Il Programma Comunista, 10 de septiembre de 1965 (A propósito de la revuelta negra californiana de Watts)
Traducido por Barbaria
Una vez pasado el aguacero de la «revuelta negra» en California, antes de que el conformismo internacional enterrara el acontecimiento bajo el «abrazo» de un grueso manto de silencio; cuando la burguesía «ilustrada» todavía buscaba ansiosamente descubrir las «misteriosas» causas que habían obstaculizado el funcionamiento «regular y pacífico» del mecanismo democrático en ese país, algunos observadores de ambos lados del Atlántico se consolaron recordando que, después de todo, las explosiones de violencia colectiva por parte de «gente de color» no son nada nuevo en América y que, por ejemplo, una explosión tan grave tuvo lugar en Detroit en 1943, sin ningún tipo de seguimiento.
Pero algo profundamente nuevo ocurrió en este ardiente episodio de rabia, no de naturaleza vagamente popular sino proletaria, que fue seguido no con fría objetividad sino con pasión y esperanza. Y esto es lo que nos hace decir: la revuelta negra ha sido aplastada: ¡viva la revuelta negra!
La novedad – para la historia de las luchas por la emancipación de los asalariados y subasalariados negros, y no para la historia de las luchas de clase en general – es la casi perfecta coincidencia entre la pomposa y retórica promulgación presidencial de los derechos políticos y civiles, y el estallido de una furia subversiva anónima, colectiva e «incivil» por parte de los «beneficiarios» del gesto «magnánimo»; entre el enésimo intento de atraer al esclavo torturado con una zanahoria miserable que no cuesta nada, y el inmediato e instintivo rechazo del esclavo a dejarse vendar los ojos y a doblar de nuevo la espalda.
Rudamente, educados por nadie – ni por sus líderes que son más gandhianos que el mismo Gandhi; ni por el «comunismo» al estilo de la URSS que, como L’Unità (2) se apresuró a recordarnos, repele y condena la violencia – pero educados por la dura lección de los hechos de la vida social, los negros de California han gritado al mundo, sin tener la conciencia teórica de ello, sin necesidad de expresarlo en un lenguaje elaborado, pero proclamando en el calor del momento, la simple y terrible verdad de que la igualdad jurídica y política no es nada mientras persista la desigualdad económica; y que no es posible ponerle fin mediante leyes, decretos, sermones u homilías, sino sólo derribando por la fuerza los cimientos de una sociedad dividida en clases. Es este abrupto desgarro del velo de las ficciones legales y de las hipocresías democráticas lo que ha desconcertado y sólo podría desconcertar a la burguesía; es esto lo que ha entusiasmado a los marxistas; es esto lo que debe hacer pensar a los proletarios, dormidos en los falsos forros de las metrópolis de un capitalismo nacido históricamente bajo una piel blanca.
Cuando el Norteamericano, ya en el camino hacia el capitalismo pleno, lanzó una cruzada por la abolición de la esclavitud en el Sur, lo hizo no por razones humanitarias, ni por respeto a los principios eternos de 1789, sino porque era necesario desarraigar una economía patriarcal pre-capitalista y «liberar» su fuerza de trabajo para que se convirtiera en un recurso gigantesco para el monstruo capitalista codicioso. Ya antes de la Guerra Civil, el Norte alentó la huida de los esclavos de las plantaciones del Sur, demasiado atraído por una mano de obra que se habría ofrecido a bajo precio en el mercado laboral y que, además de esta ventaja directa, le habría permitido comprimir el salario de la mano de obra ya pagada, o al menos no dejar que aumentara. Durante y después de esta guerra el proceso se aceleró rápidamente y se generalizó.
Era un paso históricamente necesario para liberarse de las limitaciones de una economía ultrarígida; y el marxismo lo acogió con agrado, pero no porque no supiera que «liberada» en el Sur, la mano de obra negra encontraría en el Norte un mecanismo de explotación ya preparado, y en algunos aspectos aún más feroz. En palabras de El Capital, el «Negro valiente» sería libre de llevar su piel en el mercado de trabajo y broncearla: libre de las cadenas de la esclavitud sureña, pero también libre del escudo protector de una economía y una sociedad basadas en las relaciones personales y humanas, en lugar de las relaciones impersonales e inhumanas; libre, es decir, solo, desnudo y desarmado.
Y en realidad el esclavo escapado en el Norte se dio cuenta de que no era menos inferior que antes; porque se le pagaba menos; porque se le privaba de las calificaciones profesionales; porque aislado en nuevos guetos como un soldado en un ejército de reserva industrial y como una amenaza potencial para desintegrar el tejido global del régimen de propiedad privada; porque discriminado y segregado como alguien que no debe sentirse como un ser humano sino como una bestia de carga, y como tal se vendió al primer postor sin pedir nada más ni mejor.
Hoy, un siglo después de su llamada «emancipación», se le concede la «plenitud» de los derechos civiles en el mismo acto en que su ingreso promedio es enormemente inferior al de su conciudadano blanco: Su salario es la mitad del de su hermano de piel blanca, la paga de su novia es un tercio de la de su hermano; en el mismo acto en que las metrópolis de negocios doradas lo confinan a terribles guetos de miseria, enfermedad, inseguridad, aislándolo detrás de invisibles muros de prejuicios, hábitos y reglamentos policiales; en el mismo acto en que el desempleo, que la hipocresía burguesa llama «tecnológico» (diciendo que es una «fatalidad», el precio que hay que pagar para avanzar en el camino del progreso, y no por culpa de la sociedad actual), encuentra sus víctimas más numerosas entre sus hermanos de raza, porque pertenecen a los simples obreros o subproletarios dedicados a los trabajos más difíciles y viles; en el mismo acto en que, como en el campo de batalla junto a sus hermanos blancos cuando es tratado como carne de cañón, se ve profundamente transformado en un ser desigual frente al policía, al juez, al fiscal, al jefe de la fábrica, al burócrata del sindicato, al dueño de su barrio
Y es también innegable -y es incomprensible para los pedantes- que su revuelta estalló en California, donde el salario medio de los negros es más alto que en el Este; pero es precisamente en esta región de auge capitalista y del llamado «bienestar» donde la disparidad de los salarios es mayor; es precisamente allí donde el gueto, ya cerrado a lo largo de la costa atlántica, se está cerrando rápidamente en presencia del obsceno despliegue de lujo, de despilfarro, de buena vida de la clase dominante -¡que es blanca!
Es contra esta hipocresía de un igualitarismo jesuita inscrito en la ley, pero negado en la realidad de una sociedad excavada por profundas trincheras de clase, que la rabia negra ha estallado; de la misma manera que la ira de los proletarios blancos vertiginosamente atraídos y hacinados en los nuevos centros industriales del capitalismo avanzado, hacinados en las chabolas, en los guetos monótonos, en los tugurios de la sociedad burguesa muy cristiana donde son «libres» de vender su fuerza de trabajo. … para no morir de hambre; de la misma manera que la santa furia de las clases dominadas explotará siempre y, por si fuera poco, ¡es despreciada y calumniada!
«Rebelión premeditada» contra “el respeto de la ley, los derechos del prójimo y el mantenimiento del orden» exclamó el Cardenal de nuestra Santa Madre Iglesia, Mc Intyre, como si el nuevo esclavo -sin cadenas hasta los pies- tuviera un motivo para respetar una ley que lo quiebra boca abajo y lo mantiene de rodillas. O que, como «vecino» de los Blancos, nunca se encontró con «derechos», o que pudo ver en esta sociedad basada en la triple mentira de la libertad, la igualdad, la fraternidad, algo más que el desorden elevado al nivel de un principio.
«Los derechos no se conquistan con la violencia», gritó Johnson (2). Una mentira. Los negros recuerdan, aunque sólo sea por haberlo oído decir, que los blancos tuvieron que librar una larga guerra para conquistar los derechos que les negaba la metrópoli inglesa; saben que los negros y los blancos, temporalmente unidos, tuvieron que librar una guerra aún más larga para obtener la apariencia de una «emancipación» aún impalpable y lejana; ven y sienten cada día la retórica chovinista que exalta el exterminio de los pieles rojas, la marcha de los «padres fundadores» hacia nuevas tierras y «derechos» y la dura brutalidad de los pioneros de Occidente, «redimidos» de la civilización por la Biblia y el alcohol. ¿Qué es todo esto si no es violencia?
Los negros han comprendido que no hay ningún problema en la historia americana, como en la de todos los países, que no se haya resuelto por la fuerza; que no hay ningún derecho que no sea el resultado de enfrentamientos, a veces sangrientos, siempre violentos, entre las fuerzas del pasado y las del futuro.
Cien años de pacífica espera de magnánimas concesiones de los blancos les ha traído poco, excepto lo poco que el ocasional arrebato de rabia ha podido arrancar de la miserable y cobarde mano del jefe. ¿Y cómo respondió el Gobernador Brown, defensor de los derechos que los blancos sintieron amenazados por la «revuelta», si no por la violencia democrática de ametralladoras, porras, tanques y el estado de sitio?
¿Y qué es eso, si no la experiencia de las clases oprimidas bajo todos los cielos, sin importar el color de su piel y su origen «racial»? El hombre negro, ya sea un proletario puro o un subproletario, que gritó en Los Ángeles: «nuestra guerra está aquí, no en Vietnam», no expresó otra idea que la de los hombres que «asaltaron los cielos» durante la Comuna de París y la Comuna de Petrogrado, sepultureros de los mitos del orden, del interés nacional, de las guerras civilizatorias y heraldos de una civilización que es finalmente humana.
Los burgueses no deben consolarse pensando: son episodios lejanos que no nos conciernen, no hay cuestión racial en nuestro país. La cuestión racial es hoy, de una manera cada vez más obvia, una cuestión social.
Que los desempleados y semidesempleados del lacerado Sur italiano ya no encuentren la válvula de seguridad de la emigración, hace imposible que huyan para ser explotados más allá de las fronteras sagradas de la patria (y para ser masacrados en desastres debido no al destino, a los caprichos inesperados de la atmósfera, o, nunca se sabe, al mal de ojo, sino a la sed de lucro del Capital). Los Estados Unidos han sido un frenético buscador de ahorros en los costes de equipo, transporte, dispositivos de seguridad, y tal vez futuras ganancias en la reconstrucción después de desastres inevitables y cualquier cosa menos impredecibles (incluso cuando se los deplora hipócritamente); que las barriadas de nuestras ciudades industriales y capitales morales (!!) estén llenas, más que hoy, de parias sin trabajo, sin pan, sin reservas, y tendréis un «racismo» italiano, visible, además, hoy en día en las recriminaciones de los habitantes del Norte contra los “bárbaros» e «incultos» terroni (forma despectiva de referirse a los originarios del sur de Italia que habitan en el norte. NdT).
Es la estructura social en la que estamos llamados a vivir hoy lo que da lugar a tal infamia; es bajo sus escombros que desaparecerá.
Esto es lo que la «revuelta negra» de California – ni lejana ni exótica, sino presente entre nosotros; inmadura y derrotada, pero precursora de la victoria – recuerda a los que, drogados con opio democrático y reformista y sin memoria, se han dormido en el sueño ilusorio del bienestar.
Notas
1) Pat Brown, Gobernador demócrata de California de 1958 a 1966 (cuando fue derrotado por Ronald Reagan), fue el padre del también Gobernador Jerry Brown, que presidió California de 1975 a 1982.
(2) L’Unità era el diario del Partido Comunista Italiano.
(3) Lyndon Johnson fue el presidente demócrata de los Estados Unidos (se convirtió en presidente después del asesinato de Kennedy, del que fue vicepresidente). Su programa «Gran Sociedad» incluía el reconocimiento de los «derechos civiles» de los negros, la «guerra contra la pobreza», la institución de medidas sociales en el sector de la salud como Medicare y Medicaid para los más desfavorecidos, etc. Es bajo sus mandatos que la participación americana en la guerra de Vietnam, que comenzó bajo Kennedy, realmente se intensificó.