Hace 80 años, miles de proletarios en la región española empuñaron las armas que sus gobernantes republicanos les negaban para hacerle frente al levantamiento militar conducido por Franco en julio de 1936. Tras décadas de intensas luchas y organización, los explotados decidieron tomar el rumbo de sus vidas por ellos mismos y pusieron en jaque al orden capitalista. Campos, fábricas y empresas de todo tipo fueron expropiadas a la burguesía y puestas en función de las necesidades comunes de subsistencia y de la revolución en marcha. Cientos de iglesias ardieron junto con toda su opresiva parafernalia, y con ellas también los pesados lastres del cristianismo sobre muchas conciencias humanas. Se organizaron milicias autónomas y comités de defensa, que trataron de hacer frente a los militares sublevados y liberar las regiones que habían caído en sus manos.
El desenlace de este gran impulso revolucionario estuvo marcado por lo que comúnmente nos presenta la historia burguesa como lo acontecido en esa región en esos años: una guerra civil entre republicanos y fascistas. Si así nos lo cuentan, es porque fueron los republicanos y la ideología antifascista, de la mano de la URSS, los encargados de desviar los objetivos revolucionarios hacia la mera guerra contra el fascismo y de sofocar a todo aquel que se resistiera. No se trataba de hacer la guerra y la revolución al mismo tiempo, sino que se trataba de hacer la revolución para evitar la guerra, enfrentando tanto al fascismo en el frente como a los republicanos y antifascistas en la retaguardia.