores parece ser menor que en tiempos normales. Las diversas encuestas han concluido hasta ahora que la mayoría de estos trabajadores están satisfechos, aunque el 55% de ellos ha observado un aumento de su tiempo de trabajo diario. Véase Thuy-Diep Nguyen, «Confined telework: «It’s complicated to be as productive as usual», challenges.fr, 7 de abril de 2020 y «Does telework improve the quality of working life? «, veille-travail.anact.fr, 20 de diciembre de 2018.
[25] Simon Chodorge, «¿Qué fábricas francesas han cerrado por culpa de Covid-19? «, usinenouvelle.com, 18 de marzo de 2020.
[26] Excepto en actividades como el suministro de piezas de recambio, en particular para vehículos médicos de emergencia, así como algunas actividades de investigación y desarrollo o proyectos de fabricación de respiradores médicos.
[27] Emmanuel Todd, Les luttes de classes en France au XX siècle, Paris, Seuil, 2020, p. 40.
[28] Los agentes de policía también se quejan del comportamiento de los residentes de los barrios muy ricos (mucho menos numerosos y poblados), especialmente en la capital, quienes se consideran por encima de la ley y que ven una multa de 200 euros como algo nada aterrador.
[29] Desde siempre, debido a los problemas relacionados con la vivienda, los proletarios más pobres han tenido otro tipo de relación con la calle. Esto llevó a un sociólogo de París 8 a decir que el confinamiento es un «concepto burgués» que no puede aplicarse en estos barrios… mientras que actualmente hay 4 mil millones de terrícolas confinados, hasta en la India, en los townships de Sudáfrica y en las favelas de Brasil (donde los habitantes, abandonados por el Estado, se han autoorganizado para imponer el confinamiento).
[30] «Un confinement allégé pour les banlieues», Le Canard enchaîné, 25 de marzo de 2020.
[31] Maëlys Dolbois, «On vit un enfer dans les hôpitaux en Seine-Saint-Denis, il faut l’armée dans les rues «, actu.fr, 27 de marzo de 2020 y «Coronavirus: la hausse des pollutions en Seine-Saint-Denis s’explique car le ‘département est sous médicalisé’ selon un médecin du Samu», francetvinfo.fr, 3 de abril de 2020.
[32] «Con el aumento de los salarios en los países emergentes y la necesidad de reducir la huella ecológica del transporte, el movimiento ya estaba en marcha. Es el momento de ir más lejos», Fanny Guinochet, «¿Hacia un vasto movimiento de relocalización? «L’Express», 12 de marzo de 2020.
[33] El teletrabajo ya había surgido durante las huelgas de diciembre de 2019. Podría afectar a entre el 30% y el 45% de los empleos en el futuro.
[34] «Si la sociedad quiere relocalizar más, esto se puede hacer, pero no puede ser una decisión de las empresas solamente, debe ser una decisión de la sociedad», dijo el jefe de PSA el 6 de marzo. Ver Fanny Guinochet, ibid.
[35] La Ley del Trabajo y los Decretos Macron ya contemplaban muchas posibilidades de derogación del Código del Trabajo.
[36] Esto es, a largo plazo, menos eficaz para el control de la población y por lo tanto, al final, menos desventajoso para los proletarios.
[37] En Corea del Sur, y al parecer en algunas ciudades chinas, los datos personales de los pacientes se publican en la Internet y pueden ser consultados por toda la población. Así es posible comprobar, en tiempo real, dónde están los portadores y dónde viajan. Estos datos de seguimiento se recogen mediante imágenes de vigilancia por vídeo y el análisis de las tarjetas bancarias o los teléfonos de los pacientes; si se niegan a compartir esta información, los pacientes recalcitrantes corren el riesgo de ser encarcelados hasta dos años. Cuando un paciente da positivo, se envían mensajes a amigos y familiares para notificarlos. Véase «Coronavirus: en Corea del Sur, los pacientes son rastreados en tiempo real en Internet», lci.fr, 23 de marzo de 2020. Sobre este tema y para avisorar un panorama muy sombrío, véase el artículo de Gideon Lichfield, «No habrá vuelta a la normalidad», terrestres.org, 24 de marzo de 2020.
[38] La actual crisis financiera del RN, si terminara en una liquidación judicial y la descalificación del partido, abriría una caja de Pandora muy incierta. Todo sería posible desde el punto de vista electoral.
[39] Thibaut Le Gal, «Coronavirus: ‘Después de la Peste Negra, la sociedad medieval no aprendió las lecciones de la crisis’, recuerda el historiador Claude Gauvard», 20minutes.fr, 27 de marzo de 2020.
[40] No nos equivoquemos en nuestra «crítica» al movimiento de los chalecos amarillos. Véase, por ejemplo, Tristan Leoni, «Sur les Gilets jaunes. Du trop de réalité», 80 p., disponible en ddt21.noblogs.org