Publicamos el siguiente texto, escrito en agosto de 2019 para la revista Salamandra nº 23-24 en el contexto de un debate sobre si es posible o deseable escapar al capitalismo, vivir en su exterioridad, como propuesta radical de vida y lucha.
I
Mientras se escriben estas líneas, el Amazonas está ardiendo.
En verdad no ha dejado de arder.
En verdad, la serie de incendios que ha dado la voz de alarma este agosto de 2019 no es más que un gran incendio que viene perpetuándose desde hace décadas, arrasando uno tras otro los recovecos ―geográficos o no― que podían creerse a salvo del capital.
Robin Hood se está quedando sin bosques donde esconderse.
II
Desde el propio nacimiento del capitalismo vemos emerger una resistencia en contra de este sistema. A veces, estas resistencias se expresan en una lucha frontal, otras en tentativas de escape. Otras veces, un movimiento de lucha deja formas de asociación que funcionan al mismo tiempo como refugio y como preparación de los combates por venir. Todo ello hace parte de un mismo movimiento secular que nace espontáneamente del suelo de esta sociedad y en el cual la comunidad humana se rebela contra la mercancía.
En el alba del capitalismo, los siglos XVI y XVII se saldarían con la muerte de la mitad de la población europea, junto con las decenas de millones de muertos por la colonización de América y, para compensar, la intensificación de la caza de esclavos en África que sumaría más de once millones de personas trasladadas al Nuevo Mundo en los siglos posteriores. Pero los siglos XVI y XVII también se caracterizaron por la proliferación de revueltas sociales que fueron desde la revolución del campesinado alemán hasta los motines de subsistencia en Andalucía y Nápoles, desde las revueltas del campesinado ruso contra el establecimiento de la servidumbre hasta los inicios de la Fronda en Francia, todo un movimiento que encontró su culmen en la Revolución Inglesa y las aspiraciones comunistas de sus corrientes más radicales. Mientras que media Europa se encendía en un combate frontal contra el sistema que se estaba imponiendo, otra parte de este mismo movimiento de resistencia se batía en las zonas periféricas del capitalismo naciente. Es así como el Caribe se convertirá en un lugar de asociación de bucaneros y cimarrones. También es así como nacieron el Quilombo de Palmarés en el noroeste brasileño, erigido en centro de la revuelta de los esclavos africanos, o la Cofradía de los Hermanos de la Costa, compuesta por los piratas y colonos expulsados de La Española y en guerra con el imperio español[1]. Ambos procesos, en Europa y en estas regiones, son inseparables y hacen parte de un mismo proceso global de constitución de nuestra clase, de nuestra comunidad de lucha.
III
Que la comunidad sea la única forma en que el ser humano puede luchar contra el capital no es una preferencia ideológica ni moral, simplemente una necesidad, un hecho: ante un mundo de átomos-individuos enfrentados entre sí, como las propias mercancías se enfrentan en el mercado, la revuelta se produce como una recuperación de nuestro ser social en contra de aquello que nos niega. Cuando hablamos de clase, hablamos de esta comunidad que emerge como una fuerza social en su lucha contra las relaciones mercantiles y su miseria. Cuando hablamos de comunismo, hablamos precisamente de este movimiento secular ―irregular, es cierto, pero persistente.
Y sin embargo hoy hablar de clase y de comunismo no parece estar a la orden del día. La propia idea de revolución es cada vez más negada, bien porque no sería posible ante la catástrofe capitalista ―es demasiado tarde― o bien porque no sería siquiera deseable ―la revolución internacional, universal, no es más que una idea burguesa. Esta negación se produce al mismo tiempo que se evidencia la incapacidad del capitalismo para ofrecer cualquier forma de futuro. En su locura automática, el capital expulsa enormes masas de trabajo, crea población excedente que amontona en una inmensa favela global, disuelve todo lazo comunitario, consume vorazmente ―caiga quien caiga― los medios de subsistencia que ofrece el planeta al conjunto de las especies. Pero entonces, si la revolución no es posible o siquiera deseable, ¿qué nos queda?
IV
El avance del capitalismo en los siglos subsiguientes fue acabando con quilombos e islas pirata. También fue arrasando los restos de relaciones precapitalistas que conseguían subsistir al dominio de la mercancía. A veces lo hacía con sutilidad, con promesas de libertad y prosperidad en las ciudades industriales, y otras veces era más directo, matando de hambre a familias enteras hasta separarlas de su tierra y su comunidad en busca de un salario de miseria.
Sea como fuere, el valor fue transformando la sociedad a su imagen y semejanza. Emergió el derecho y con él la democracia como la única forma ―el hombre es un lobo para el hombre― de regular las relaciones entre átomos individuales en permanente competencia. La idea de emancipación se juridificó, convirtiéndose en una cuestión de derechos del ciudadano. Se reivindicó el valor del trabajo para afirmar la dignidad del esclavo asalariado. Las familias se fueron haciendo más pequeñas y las viviendas más cerradas sobre sí mismas, componentes de edificios-colmena en los tentáculos interminables de la ciudad. También la separación de la ciudad y el campo se fue aboliendo, de tal forma que la zona rural se convirtió en una fábrica de comida y materias primas, mientras que la ciudad guardaba simulacros de naturaleza en jaulas de oro que llamaba ―abstracta como es toda la lógica del capital― zonas verdes.
El valor no se trata de un hecho económico, sino que es una relación social total que cosifica, fragmenta, juridifica y mercantiliza cada aspecto de la vida humana y natural. A medida que el capitalismo se va desarrollando, a medida que avanza su movimiento expropiador y su lógica atomizadora, también va disolviendo toda forma de comunidad estable arraigada a la tierra.
V
Si la revolución no es posible o siquiera deseable, lo único que nos queda es la sustracción. Abandonar este mundo. Se propone marchar al campo, ocupar o comprar un terreno, fundar una pequeña comunidad con la que soportar de la mejor manera el colapso[2]. También se propone permanecer en la ciudad, crear redes de apoyo, okupar casas y centros sociales, reciclar comida, formar cooperativas en espacios autogestionados o, en su defecto, vivir de delitos menores.
Ambas cosas hacen parte de la propuesta sustraccionista. Entonces se toman ―según las preferencias― los quilombos y las islas pirata, las comunidades campesinas y el bandolerismo social, las cooperativas, sindicatos y ateneos de los inicios del movimiento obrero, y se funden en un mismo mito: el de Robin Hood guarecido en los bosques, protegido para no ser descubierto o agazapado y acechante, a la espera del buen momento para dar un golpe de mano y revertir la situación; en cualquier caso, un Robin Hood separado, sustraído del devenir social.
En el fondo, también hay algo más. Robin está cansado de los humanos. En cambio, en los bosques puede dedicarse a lo que más le apetezca: cuidar su huerto, bailar con la cara pintada alrededor del fuego o alquilar su cabaña biodinámica por Airbnb para asegurarse el aguinaldo. Robin cultiva así con mucha higiene moral su proyecto vital y persevera en su esencia individual. Porque ya sean islas pirata, cooperativas, sindicatos u okupas, su proyecto específico termina por autonomizarse, volverse un fin en sí mismo. Es decir, cuando Robin se va al bosque, en verdad, sigue fuera de él. No deja de confirmarse como individuo atomizado del capital.
Porque la propuesta sustraccionista expresa algo valioso: la necesidad de romper con las relaciones sociales dominadas por la mercancía y el deseo de refundar una verdadera comunidad humana. El problema es que lo hace a través de una separación. Toma la comunidad que generan las formas de lucha de nuestra clase y desecha esa lucha, o a lo sumo la convierte en un futurible desconectado del tiempo presente y del que uno siempre guarda cierta sospecha, como de Godot. Toma pues nuestros intereses inmediatos ―unas condiciones de vida que nos permitan recuperar, siquiera en parte, nuestro ser social― y los separa de nuestros intereses históricos: la ruptura revolucionaria contra el dominio de la mercancía y del Estado. Con ello, se aboca de una u otra forma a la gestión de nuestra miseria, a la gestión de la mercancía y su forma de vida: se cae así en el reformismo de la vida cotidiana, en el gestionismo, puesto que la transformación total ―antropológica― de la revolución es negada para afirmar la transformación de las relaciones individuales en este mundo[3].
Y no por azar, al hacer esto, termina por abandonarse toda idea de universalidad. Encerrada en el localismo, la ideología sustraccionista niega cualquier posibilidad de una verdadera comunidad humana mundial. Niega el internacionalismo, más allá de los alegatos y acciones individuales de solidaridad con las luchas de otros territorios. En lugar de pensar nuestra resistencia como parte de un mismo movimiento común, que de por sí es internacional ―como internacional es el capitalismo―, se piensa como islas en un archipiélago que en el mejor de los casos se van extendiendo poco a poco, hasta tocarse.
VI
Pero hace tiempo que el capitalismo incendió todos los bosques. Como pasa con otras formas de socialdemocracia, el sustraccionismo se apoya en necesidades reales para darles una respuesta falsa. Y es que no es posible sustraerse de este mundo. La única comunidad que resiste al avance del capital es la suya propia ―la comunidad del dinero― y todas las demás tienen que adaptarse a él, vertebrándose en su lógica, o acabarán muriendo.
Como no es posible escaparse del capital, el sustraccionismo se encuentra de frente con sus propios fantasmas. Reproduce las relaciones existentes ―con su competencia, su machismo, su individualismo― y acaba apostando por formas de supervivencia económica que no suponen sino la típica explotación capitalista, pero interiorizada por la autogestión[4]. Cuando la sustracción muestra su impasse, o te resignas o buscas una alternativa más coherente. Si no se puede cambiar nada, si no se puede escapar al capital, quizá entonces empieza a cobrar sentido su gestión (democrática) a partir del Estado. Si las relaciones sociales no se cambian desde una pequeña comunidad, quizá la gran comunidad estatal, con sus decretos y sus fuerzas del orden, sí pueda surtir algún efecto. En definitiva, sustraccionismo y política institucional son las dos caras de una misma moneda.
Así pues, no hay sustracción posible. Sin embargo, el capitalismo se funda en una contradicción esencial: en su dinámica voraz cruza todos los límites, niega todas las necesidades de aquellos que explota y, por eso mismo, la única forma en que el proletariado puede sobrevivir es enfrentándose a esa explotación. A diferencia de otras sociedades de clase, en las que el statu quo podía mantenerse varios siglos, el capitalismo en su crecimiento permanente obliga a reaccionar.
Un estallido y todo comienza.
No necesariamente se produce por el peor ataque ni la peor situación. Ciertamente, los niveles de aguante pueden ser muy altos, si la paz social pesa, y la represión también. Pero a veces llega la gota que colma el vaso: entonces se produce un estallido social, una revuelta que al mismo tiempo niega este mundo y va afirmando formas de comunidad, lazos de solidaridad entre extraños, la identificación más allá de toda frontera y lengua, el erotismo, la imaginación.
Así, de golpe. De la paz social, de la soledad, de la supervivencia individual, de la competición permanente, los átomos-ciudadanos a que nos reduce el capital se ionizan, se reúnen en una estructura común con una carga eléctrica explosiva: la negación de este mundo y la afirmación de otro nuevo son inseparables, la comunidad y la lucha conforman un todo inescindible.
Por eso mismo, cuando llega la derrota esa comunidad de lucha se disuelve. Sin lugar a dudas, quedan redes de solidaridad y de discusión que intentan mantener parte de lo vivido. También quedan estructuras de minorías revolucionarias que tendrán que hacer el balance de la derrota. Pero nuestra clase es intermitente, y lo es porque la única comunidad que puede resistir al avance del capital es la que lo niega radicalmente, y para negarlo, para negar el valor, sólo puede ir profundizándose y extendiéndose internacionalmente o será derrotada. Si la revolución no llega, o llega y no triunfa, la comunidad de lucha tenderá a sumergirse de nuevo en la atomización del capital hasta el siguiente embate.
VII
No hay ya, por tanto, un Amazonas donde esconderse.
Al mismo tiempo, nuestras posibilidades de emancipación son mucho mayores que en épocas pasadas: a diferencia del quilombo sumergido en la selva o de la isla perdida en el océano, la lucha de nuestra clase se produce ―cada vez más― como un fenómeno mundial y se dirige hacia la constitución de una comunidad humana internacional.
Mientras haya especie humana habrá una resistencia al avance del capital. Mientras haya resistencia habrá estallidos. Mientras haya estallidos, habrá una memoria de las lecciones extraídas, un aprendizaje subterráneo, una nueva revuelta que no tropezará con las mismas piedras, una generalización creciente de las luchas. En este proceso, nuestra clase tiende a constituirse en partido.
Nada de esto tiene que ver con la conciencia de determinadas individualidades. La revolución no es sólo posible y deseable, también es inevitable: un hecho tectónico, un fenómeno natural. Precisamente: natural.
Nuestra lucha es el único bosque que el capital no puede deforestar.
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Notas
[1] Para más información sobre estos dos fenómenos de lucha, cf. Rodrigo Vescovi: «Bucaneros y quilombos: Comunidades de resistencia en América durante el siglo XVII», disponible en periodicoellibertario.blogspot.com/2018/02/bucaneros-y-quilombos-comunidades-de.html
[2] Para una crítica a la idea del colapso del capitalismo, cf. nuestro texto: El decrecentismo o la gestión de la miseria, disponible en barbaria.net/2019/06/09/el-decrecentismo-y-la-gestion-de-la-miseria
[3] Al mismo tiempo, al caer en el gestionismo y reducirlo todo a las relaciones presentes, se evita tener que enfrentarse a la problemática de la revolución y, por tanto, de la dictadura del proletariado. Para una reflexión sobre este punto fundamental a partir de la experiencia histórica, cf. «Sobre la revolución y contrarrevolución en la región española (VII): Conclusión y balance» en nuestra página barbaria.net/2019/12/31/sobre-la-revolucion-y-contrarrevolucion-en-la-region-espanola-vii-conclusion-y-balance
[4] Cf. Cuadernos de Negación, nº 12: «Crítica de la autogestión». Disponible en cuadernosdenegacion.blogspot.com/2018/11/nro12-critica-de-la-autogestion.html