El Estado de la República Argentina es, como cualquier Estado, una institución genocida. Una maquinaria basada en el asesinato, la coacción masiva y el terror. Desde sus inicios hasta el día de hoy, y hasta el día que muera junto a todos los Estados.
Tras la independencia y con el avance del mercado moderno se hizo fundamental disciplinar a las poblaciones atándolas a un trabajo fijo, desterrando para siempre el libre vínculo con el resto de la naturaleza. Por un lado, se dictaban normas como la Ley de vagos y la obligación para los habitantes de las zonas rurales de portar la papeleta de conchabo, al tiempo que se extendía la demarcación de tierras y los títulos de propiedad sobre ella. Los fortines para el exterminio indígena y los batallones para las guerras civiles se nutrieron de pobres y desposeídos para usarlos como carne de cañón.
En tal sentido, la Guerra del Paraguay (o Guerra de la Triple Alianza) constituye uno de los hechos fundacionales del Estado argentino. Entre 1864 y 1870 Argentina, Uruguay y Brasil aliados con Gran Bretaña invadieron y arrasaron el Paraguay, unidos bajo la bandera del libre comercio, la libre navegación de los ríos y los empréstitos ingleses para financiar la guerra. En esos días Paraguay constituía el principal competidor de la industria y el comercio británico en la región, siendo el país más industrializado de América del Sur. Se estima que producto de esta masacre murió más de la mitad de la población del Paraguay, entre ellos más del 80% de los varones en edad militar. Como trofeo, la naciente burguesía argentina consiguió la anexión de la actual Formosa para su explotación.
De forma similar, Argentina anexó la Patagonia y el Gran Chaco después de sucesivas masacres a los habitantes de dichas regiones. En 1878 empezó la estocada final a los pobladores patagónicos con la llamada Campaña del Desierto, que terminó simbólicamente el 25 de mayo del año siguiente izando la bandera argentina a orillas del Río Negro, en las proximidades de la actual Bariloche.
En 1880 comenzó la matanza en el Norte con la Conquista del Chaco contra qom, wichis y mocovíes, guerra que durará hasta entrada la década del veinte del siglo XX. Esta permitió el mejor control estatal del norte de Santa Fe, este de Santiago del Estero y las actuales provincias Chaco y Formosa.
En todas estas regiones, la brutalidad impuesta por la dominación del Estado argentino por medio de la violencia persiste al día de hoy con un mismo objetivo: la coacción a través del trabajo asalariado y la privatización de la tierra.
Los mapuche y tehuelche junto con los soldados llevados por la leva (el reclutamiento obligatorio para servir en el ejército), terminaron sus días como miserables peones rurales de los nuevos territorios conquistados, que pasaron a manos de la oligarquía argentina y británica. Lo mismo pasó en el Gran Chaco. Qom, wichis y mocovíes junto con los criollos terminaron como hacheros, carreros u obreros en los talleres de la explotación maderera que se impulsó en la provincia de Santa Fe, junto con el capital británico.
Ambas regiones tendrán sendas explosiones de rabia proletaria a comienzos de la década del veinte, de las más radicales que se recuerdan. Ambas fueron brutalmente reprimidas por el demócrata Hipólito Yrigoyen y su ejército. El mismo ejército que nos aplastaría la cabeza con seis gobiernos de facto durante todo el siglo XX, teniendo otra vez como objetivo el afianzamiento del capital mundial en el territorio asesinando a mansalva a todos aquellos que se oponían firmemente al perverso sistema.
El 6 de septiembre de 1930 Uriburu encabezó el primer golpe de Estado en esta región. El anarquista Joaquín Penina, asesinado a orillas del Saladillo en Rosario el 11 de septiembre de 1930, tiene el horrible honor de ser considerado el primer caso de desaparición forzada en Argentina. A partir de allí, esta práctica se haría cada vez más común llegando a su plena sistematización en el régimen de Videla y compañía. Evidentemente, podemos hablar de desaparecidos cuando la maquinaria estatal ya registró y fichó a todos sus ciudadanos. Pero entre las masacres masivas de indios, de negros y de pobres del siglo anterior también pueden contarse miles de desaparecidos.
En el llamado Proceso de Reorganización Nacional, comenzado en marzo de 1976, la maquinaria estatal se modernizó y perfeccionó sus engranajes, desatando una compleja represión durante una década de oleadas de revueltas masivas en todo el mundo. Se sistematizaron las desapariciones forzadas, la apropiación de bebés, los centros clandestinos de detención y sus torturas, asistidas ya por la ciencia médica y otros técnicos.
Más recientemente, durante los más de 30 años de democracia, las personas asesinadas por el aparato represivo del Estado argentino se cuentan todos los días, a las que se suman las desapariciones forzosas que también ejecuta. Todo esto sin que olvidemos la cantidad de desapariciones y muertes en manos de fuerzas parapoliciales o de empleados a sueldo de empresas y negocios millonarios como los del narcotráfico o el tráfico de personas, cuyas ganancias también engrosan las arcas de los funcionarios estatales cuya connivencia con aquellos son innegables.
«Nunca más» es una expresión utilizada para repudiar el terrorismo de Estado, pero solamente el ocurrido durante el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional. Las palabras de Alfonsín tras recibir el famoso informe –que recordemos intentaba sostener la «teoría de los dos demonios»— son contundentes: «Solamente sobre la base de la verdad y la justicia podremos encontrarnos en reconciliación tomados de la mano (…) para que nunca más el odio, para que nunca más la violencia, conmueva, degrade y perturbe a la sociedad argentina.»
El «Nunca más» oculta e ignora la continuidad del terrorismo estatal antes y después de los setenta en la región argentina. Entonces ¿nunca más qué?
Dicha consigna contiene dos expresiones: la de la repulsión a la tortura y la sistematización de las desapariciones de personas y el terror; y otra la de la indignación escenificada para hacer olvidar que los gobiernos elegidos por las urnas también, y a su modo, torturan y sistematizan el terror y la opresión. Esta última intenta depositar en el Estado argentino, genocida y destructor de la vida, la confianza para defender, justamente, la vida.
La sistematización de la persecución, la tortura y el asesinato es solamente uno de los modos de funcionamiento de la «megamáquina», una estructura racional, polivalente y flexible, que adopta formas operativas de coacción explícita o implícita según las necesidades del Capital y la especificidad del contexto. Es precisamente esta maquinaria masiva la que alimenta la idea de un «nunca más» consustanciado únicamente con el modo implacable del terror de los setenta: una suerte de nunca más selectivo.
Existe una continuidad del terrorismo estatal que no olvidamos ni perdonamos. El Estado argentino no es una institución idéntica a sí misma desde sus inicios. No son lo mismo las masacres del Chaco paraguayo del siglo pasado y la masacre silenciosa de jóvenes proletarios por “gatillo fácil”; para las fuerzas estatales es preciso enfrentar sus obstáculos de acuerdo a las posibilidades y necesidades del momento. Y si decimos «obstáculos» es porque a eso nos reducen las fuerzas del orden cuando el fin justifica los medios. Y el fin siempre es el desarrollo del Capital.
El Estado no es entonces nuestro enemigo porque quienes detentan el poder sean simplemente malas personas o estén motivados por ciegas ambiciones. Es nuestro enemigo porque organiza y ordena el sometimiento de nuestras vidas en consonancia con el Capital, porque es en definitiva el gobierno del Capital.
Extraído del Boletín La oveja negra # 61