Hay de todo y para todos los gustos. En uno de los extremos están las versiones más espectaculares, en las que Trump habría introducido el coronavirus en China con ánimo de ganar la guerra comercial. O China lo habría hecho para extenderlo a otros países, recuperarse de la crisis sanitaria la primera y dominar el mundo. O habrían sido directamente los gobiernos en sus propios países, preocupados por la cuestión de las pensiones, que habrían aplicado la típica solución maltusiana de quitarse la mayor parte de viejos de encima. El otro de los extremos, más sutil y también mucho más extendido en determinados medios, afirma que la gravedad del coronavirus, si no un invento mediático, al menos sí que está siendo conscientemente exagerada por la burguesía para aumentar su control represivo sobre nosotros. A fin de cuentas, la gripe común mata a más gente. ¿No es sospechoso que los gobiernos estén decretando estados de excepción, llevando al ejército a las calles, aumentando las patrullas policiales y poniendo multas altísimas ante una enfermedad que no llega al número de muertos anuales de la gripe común? Sea como sea, aquí hay algo raro.
Es lógico que en el capitalismo surjan discursos y formas de pensar como estos. Se trata de ideologías que emanan espontáneamente de las relaciones sociales organizadas en torno a la mercancía. Todas ellas se basan, en última instancia, en la idea de que todos nosotros seríamos títeres al albur de las decisiones de un grupo todopoderoso de personas que, conscientemente, dirigen nuestras vidas para su propio interés. Esta idea de fondo, que parecería sólo atribuible a las teorías de la conspiración, en verdad está muy extendida: es la que funda la propia democracia.
Los dos cuerpos del rey
Es una cosa particular la manera en la que nos relacionamos en una sociedad organizada por la mercancía. Inédita en la historia, de hecho. La primera y la última forma de organizar la vida social que nada tiene que ver con las necesidades humanas. Por supuesto, antes del capitalismo había sociedades de clase, pero incluso en ellas la explotación estaba organizada con el fin de satisfacer las necesidades ―en sentido amplio― de la clase dominante. En el capitalismo la burguesía sólo lo es en la medida en que sea una buena funcionaria del capital. Ningún burgués puede seguir siéndolo si no obtiene ganancias no para su consumo, que es un efecto colateral, sino para invertirlas de nuevo como capital: dinero para obtener dinero para obtener dinero. Valor hinchado de valor, en perpetuo movimiento. Cuando hablamos del fetichismo de la mercancía, damos cuenta de una relación impersonal en la que no importa quién la ejerza ―un burgués, un antiguo proletario venido a más, una cooperativa, un Estado―, porque lo importante es que la producción de mercancías persista en una rueda automática que no puede dejar de girar. La pandemia actual está mostrándonos lo que pasa cuando esa rueda amenaza con pararse.
Pero esta dinámica impersonal provoca una curiosa inversión. La relación social básica del capitalismo es esta: dos personas que sólo se reconocen entre sí en la medida en que son portadoras de cosas. Si esa cosa es capital, dinero dispuesto a invertirse en la explotación del trabajo, entonces su poseedor será un capitalista. Si es un trozo de tierra o sus derivados ―un bloque de viviendas, por ejemplo―, su poseedor será un rentista. Si es dinero destinado a la compra de mercancías para el consumo, su poseedor será un respetable consumidor. Si esa cosa es un cuerpo, unas manos, una inteligencia, una actividad en definitiva dispuesta a su venta, se estará en posesión de la mercancía fuerza de trabajo y su poseedor será un proletario. La posición social del poseedor de la mercancía cambia en la medida en que cambie esa misma mercancía. El ser humano viene definido por lo que posee, en la medida en que esto que posee esté destinado al intercambio. Las mercancías crean las relaciones sociales en el capitalismo.
Y sin embargo, la impresión que tiene el poseedor de la mercancía es bien distinta. Desde su plano individual e inmediato, es él quien decide. Propietario absoluto, sujeto consciente y libre, puede vender o no vender, invertir, consumir o echar al mar, si le apetece, la mercancía que tiene entre las manos. Es el fundamento mismo de la propiedad privada: el derecho de uso y abuso sobre aquello que se posee. Y esto le convierte en el soberano todopoderoso de su mercancía. La palabra no está escogida al azar: la soberanía, concepto fundante de la democracia y de la nación, encuentra su base en esta relación material entre productores privados de mercancías. El idealismo, el voluntarismo y la separación radical entre naturaleza y cultura, también. En la relación capitalista, el individuo es el rey. O al menos tiene la impresión de serlo.
Entonces, el capitalismo tiene dos cuerpos. Uno inmortal, impersonal, el de la perpetua producción y reproducción de capital, y otro mortal, pasajero, evanescente: el de los individuos que lo encarnan. El capitalismo siempre es impersonal, aunque esté personalizado. Sus individuos pueden tener la impresión de que lo dirigen ―y es lógico que así sea, la propia relación material que establecen entre sí les induce a pensarlo―, pero sólo lo harán en la medida en que sirvan para alimentar la máquina impersonal del capital. En ello consiste la curiosa inversión que producen las relaciones mercantiles: al mismo tiempo que están dirigidos por una lógica inconsciente, automática, una lógica que sólo pueden obedecer la comprendan o no, los individuos se piensan el sujeto de la historia.
Los títeres
Cuando se nos dice que la burguesía se estaría organizando para promover el pánico con el coronavirus, crear un estado de opinión policíaco dispuesto a aceptar cualquier violación de libertades civiles y poder así aumentar su poder sobre la sociedad, se hace una concesión a esta ideología democrática y se convierte a la burguesía en algo que no es.
En primer lugar, la burguesía no es un cuerpo unitario. Antes bien, la lógica de competencia capitalista no le permite actuar como un solo cuerpo más que en momentos precisos, cuando se ve obligada a ello por la organización en clase del proletariado. Sólo en momentos como esos la burguesía deja de competir entre sí por un mayor trozo del pastel y se enfrenta en bloque a nosotros. Tenemos muchos ejemplos históricos de ello: desde algunos más antiguos, como cuando Prusia detuvo los combates contra la burguesía francesa para que ésta pudiera aplastar la Comuna de París, hasta otros más modernos, como la tregua entre Bush padre y Saddam Hussein durante la Primera Guerra del Golfo para que Saddam pudiera redirigir, momentáneamente, sus bombarderos contra las deserciones masivas, revueltas y consejos obreros en el norte y sur de Irak. El resto del tiempo, la burguesía vive fragmentada y en una pugna permanente, un caos social que sólo puede ser organizado medianamente en el juego de facciones, siempre cambiante, al interior del Estado.
Por otro lado, el principal objetivo de la burguesía como clase dominante no es el control social. Eso es una consecuencia inevitable de su verdadero objetivo: el crecimiento del PIB, por simplificar, que naturalmente conlleva la gestión de una sociedad dividida en clases y la eventual represión del proletariado cuando le da por protestar contra su explotación. El Estado no es un monstruo autoritario que esté al quite de la primera ocasión en que pueda aumentar su poder sobre nosotros. Esa es la visión burguesa y democrática del Estado: de ahí el despliegue de toda una serie de mecanismos de control democrático para que no se exceda en sus funciones, antigua memoria de un Estado absolutista que todavía no estaba plenamente regido por la lógica impersonal del capital. Habida cuenta de la brutal disminución del PIB que se prevé con la crisis sanitaria del coronavirus, podemos suponer que el Estado no está muy contento de tener que desplegar sus fuerzas represivas para garantizar la cuarentena. Nos atrevemos a suponer, de hecho, que la clase dominante era mucho más feliz cuando la gente cumplía libremente con su papel en la circulación de mercancías: el de trabajadores y consumidores, como dios manda.
Y es que el Estado y sus políticos no son más que títeres. Pero no títeres de la burguesía, como muchas veces se dice. Esta idea sólo cambia una gran mano que sujeta los hilos por otra. No: unos y otros no son más que títeres con un papel diferente, pero títeres a fin de cuentas en el teatro del capital. Si no interpretan bien este papel, tendrán que hacer mutis por el foro. Las teorías de la conspiración, a cada cual más original, tienen la misma base que la del juego democrático: la idea de que los individuos determinan la historia, y de que un grupo de individuos debidamente posicionado ―sea el club Bilderberg o el Gabinete de los Estados Unidos― puede hacer uso de su libre arbitrio para dirigir nuestras vidas como le apetezca. De ahí también las infinitas discusiones, largas hasta el bostezo, sobre quién es el mal menor en las siguientes elecciones: por si alguien no había terminado de darse cuenta con la crisis actual, no importa si el partido en el poder es de izquierdas o de derechas. Intentarán hacer alguna medida diferente para justificar la diferencia de siglas, pero en el fondo, en lo fundamental, harán exactamente lo mismo porque la función determina el órgano, y su función está clara: la gestión de la catástrofe capitalista, cada vez más fuerte, cada vez más brutal.
Porque el coronavirus es expresión de eso. No es la crisis, porque la crisis es la del capital y sus categorías estructurales, como hemos explicado en otras ocasiones. Pero tampoco es una gripe común. En los días en que se escribe esto, en Madrid está muriendo cinco veces más gente que en los mismos días del año pasado. En todo el país los hospitales están atestados. Ante la escasez de aparatos respiratorios, se está dejando morir a los enfermos a partir de una determinada edad. Las morgues y los cementerios no dan ya más de sí. No es una gripe común. La crisis sanitaria, económica y social que ha despertado el coronavirus es, de manera más profunda y real, la expresión de unas relaciones sociales que se están pudriendo por dentro y que morirán matando, si no acabamos antes con ellas. Nos hemos hartado de decirlo hasta la saciedad: la disyuntiva real, la única posible, es la revolución comunista o la extinción de la especie. La pandemia por desgracia es una demostración inmejorable.
¿Impotencia?
Ningún individuo, ni siquiera un grupo de ellos, es sujeto de la historia. El individuo no es más que una partícula en el flujo de dos fuerzas sociales contradictorias. Son esas fuerzas las que se mueven y los individuos, lo sepamos o no, nos movemos canalizados por una u otra. Como dos corrientes de agua, o mejor, como dos placas tectónicas: su fricción creciente desemboca, antes o después, en un terremoto.
No es maniqueísmo. Un solo individuo puede moverse en una y después en otra, y convivir en esa contradicción hasta que la polarización social parte las aguas y te encuentras en uno de los lados de la barricada, como suele decirse. Una de esas fuerzas afirma la conservación del orden existente. Es el partido del orden, que describía un compañero. La otra se despliega como un movimiento real que pone en cuestión el estado de cosas presente: es el comunismo, que nada tiene de ideología o de una propuesta deseable para el futuro, sino que es la emergencia de unas relaciones sociales que ya se están desarrollando y que pugnan por imponerse contra la putrefacción del capital.
En estas semanas hemos visto expresarse ambas fuerzas sociales. Por un lado, la unidad nacional y la disciplina social: los aplausos cotidianos desde los balcones al personal sanitario, esos grandes héroes nacionales que, como todos los héroes nacionales, están siendo utilizados como carne de cañón en el juego de peones del capital. También se encuentran aquí el espionaje desde las ventanas, las denuncias a la policía de quien sale más de dos veces a la calle, los abucheos a las personas que van acompañadas, independientemente del motivo. Eso está, aunque tampoco podamos exagerarlo. Visto en perspectiva histórica, mucho más fuerte fue la presión en las potencias occidentales por alistarse en la Primera Guerra Mundial o muchísimo más por luchar contra el fascismo y a favor de la democracia capitalista durante la Segunda Guerra. No estamos en una situación contrarrevolucionaria, como la de la posguerra, en la que la defensa del capital fue asumida por una amplia parte del proletariado.
Por otro lado, vemos surgir expresiones de apoyo mutuo y solidaridad con el desconocido. Los bloques de viviendas, los barrios, incluso las pequeñas ciudades se organizan para hacer la compra, hablar y apoyar emocionalmente a las personas que lo necesitan en las duras condiciones de la cuarentena. Todos lo hemos notado: hay como una necesidad de hablar permanente, de ayudarnos, de compartir lo que está ocurriendo y de reflexionar juntos. Además, las huelgas en Brasil, Estados Unidos, Nueva Zelanda, Camerún, por no hablar de Italia, donde se suman los saqueos a los supermercados, y los disturbios, como en Hubei, se están multiplicando con una sincronicidad mundial que confirma una dinámica cada vez más internacional de las luchas de nuestra clase. A diferencia de la crisis de 2008, que nos pilló a todos más aislados, presas de la conmoción, en esta nueva crisis no hay una autoculpabilización, un hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, un apretarse el cinturón, que es lo que toca: todo lo contrario, hay una conciencia muy clara de que se nos manda al matadero para preservar el buen funcionamiento de la economía nacional.
No hay nada que pueda decirnos si va a estallar un movimiento de luchas ahora, en unos meses ya pasada la cuarentena o dentro de tres años. Porque no hay una relación mecánica entre la violencia que ejerce el capital contra nosotros y el momento en que nos levantamos como clase. Es imposible prever cuándo caerá la gota que desbordará el vaso, pero hay algo seguro: la cuestión está muy lejos de la acción de algunos individuos, ni de los maléficos que nos dirigen ni de los benevolentes que quieren salvarnos. Simplemente, no se trata de eso. Hay dos placas tectónicas, dos fuerzas contrapuestas que están incrementando la tensión de su empuje. No sabemos cuándo vendrá el terremoto. Lo que es seguro es que la manera de prepararnos cuando llegue pasa por comprender la gravedad del momento histórico que estamos viviendo. De nuevo, una vez más, otra vez: la única elección que vale la pena es la de la disyuntiva entre la revolución o la extinción de la especie. Nosotros ya hemos escogido.
Abril 2020
Grupo Barbaria