Naturalmente, también la burguesía está preocupada por el calentamiento global. A fin de cuentas, los problemas de gestión político-propagandístico-administrativos que puede suponer la llegada incesante de refugiados climáticos no son cosa menor, dicho de otra manera, son cosa mayor. Tampoco se pueden menospreciar las alteraciones en el mercado que fenómenos climáticos extremos como sequías, lluvias torrenciales, incendios o terremotos puedan provocar al afectar a las infraestructuras, como el tendido eléctrico o el buen estado de las autopistas patrias. Al igual que no deja de ser preocupante el desequilibrio en la balanza comercial cuando haya que importar alimentos a mansalva de otros países, porque nuestros cultivos no dan para más por la escasez de agua con la última sequía, o por la oleada de frío que nos ha venido así como si nada del Ártico, o las lluvias torrenciales que se han llevado la mitad de las plantaciones. Que a la burguesía todo esto le preocupa, tampoco se puede negar.
Pero en el fondo todo el teatro de las Naciones Unidas y sus COP numerosísimas no sólo tienen que ver con eso. No vamos a ser muy originales, porque los capitalistas tampoco lo son: ¿qué les preocupa? La tasa de ganancia. Y va en caída desde hace al menos cincuenta años, y a cada solución que le dan sólo agravan el problema. Tampoco eso es muy original. El capitalismo no escapa de sus contradicciones, sólo las supera momentáneamente para encontrárselas redobladas a la vuelta de la esquina. Pero el caso es que la tasa de ganancia va cayendo, porque la automatización de la producción expulsa trabajo como si no hubiera mañana y cada vez hay menos sangre y sudor que explotar. Como las máquinas son más productivas, los precios bajan, así que no hay más remedio que producir muchas más mercancías para ganar siquiera lo que se ganaba antes. Siendo así, pues vidas humanas explotas menos ―al menos en la fábrica, que alguna ocupación habrá que encontrarle a esa pobre gente―, pero materias primas y electricidad, a espuertas. Además, como hay más mercancías, también hay más mercados que encontrar, por lo que camiones, barcos y aviones son enviados viento en popa a toda vela con el combustible fósil consiguiente, porque hay que atravesar medio mundo para colocar convenientemente las mercancías.
Así que si se agota el petróleo es un problemón, un problemón que sin embargo no nos llevará a ningún colapso, sino a una catástrofe capitalista cada vez más brutal. No sólo se incrementan los costes de producción y de transporte de mercancías ―en un contexto en el que la ganancia es cada vez menor, un aumento de costes es mortal―, sino que además para bajar costes tiene aún más importancia quitarse de encima la renta petrolífera que se llevan las Arabias Sauditas y las Venezuelas y despejar el campo de posibles competidores, por lo que la tensión imperialista está servida. De ahí que Estados Unidos esté reventando el suelo patrio con el fracking o que las burguesías de las mayores potencias económicas sientan un reconcome de contradicción con el tema del cambio climático, porque oyes, no hay mal que por bien no venga y cuando el Ártico se derrita hay todo un mundo por descubrir: un cuarto de las reservas petrolíferas aún no descubiertas, concretamente.
Con todo este problema, la idea de la «transición energética» ha ido tomando fuerza en los últimos años. Esta transición no tiene tanto que ver con el miedo de la burguesía al cambio climático, como a la comprensión de que el aumento del precio de los combustibles fósiles es imparable y de que la burguesía que consiga hacerse con la estructura productiva más apta a las nuevas condiciones gana la partida. Y esto no sólo porque consiga abaratar costes, obteniendo así una ventaja competitiva y una mayor autonomía geopolítica de los países productores de petróleo, gas y carbón, sino también porque quien consiga desarrollarse tecnológicamente para la nueva producción y distribución de energía podrá ser la vanguardia de un nuevo nicho en el mercado mundial, y obtener las plusganancias correspondientes. Esto, por ejemplo, es lo que mueve a Alemania a invertir grandes capitales en la obtención de energía a través del hidrógeno.
Sin embargo, para realizar la transición energética es necesario acabar con el transporte basado en los combustibles fósiles, y cualquiera le dice al proletariado que no sólo su transporte cotidiano ―que necesita para moverse por esas ciudades monstruo que ha creado el capital―, sino que todos los bienes básicos van a subir de precio porque el gobierno aumenta los impuestos o retira las subvenciones al diesel y la gasolina. Al principio se intenta imponer a lo bruto, claro está, pero las protestas son incesantes. Podemos pensar en las luchas contra el gasolinazo en México en 2017, los chalecos amarillos en Francia en 2018 o la revuelta en Ecuador, en Haití o en el Líbano a lo largo de 2019. Esta subida de impuestos o retirada de subvenciones, encarecidamente recomendada por la directora del FMI durante la COP25, no está tanto dirigida a que todo el mundo deje de usar combustibles fósiles como a restringir el uso de los mismos a lo que de verdad importa: una vez más, la tasa de ganancia. En un contexto en el que posiblemente el diesel haya llegado a su pico, es fundamental redirigir los esfuerzos fósiles al transporte de mercancías, y el proletariado si tiene que ir en bicicleta a trabajar, pues que vaya, porque desde luego el coche eléctrico es un lujo para ricos.
Como decíamos, al principio se intenta hacer a lo bruto, pero con la oleada de protestas en la que nos encontramos mejor no agitar mucho el avispero. Así es como surge la idea de una transición energética con veleidades socialdemócratas. Se toma como referencia el último gran salto en la valorización capitalista, identificado con el New Deal de Roosevelt, y se le pinta de verde.
Quizá convenga recordar que el florecimiento económico de la posguerra se debió a un salto productivo sin precedentes animado por la reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial, es decir, al aprovechamiento económico que hizo el capital de esa auténtica matanza en nombre de la democracia. Este salto productivo fue «felizmente» acompañado de una demanda mucho mayor de mano de obra, así como de políticas que, redistribuyendo algunas migajas de las copiosas ganancias capitalistas, permitieron crear un consumo de masas y así ampliar el mercado para colocar la nueva producción de mercancías. Estos tres factores no volvieron a coincidir ya más. El siguiente salto productivo con la tercera revolución industrial no sólo no incrementó la necesidad de mano de obra, sino que la expulsó de los lugares centrales de la valorización capitalista. Es por eso que nadie, más que un par de políticos ansiosos por tragarse su propio eslogan para el siguiente concurso electoral, se cree realmente lo de que la transición energética vaya a crear más trabajo.
De hecho, cuando la presidenta de la Comisión Europea repite machaconamente aquello de no dejar a nadie atrás, en realidad no está pensando en que las smart cities, con el grado de automatización del tráfico y de la distribución de energía que conllevan, vayan a crear más puestos de trabajo de los que eliminan, sino en cuánto (dinero) le va a costar convencer a países como Polonia de que abandonen el carbón y no le hagan competencia desleal a Alemania con sus menores costos de producción.
Así que toda la propuesta del Pacto Verde Europeo y de su hermano estadounidense, el Green New Deal, son al mismo tiempo un ejercicio de marketing político en lo que se refiere a su aspecto social y ecologista, y una tentativa de reformar la estructura productiva de Estados Unidos y Europa para adaptarse a las nuevas condiciones que impone el agotamiento de los combustibles fósiles. Si lo primero es un cebo para atraer a pegacarteles con la gorra de ecologistas, lo segundo es, sencillamente, la cuadratura del círculo: hacer que el sistema social más disipativo, más derrochador de energía y recursos en que ha vivido el ser humano, construya una economía circular en la que toda la energía venga de renovables, que el transporte esté electrificado en su totalidad, que la industria funcione aprovechando al máximo el reciclado de materiales y reutilizando sus propios residuos, y que las ciudades dejen de ser esos monstruos devoradores de energía, recursos y vidas humanas que son actualmente.
Esto no es posible. Se pueden enumerar algunos hechos concretos que lo demuestran, como la imposibilidad material de electrificar la totalidad del transporte, la dependencia que reconoce la propia UE del gas natural y de las nucleares para la misma transición energética, el poco atractivo económico para los capitales que tiene la inversión en renovables ―dada la caída de la tasa de ganancia, que no su mala voluntad―, que explica lo que está de fondo en la crisis de la eólica en Estados Unidos y Alemania, o el hecho mismo de que para mejorar sus índices de emisión de gases de efecto invernadero las grandes potencias económicas sólo puedan externalizar a terceros países las industrias más contaminantes.
Pero los hechos tienen el alcance que tienen. Más importante que dar algunos ejemplos es comprender cómo estructuralmente el capitalismo es incapaz de acabar con su naturaleza disipativa. Y no se trata, como quieren los decrecentistas, de un problema de complejidad social en abstracto. Cuando se afirma que la única sociedad sostenible sería aquella organizada por comunas autárquicas y autogestionadas, se está afirmando que la comunidad humana en un sentido mundial es imposible, que el internacionalismo sólo era una broma y que allá se las apañe cada cual en un contexto de catástrofe climática, en el que quien tiene la suerte de quedarse con las buenas tierras mejor que se arme hasta los dientes para defenderlas. Cuando uno ve el panorama preferido por los decrecentistas, casi hasta tiene ganas de quedarse con el buen orden mundial del imperialismo estadounidense defendido por alguno que otro.
En realidad, lo que afirma el decrecentismo es que la mercancía es la única forma de que la especie humana pueda relacionarse como tal. Por eso la alternativa es el intercambio mercantil o la autarquía ―una falsa alternativa, puesto que la autarquía es imposible y lleva por lógica al mismo intercambio mercantil y a la guerra como fenómenos inseparables. Sin embargo, la crisis del capital es la demostración más palpable de que la mercancía es incapaz de gestionar el grado de complejidad social al que hemos llegado.
Si el sistema capitalista es disipativo es porque los productores trabajan para un mercado anónimo que no conoce las necesidades sociales más que a posteriori, lo cual supone necesariamente producir más de lo que se consume y producir sólo para consumidores solventes. Como el sistema capitalista no produce, por tanto, para satisfacer necesidades sino para alimentar a su máquina imparable de la producción por la producción, sólo puede derrochar recursos materiales y humanos a cada vez mayor velocidad y destrucción, puesto que su agotamiento como sistema social se traduce en una permanente huida hacia adelante.
Sólo una comunidad humana orgánica puede relacionarse orgánicamente con la naturaleza. Sólo una sociedad compleja, organizada mundialmente, puede estar a la altura de los retos que impone la catástrofe climática. Para eso no basta con combatir los eslóganes políticos de la burguesía que esconden la misma explotación de siempre, sino también aquellas visiones que nos proponen esperar a la caída de un sistema que, de morir, morirá matando. Somos poco originales, es verdad: la única alternativa real es la revolución o la extinción de la especie.
Barbaria – Febrero 2020
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