Alimentos estándar para humanos
Revista N+1 – Número 43, abril 2018
Han pasado 17 y 10 años, respectivamente, desde que publicamos La obra del sol y Por qué los agrocombustibles matarán de hambre al mundo. No cambiaríamos ni una coma de lo que dijimos entonces, sólo constatamos que la situación ha empeorado, y mucho. No fueron los hechos más visibles de impacto emocional inmediato, como el cultivo de cereales para ser fermentados y destilados para alimentar a los coches, o el cultivo extensivo de soja y otros vegetales que entran en el ciclo de fabricación de piensos, los que lo precipitaron. El principal peligro para la estabilidad del Planeta es ahora el simple aumento del nivel de vida de los 1.500 millones de personas que han variado (aunque sea ligeramente) su dieta introduciendo más carne en ella, aumentando así la cría de ganado de abasto, que requiere una gran cantidad de piensos y produce más gases de efecto invernadero que todos los motores en funcionamiento del mundo.
El «hambre en el mundo» no es un tema oscuro de investigación. Sabemos cómo afrontarlo y, al fin y al cabo, hay mucha comida, por lo que se desperdicia gran parte de ella. Incluso en términos capitalistas, se sabe cómo equilibrar el impacto de los bienes problemáticos, tóxicos o altamente contaminantes. Al menos se podría recurrir a políticas de compensación, como se hace con los países que contaminan poco y acumulan cupones virtuosos para vender a otros países que contaminan mucho. Es una aberración inhumana, pero vete a decírselo a alguien que se esté muriendo de pena. En lugar de ser el producto de políticas perversas llevadas a cabo por malvados especuladores, traficantes y gobernantes corruptos, el hambre es el resultado de un enfoque espontáneo de la normalización de las especies alimentarias. Todos los agricultores que siguen cultivando la tierra están encantados de que la modernización de la agricultura obligue a otros agricultores a abandonar la tierra. Y no tendrá reparos en adoptar semillas híbridas de algunas variedades de especies cultivables, porque su rendimiento le hará ganar más dinero. Es un mecanismo automático puesto en marcha por las necesidades de la acumulación de capital. Durante décadas, la agricultura se ha ajustado al mandamiento ganador: acabar con los antiguos sistemas agrícolas locales y sustituirlos por vastas superficies de cultivos de alto rendimiento. Esto último calculado exclusivamente en términos de cantidad, ya que el «hambre en el mundo» exige que no nos pasemos de sutiles con las propiedades organolépticas. Mientras haya una forma de llenar las barrigas vacías, no importa que empecemos a comer el mismo maíz y la misma soja que hemos seleccionado genéticamente para alimentar a los animales. Y dentro de poco (de hecho ya lo están haciendo) nos dirán que es normal comer larvas, insectos o gusanos.
Las grandes multinacionales de la agroindustria no son sensibles a cuestiones como la biodiversidad, el sabor, la nutrición, el impacto en nuestro organismo de los productos nitrogenados absorbidos de los alimentos. Pero es llamativo constatar, mientras el «hambre en el mundo» hace estragos, afectando a cientos de millones de personas, el enorme éxito del ecologismo pequeñoburgués, que se detiene en los epifenómenos y es incapaz de abordar el problema racionalmente.
Ahora bien, es cierto que hay personas que pueden dedicar un poco de su tiempo y de su cartera a aliviar el sufrimiento de sus semejantes, y es igualmente cierto que en los campos de la ecología, la alimentación, el clima, las extinciones y la biodiversidad se están diciendo mentiras colosales, pero es seguro que este planeta no podrá sostener por mucho tiempo la depredación ecocida a la que está sometido. Todos los cuentos chinos que se cuentan tanto en el ámbito del agronegocio como en el de los paladines verdes no explican en absoluto por qué la tan cacareada productividad por hectárea, lograda mediante la expropiación de una masa campesina que ha ido a engrosar los barrios marginales urbanos, no ha disminuido el «hambre en el mundo», sino que, por el contrario, la ha aumentado. No explican por qué la llamada revolución verde ha producido, sólo en la India, doscientos mil suicidios de pequeños agricultores que ya no podían comprar las semillas híbridas no autorrenovables de las grandes multinacionales. Es fácil concluir: estos últimos son culpables de este desastre y deben ser detenidos.
No son inocentes, por supuesto. Pero, ¿lo hicieron ellos solos? ¿Por qué, por ejemplo, el Banco Mundial financia cualquier proyecto orientado a someter la agricultura al dictado de matar la biodiversidad alimentaria? Ya sea una presa, un acueducto, un ferrocarril o un mega proyecto de recuperación de tierras, el capital necesario llegó en cantidades tales que si se hubiera distribuido entre los agricultores que se suicidaron habría producido resultados menos asesinos. ¿Por qué el Fondo Monetario Internacional, para garantizar los préstamos a los Estados, siempre ha exigido sacrificios a las poblaciones ya obligadas a bajar su nivel de vida diario? Porque la Organización Mundial del Comercio, tan sensible al proteccionismo estadounidense, es implacable con los pequeños países agrarios que intentan salvaguardar sus productos del dumping de los países industriales (en los mercados africanos hay productos agrícolas europeos que cuestan menos que los locales).
No abogamos por una agricultura compuesta por pequeñas y miserables parcelas en las que viven campesinos embrutecidos por la fatiga, la familia y las deudas. La solución al hambre no pasa por volver a las condiciones arcaicas. Pero seguramente el capitalismo, que tiene un alto rendimiento industrial en cada unidad de producción, tiene un rendimiento social muy bajo. En la agricultura, ni siquiera consigue planificar el dimensionamiento de las explotaciones en función de las cualidades de la tierra, no consigue planificar la cantidad de productos agrícolas necesarios de un año a otro. La renta agraria es un reparto de plusvalía y, sobre todo en tiempos de crisis, cuando la plusvalía se enrarece, el agricultor tendría que producirla él mismo sin ir a otra parte. Para ello tendría que explotar el trabajo asalariado en el campo, lo que sólo es rentable para grandes superficies y cultivos «extremos», intensivos (hortalizas de invernadero) y extensivos (cereales, soja), y que sólo es posible invirtiendo a gran escala, en grandes superficies utilizando la ciencia bioquímica para aumentar la productividad.
Catástrofe alimentaria, pero no sólo
n+1 – Informe de telereunión 24 de mayo de 2022
La teleconferencia del martes por la noche, con la presencia de 21 compañeros, comenzó abordando el tema de la actual crisis alimentaria.
The Economist tituló su edición del 21 de mayo «La catástrofe alimentaria que se avecina», acompañándola de una imagen de portada bastante macabra que representa tres espigas de trigo formadas por granos con forma de calavera. La imagen, que se ha hecho viral en las redes sociales, pretende representar un problema real que está atrayendo la atención mundial. El artículo del semanario británico, aunque parte de premisas que no son sólo las nuestras (por ejemplo, culpar de todo al camorrista de turno, en este caso Putin), muestra que la guerra está llevando a un mundo ya frágil a la ruptura.
Las dificultades de abastecimiento de materias primas y la congestión de los procesos logísticos (cuellos de botella) manifestadas con la pandemia se han agravado con la guerra en Europa. Rusia y Ucrania suministran el 28% del trigo comercializado en el mundo, el 29% de la cebada, el 15% del maíz y el 75% del aceite de girasol. Estos suministros son esenciales para alimentar a Libia, Egipto, Túnez, varios países africanos y, en general, toda la zona que va desde el sur de África hasta el este de Asia. Los primeros disturbios por hambre ya han estallado en Sri Lanka e Irán. Inglaterra se ha adelantado proponiendo la formación de una «coalición de voluntarios» para escoltar a los buques mercantes que transportan grano ucraniano en el Mar Negro.
Las exportaciones de alimentos de Ucrania proporcionan las calorías para alimentar a 400 millones de personas. Además, señala The Economist, sólo el trigo ucraniano permitió poner en marcha el 50% de los programas de Naciones Unidas (Programa Mundial de Alimentos), cuyo objetivo es precisamente combatir la escasez y el hambre. India, también tras una sequía récord y una increíble ola de calor en el sur de Asia, ha declarado que suspenderá sus exportaciones de trigo. El país es el segundo productor mundial de trigo.
La guerra en Ucrania no sólo supone el bloqueo en los puertos del grano destinado a países extranjeros, sino que también perjudica la futura producción del país. De hecho, será difícil restablecer en poco tiempo la cadena de producción y logística, que incluye el uso y la adquisición de fertilizantes y equipos agrícolas, la adquisición de semillas, etc. Es seguro que el problema persistirá durante mucho tiempo, lo que también tendrá consecuencias en el desarrollo de los futuros vinculados a esta materia prima (léase especulación financiera).
La crisis alimentaria también suscita dudas entre los expertos sobre el uso de los biocombustibles: alrededor del 10% de todos los cereales producidos en el mundo se destinan a la producción de biocombustibles, y el 18% de los aceites vegetales se destinan al biodiésel. Hambre para los humanos, comida para las máquinas («Por qué los agrocombustibles matarán de hambre al mundo»). António Gutierres, Secretario General de las Naciones Unidas, advirtió del «espectro de una escasez mundial de alimentos» que podría durar años.
Por tanto, el problema no es sólo el bloqueo del puerto de Odesa, sino los criterios de distribución global del grano. Tal y como están las cosas actualmente, se podrían clasificar racionalmente los alimentos disponibles, pero no se hace porque prevalece la forma corporativa, la renta agraria, la propiedad privada, la guerra de todos contra todos. Por un lado está la planificación, sin la cual el sistema se derrumbaría, la logística debe entenderse como el flujo sanguíneo de la producción, por otro lado está la anarquía inherente al mercado. Sabemos que el capitalismo logra producir admirablemente bienes con un plan de producción racional dentro de las fábricas individuales, pero a nivel social logra planificar muy poco. Nuestras acciones cotidianas, desde el uso de un teléfono móvil hasta el de un electrodoméstico, se relacionan con redes de tal complejidad que no podrían funcionar sin planes centralizados que, además, son precisos hasta el punto de limitar la probabilidad de contratiempos. Podría haber muchos ejemplos, ya que toda nuestra vida gira en torno a procesos regulados.
Sin embargo, hoy en día la planificación es sólo una cara de la moneda, la otra es el creciente desorden económico y social.
El programa inmediato de la revolución (reunión de Forli del Partido Comunista Internacional, 28 de diciembre de 1952) adopta la forma de un plan de especies, cuyos puntos hemos desarrollado en un manifiesto político. Si en los años 50 este programa podía entenderse como el nacimiento de una corriente política que luchaba contra otras, hoy aparece cada vez más claramente como un plan de especie, la única forma de evitar la extinción. Pensemos en las metrópolis de 20 millones de habitantes: son metástasis incontrolables («Deconstrucción urbana», «La morada del hombre»). Y lo mismo ocurre con el tráfico contaminante y la circulación insensata de mercancías («Evitar el tráfico innecesario», «Controlar el consumo, desarrollar las necesidades humanas»). Un par de décadas después de la redacción del programa Forli, algunas fracciones de la clase dirigente han llegado a capitular ideológicamente ante él, por ejemplo con el Informe sobre los límites del desarrollo (Club de Roma, 1972). Y sobre la «reducción drástica de la jornada laboral», uno de los puntos del programa inmediato («Tiempo de trabajo, tiempo de vida»), los capitalistas y los gobernantes ya están trabajando con los experimentos de semanas laborales cortas en varios países.
Una situación de invivilidad, malestar y alienación debida a la agonía de una forma social moribunda produce una necesidad desesperada de comunidad, que se manifiesta de las formas más contradictorias, como los seguidores de fútbol o las sectas religiosas. Hay miles de personas, especialmente en Estados Unidos, que llevan años preparándose para el fin del mundo construyendo búnkers subterráneos, refugiándose en lugares remotos y acaparando alimentos de larga duración. Se están preparando para el apocalipsis, dicen. El «misterioso» fenómeno Qanon, una galaxia de grupos y movimientos basados en teorías chifladas, moviliza a miles de personas y genera acontecimientos como el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021. Se trata de agrupaciones difícilmente clasificables con las viejas etiquetas izquierda-derecha tan queridas por los europeos. Desde los supremacistas blancos hasta la ultra derecha, desde los antisistema de supervivencia hasta los conspiradores del no-vacunas, el mundo está produciendo una profusión de fenómenos irracionales. Las viejas estructuras políticas se disuelven y las nuevas luchan por emerger; estamos, pues, en una fase híbrida en la que proliferan los populismos de diversa índole y naturaleza.
Estamos en medio de una transición que afecta a todo el espectro de la actividad humana. Así lo atestigua también la guerra que se libra en Ucrania, un conflicto bastante anómalo: los arsenales bélicos actuales no sirven para la guerra electrónica, los tanques ya no son necesarios, como tampoco lo son los barcos y los aviones. Cuando la ley del valor falla, cuando la crisis ya no es coyuntural sino estructural, la superestructura social, la psicología colectiva y el individuo, también se ven afectados. El capitalismo nunca ha visto una situación tan crítica y no hay ningún elemento dentro del sistema que pueda revertirla.
De las capitulaciones ideológicas de la burguesía frente a «nuestra» doctrina, pasamos a las prácticas. Al hablar de transición social, no debemos olvidar el importante fenómeno de los transfugas de clase (los tránsfugas de su entorno social), elemento invariable de toda revolución, signo fundamental de la estrecha ruptura política con la vieja sociedad. La respuesta proletaria a la creciente catástrofe sólo puede ser internacional e internacionalista. El partido comunista, tal y como lo entiende nuestra corriente, es un organismo de la especie que se forma y desarrolla gracias a la información procedente del futuro. Su programa no depende de las opiniones de tal o cual dirigente, sino de la evidencia científica (el actual modo de producción está condenado por su bajo rendimiento energético). Hoy en día, es mucho más fácil hacer circular las ideas. Los Estados cierran Internet cuando estallan disturbios o insurrecciones, pero en más de una ocasión los manifestantes han conseguido saltarse los bloqueos (por ejemplo, creando redes de malla como durante las Primaveras Árabes).
Cuando la revolución está madura, encuentra sus militantes, sus herramientas vivas, que se verán impulsadas por poderosas determinaciones para realizar sus objetivos, quizás sin ser siquiera conscientes de que lo están haciendo. Al fin y al cabo, la revolución es un hecho natural, al igual que los terremotos, las erupciones volcánicas y las tormentas.
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