N+1 – Notas sobre el 68

Traducción de Barbaria; las notas son de una charla sobre los años 70 en Italia que hicieron hace unos años los compañeros de n+1

La primera fase del obrerismo u operaísmo[1] italiano fue anarcosindicalista y tuvo lugar entre la crisis de la Primera Internacional (1872) y la fundación del Partido Socialista Italiano (1892). La segunda, en parte superpuesta a la primera, fue la socialista y gramsciana, que fue desde la fundación del Partido Obrero Italiano (1882) hasta la catástrofe degenerativa de la Internacional Comunista (1926). La tercera, que comenzó en 1958-59 con un intento de contraataque frente al largo periodo contrarrevolucionario estalinista en plena reconstrucción de posguerra. Fue sobre todo el producto de un fuerte impulso de los obreros industriales, que también agitó a grupos de jóvenes militantes de los partidos y sindicatos tradicionales, a los que se unieron elementos de la intelectualidad universitaria pequeñoburguesa.

En Turín, un Gramsci de poco más de veinte años se quedó impresionado por la realidad de la FIAT y la subordinación del proletariado al viejo socialismo de los notables. Asimismo, a finales de los años 50, los nuevos obreristas quedaron impresionados por el deslumbrante desarrollo del sistema fabril ultramoderno que había atraído al proceso de producción a millones de jóvenes trabajadores, principalmente del sur de Italia, arrancados de sus orígenes. Les impresionó aún más la contradicción entre una clase obrera extremadamente combativa y el entorno político-sindical aún impregnado de la ideología de la Guerra Fría. Así, sin salir de las oficinas del partido y de las universidades, los nuevos obreristas se hicieron con mano de obra militante entre los estudiantes y los trabajadores. Pasaron a lidiar con una realidad en febril agitación y se vieron abrumados por ella. Fascinados por estos acontecimientos y su potencial explosivo, creyeron descubrir un mundo nuevo respecto al que ya había sido perfectamente descrito y anticipado un siglo antes, así que se dedicaron a explicárselo a los trabajadores adaptando a Marx a los «nuevos horizontes de la revolución». Estos horizontes consistían en saltarse la necesidad del partido revolucionario y sustituirlo por la primacía de la lucha fabril por encima de todo lo demás.

Como degeneración del marxismo, el obrerismo de la tercera fase hizo un daño considerable y lo hizo aún más cuando, en los años 60, se encontró con influencias de herencia estalinista, lecturas sociológicas e hipótesis tercermundistas. Puesto que el obrerismo es el producto genuino de una sociedad decadente que empuja a las no-clases a darse ideologías espurias copiando a diestro y siniestro, lo volveremos a encontrar con mil disfraces hasta que el capitalismo reviente. Hagamos una predicción fácil basada en elementos que ya se intuyen: la cuarta fase seguirá mezclando la primacía corporativista gramsciana, Karl Marx, Max Weber, Mao y Stalin, pero añadirá un poco de New Age y de revolución conservadora. En definitiva, casará los «ismos» actuales con el Zen, Tolkien y Schmitt.  Los jóvenes militantes de hoy deben comprender sus orígenes y características para preservarse de estas sugerencias.

Llamamos obrerismo a una tendencia histórica que consiste en identificar erróneamente la fuerza motriz de la revolución de esta época en los trabajadores y no en el material dinámico general que conforma la transición de la forma social capitalista a la comunista. Marx y Engels, al descubrir las leyes que regulan el devenir social revolucionario, situaron al proletariado como la última clase de la historia en sentido cronológico. El proletariado, producto de la evolución de todas las formas sociales que han existido hasta ahora y de la transición de unas a otras, sería finalmente el factor de disolución de todas las clases. Marx y Engels habían deducido ciertamente de su descubrimiento que la transición de la forma capitalista a la comunista era obra del proletariado consciente, mediante la formación y el desarrollo de su órgano político, el partido. Pero advirtieron, al mismo tiempo, que la dialéctica del desarrollo capitalista es la de la sumisión real y no formal del trabajo al Capital, es decir: el desarrollo de la fuerza productiva social a través de una producción más de plusvalía relativa que absoluta (aumento de la composición técnica y orgánica del Capital, es decir, del maquinismo). Así, la fuerza de trabajo, lejos de ser cada vez más importante, se reduciría históricamente en relación con la cantidad de capital que pondría en movimiento. Tanto en los Grundrisse como en El capital, Marx no esboza en absoluto una especie de sociología obrera por la que la rebelión política de una clase conduzca a la revolución del modo de producción: por el contrario, el fin del capitalismo se describe a través de la identificación de sus leyes intrínsecas de desarrollo que generan los rasgos de la nueva sociedad mucho antes de que el proletariado tome conciencia de ellos y se constituya como clase a través de su partido. El obrerismo se detiene en la base previa al descubrimiento de estas leyes de desarrollo no sólo del capitalismo, sino de todas las formas sociales que lo preceden. Es la reproposición tout court del «comunismo obrero» en el burdo sentido premarxista de Gramsci, que veía en el proletariado no una clase objetivamente revolucionaria, sino todavía el Cuarto Estado de los viejos socialistas, un Orden entre otros, que lucha por la hegemonía en esta sociedad para mejorarla y no por su completa destrucción para que pueda llegar otra.

En Italia, a principios de los años 60, surgieron corrientes heterogéneas de crítica al estalinismo (entendemos por «estalinismo» no la doctrina de una persona, sino la actitud política y social inducida por la contrarrevolución en Europa desde mediados de los años 20) que procedían de fracciones de un Partido Socialista en desintegración y de elementos que, rechazando la orientación que daba Togliatti al Partido Comunista, intentaban superar la evidente mistificación «marxista» del frente bipartidista al servicio de la razón de Estado de la Unión Soviética. En este proceso de replanteamiento influyó decisivamente el shock que supuso la invasión de Hungría en 1956 y sobre todo la bestial represión de la clase obrera. Pero no fue posible, en medio de la contrarrevolución, evitar que se dibujara lo nuevo sobre una pasiva fotografía de lo viejo.

La base ideológica del operaísmo era una mezcla del trabajo realizado años antes por Rodolfo Morandi en el PSI, el legado de Gramsci y una relectura de Marx a la luz de la industrialización moderna y la migración de las masas obreras del sur al norte del país. Más allá de sus articulaciones individuales, esta corriente informal se configuró como un intento de superar la cloaca de la política desde el inicio de la guerra fría, pero al mismo tiempo resucitó las viejas instancias ya muertas, es decir, los aspectos obreristas, anarcosindicalistas, ordinovistas e incluso proudhonianos de la lucha de clases, desde los albores del movimiento obrero hasta el advenimiento del fascismo. El retorno del obrerismo fue, por tanto, un reciclaje de lo viejo, aunque revitalizado en un contexto de resurgimiento de la lucha de clases en la fábrica. En ese momento los enfrentamientos «sindicales» superaban en extensión, profundidad y significado a los provocados en la fase histórica anterior por los acontecimientos «políticos» de la Resistencia o de origen antiatlántico. De hecho, los disparos contra los militantes del PCI por parte de los bandidos, como en Portella delle Ginestre, o contra las manifestaciones del pueblo por parte de la policía del gobierno Scelba, habían dado paso a un verdadero choque de clases, a una lucha cada vez más generalizada derivada de la rápida expansión industrial. La proletarización de los campesinos, la explotación intensiva debida a la enorme acumulación de la posguerra y la migración interna de grandes masas humanas condujeron no sólo al crecimiento numérico del proletariado, sino al aumento de su peso específico en la sociedad, y por tanto también a la inevitable ruptura del famoso pacto entre las clases para la reconstrucción de la posguerra.

Parecía, en efecto, que había una situación de clase favorable al desarrollo de una crítica marxista del estalinismo. Sin embargo, el peso de la tradición obrerista se impuso y acabó reforzando al propio estalinismo a través de sus supuestos críticos, que solo estaban haciendo una reproposición «izquierdista» de sus invariantes históricas. Los jóvenes intelectuales, impacientes ante la apisonadora ideológica del PCI, que entonces no era más que un apéndice italiano de los intereses imperialistas de la URSS y no tenía ya ningún vínculo con el origen proletario del Octubre rojo, cultivaron la ilusión de poder «construir» una nueva actividad de clase, nuevos partidos y nuevas posibilidades revolucionarias. No se dieron cuenta de que antes de «construir» habría sido necesario adquirir las armas críticas y sobre todo la fuerza para «demoler» lo que la historia había establecido entretanto firmemente en la sociedad existente a través de los partidos oportunistas. A finales de los años 50, individuos inquietos, pero incapaces de superar el batiburrillo «marxista» producto de la contrarrevolución victoriosa, provocaron involuntariamente las primeras fracturas en el seno del frente electoral PCI-PSI. El nacimiento de los Quaderni Rossi y de Classe Operaia no se concibió como un corte limpio con el pasado, sino como una integración crítica de lo que ya existía. Más tarde, grupos como Il Potere Operaio, Avanguardia Operaia, Lotta Continua, Potere Operaio, los de derivación «china», etc., volvieron a proponer un estalinismo sin variantes. No es casualidad que este confuso movimiento haya sido muy generoso, en su reflujo, en suministrar mano de obra cualificada al aparato sindical corporativo, a los partidos tradicionales, a las universidades y a la intelectualidad burguesa en general, sobre todo cuando se rompió el equilibrio de la llamada primera república y nacieron los actuales alineamientos.

La incapacidad de ver un camino alternativo no se debía a ninguna deficiencia subjetiva. Por el contrario, en torno a 1960 los dos partidos de «izquierda» estaban plagados de jóvenes intelectuales brillantes y preparados que estaban realmente dispuestos a ir a trabajar a las fábricas, idea que más de uno puso en práctica. Más bien, hubo una incapacidad por parte del movimiento proletario industrial para cruzar ese umbral crítico más allá del cual el viejo equilibrio se rompe irreversiblemente. El movimiento fue muy fuerte, pero no lo suficiente como para imponer una limpieza general, una demolición drástica de la hipoteca estalinista. Por eso no era extraño que, entre los militantes de las viejas organizaciones y los nuevos reclutas resultantes del choque de las fábricas, los primeros, es decir, los que se adherían mejor a la matriz que los había producido, se impusieran.

El trasfondo del 68 fue una gran y efectiva convulsión tanto desde el punto de vista de la cantidad y la calidad de la producción material, como desde el punto de vista de las repercusiones sobre el proletariado y las no-clases (en presencia de millones de estudiantes y profesores, es mejor hablar de no-clases mejor que de clases medias, sinónimo de pequeña burguesía, tradicionalmente formada por comerciantes y profesionales). Desde la reconstrucción de la posguerra, la gran cantidad de plusvalía disponible en la sociedad se había combinado con el auge demográfico y la emigración interna, de modo que toda la sociedad había podido permitirse el desarrollo de la escuela, de las administraciones públicas, de las infraestructuras y de una gigantesca burocracia estatal keynesiana. La escolarización masiva aumentó considerablemente el número de aspirantes a trabajadores intelectuales, autónomos, oficinistas, etc., una plétora interclasista que desde la impugnación del estado existente pretendía ganar más peso político («poder a los estudiantes») y en general una redefinición genérica e indefinida de la cultura dominante.

Todo ello permitió un círculo virtuoso capitalista de producción y consumo que, entre leyes fiscales (Vanoni), obras públicas (Fanfani), industria estatal (IRI) y connivencia sindical (la Triplice) sirvió para utilizar el gran flujo de valor total (salarios más plusvalía) para la acumulación acelerada. Con estos ingredientes se cocinó el «milagro económico» e Italia fue el país, entre los perdedores de la Guerra Mundial, que más terreno recuperó respecto al atraso industrial anterior, gracias a la estructura heredada del fascismo que permitió abonar en el mejor de los casos el capital pletórico americano. Era inevitable que la gente elogiara el capitalismo «demostrando» el error de Marx sobre la miseria creciente: la clase obrera tenía ahora el 600[2], la lavadora y la casa de protección oficial. Era igualmente inevitable que hubiera quienes vieran en la enorme explotación una señal de potencial para la lucha de clases. Había un enorme potencial, que se manifestaba como energía cinética tangible en las fábricas y sobre todo en las calles; pero evidentemente no era suficiente para producir un salto cualitativo. Así, el proletariado se encontró durante algunos años en la terrible situación de tener una dirección que ya no sentía como «propia», pero sin tener una alternativa: rechazaba la dirección de las organizaciones tradicionales, que consideraba insuficiente, pero era incapaz de levantar una nueva, ya que ninguna de las organizaciones autodenominadas alternativas estaba a la altura. Por otra parte, era imposible soldarla con la tradición de la izquierda comunista «italiana», de la que sobrevivía un núcleo demasiado pequeño para poder opinar (aunque en algunos casos aislados tuviera más seguidores de los mil y pico de los operaístas). Con este hecho, la situación, aunque aparentemente cercana al colapso del sistema, no podía definirse en absoluto como revolucionaria.

El levantamiento de 1960 tuvo su epicentro en Génova, donde el anuncio de un congreso neofascista había producido una convergencia política entre los jóvenes proletarios, los viejos obreros partisanos y la izquierda del PCI y del PSI. Supuso una demostración de la persistencia del antifascismo democrático, pero también de que se había alcanzado un umbral crítico del aguante social. Era una zona fronteriza entre el auténtico potencial revolucionario a favor de la superación de la política estalinista y una soldadura de la última generación proletaria con el estalinismo electoralista y de la Resistencia. En Turín, durante una manifestación contra la brutalidad de la policía genovesa, grandes grupos de jóvenes trabajadores intentaron atacar los cuarteles, pero fueron bloqueados por un imponente servicio de seguridad de la CGIL[3]. En Génova, sin que se convocara ninguna manifestación, se reanudaron los enfrentamientos violentos. Como demostró posteriormente la amplitud de las luchas estrictamente obreras, la expectativa de cambio era genuina, pero las premisas teóricas que vencieron al final no lograron ir más allá del viejo material estalinista reciclado. Marx, Engels, Lenin, Gramsci, Luxemburgo y más tarde Mao fueron reinterpretados desde el punto de vista de una especie de reformismo revolucionario que impulsó a  editoriales e imprentas a imprimir millones de volúmenes, a menudo hechos deprisa y corriendo bajo el estímulo del mercado.

Para el obrerismo renaciente, el eje de la sociedad y de la lucha era la fábrica como fuente de valor y por tanto de poder capitalista. El ataque a la clase obrera se lanzaba a través de la reestructuración de la producción para extraer más plusvalía relativa. La respuesta debía ser, por tanto, apropiarse de una autonomía de clase a partir del proceso productivo. Cuando nacieron los Quaderni Rossi, Raniero Panzieri, que fue su principal impulsor, sostenía que su función debía ser la de complementar a los partidos y sindicatos existentes, que habían recibido la presión del proletariado y habían respondido de forma «ampliamente positiva», aunque en un proceso “complicado de comunicación recíproca».  La joven dirección del PSI en Turín también tenía contactos con los Quaderni Rossi por razones «políticas». Esperaban sacar de ellos una presión benéfica al interior del partido para salvar a la corriente de izquierdas, que se había visto comprometida por el avance de los llamados autonomistas de Nenni que, durante años, habían querido acabar con el frente PCI-PSI (el grupo se adhirió casi por completo a la escisión que dio origen al PSIUP en 1964). Una muestra de la crisis que trataban de superar era la enorme caída de la afiliación: el PSI se había visto reducido a la mitad y la Federazione Giovanile, sus juventudes, casi había desaparecido, mientras que el PCI había perdido casi un millón de miembros desde su pico en 1947 (2.300.000). En Turín y Milán el descenso fue del 70% y el 65% respectivamente. La FIOM de la FIAT había sido diezmada, y no sólo por el clima de terror que se había instaurado en ella: en 1949 contaba con 37.500 afiliados sobre 42.000 empleados; en 1967 con poco más de 1.000 sobre unos 80.000.

Se estaba ante una situación que, de hecho, no permitía ningún trabajo complementario: mientras la oficialidad del frente PSI-PCI seguía insistiendo en supuestos residuos del feudalismo en el sur y en un atraso general del sistema italiano, una clase obrera numerosa y fuerte había crecido en fábricas muy modernas, hasta el punto de situar la producción al nivel de los grandes países industriales europeos. El reemergente obrerismo, al tratar confusamente de volver a los fundamentos de la producción moderna de plusvalor, tocó el nervio sin duda sensible de la clase y sólo podía chocar con la vieja incrustación togliattiana.  Pero lo hizo apoyándose en unas bases que estaban gastadas ya desde hacía cuarenta años, por lo que primero fue neutralizado y después absorbido.  Mientras los proletarios se disponían a salir de la fábrica para tomar las calles en un enfrentamiento sindical que, al generalizarse, se convertía en político, los operaístas, partiendo de una concepción política, volvían a poner la fábrica en el centro de la acción. Mientras los obreros expresaban su rabia ante una vida de sobrecarga de trabajo y gritaban su profundo odio a una fábrica-prisión que ocupaba toda su vida, los operaístas no podían ni siquiera reivindicar el panfleto de Lafargue sobre el odio al trabajo mercantilizado, sobre la perspectiva de su progresiva eliminación. En una época en la que se trabajaba de 49 (Olivetti) a 52 (FIAT) horas semanales (en semanas de seis días laborables), los operaístas ni siquiera eran capaces de retomar la vieja consigna socialista de la liberación del trabajo, que ya se oponía a la consigna marxista de la liberación respecto al trabajo: corrompidos por esa enfermedad tan turinesa que fue el gramscismo, siguieron soñando con una liberación en el trabajo. Así, milagrosamente, la monstruosa FIAT ya no era un horror que había que eliminar de la sociedad, sino un modelo, una forja no de la clase como poderosa fuerza destructora de las viejas relaciones sociales, como una fuerza de la naturaleza que se critica a sí misma, sino una forja del ejército de trabajadores buenos y educados, «dotados» de conciencia de clase, constructores conscientes de un nuevo orden.

Con estas premisas, mientras que en Francia el 68 fue una explosión de creatividad pequeñoburguesa anarcoide proudhoniana, que se manifestó también a través de una estética particular, en Italia un proceso mucho más largo y complejo sirvió para salvar y revitalizar todo lo que el período revolucionario posterior a la Primera Guerra Mundial ya había criticado: desde el luxemburguismo a las concepciones sociológicas de la revolución, desde el anarcosindicalismo al antifascismo democrático, desde el espontaneísmo de la huelga salvaje a la organización de células en el lugar de trabajo en la estela clásica de la bolchevización forzada de los partidos europeos en los años 20.

Comenzó precisamente en febrero de 1967 con la ocupación de las 11 universidades más importantes. En otoño, mientras el Che Guevara era asesinado en Bolivia (octubre), las universidades de Milán y Turín fueron reocupadas con más empeño que antes. Especialmente en Turín, en el edificio de humanidades del Palazzo Campana, que fue ocupado tres veces en un año, se aplicó y teorizó por primera vez la democracia asamblearia directa y «participativa», justo en un momento en el que surgía, contradictoriamente, el liderismo. Los dos fenómenos -lo contrario del principio de autoridad e impersonalidad contemplado en el programa comunista- serían las invariantes de los años siguientes. En febrero de 1968, mientras el Vietcong desataba la ofensiva del «Tet» en Vietnam y los Zengakuren japoneses se enfrentaban a la policía en furiosas batallas urbanas, casi todas las universidades italianas estaban ocupadas por dos motivos «verdaderamente revolucionarios»: la propuesta de reforma Gui y el autoritarismo académico de los «barones». Cuando la policía evacuó la universidad de Roma con cierta brutalidad, los estudiantes la asaltaron para recuperarla. La «batalla de Valle Giulia» enfrentó a policías y fascistas con los estudiantes. En marzo, la protesta se extendió a los centros de enseñanza secundaria. La primera revuelta proletaria se produjo en Valdagno, donde los trabajadores de la fábrica Marzotto derribaron la estatua de su fundador y asediaron las mansiones de los jefes y directivos. El mayo francés estalló cuando ya había un considerable fermento en Italia. En los meses siguientes, las noticias del extranjero alimentaron la tensión: en Vietnam se produjo la masacre de My Lai, en Estados Unidos fueron asesinados Luther King y Bob Kennedy, en Alemania Rudi Dutschke recibió un disparo en la cabeza, la URSS invadió Checoslovaquia y en México fueron masacrados 300 estudiantes. El año terminó con dos tiroteos policiales: en Avola (dos obreros muertos y 50 heridos) y en Viareggio (un estudiante quedó paralizado). Este fue el clima y el entorno que dio la impronta al sesenta y ocho italiano. Había tensión por todas partes, muy alta, insoportable.

Lo que nos parece útil repetir es que el «nuevo» obrerismo no rompió la tradición del «viejo».  La continuidad es bastante lógica: a finales de los años 50 nació una corriente obrerista que reivindicaba el «retorno a Marx» frente a los que lo habían abandonado; pero la reacción al estalinismo no hizo otra cosa que apoyarse en todo el arsenal que el propio estalinismo había legado. En realidad no hubo más que una reproposición del estalinismo, aún más retrógrada, ya que se desempolvaron posiciones de la Primera y Segunda Internacional, ya definitivamente demolidas durante el período revolucionario que condujo a la Tercera. El cóctel entre los partidos y sindicatos existentes, entre Proudhon, Bakunin, Kautsky, Bernstein, Sorel y Gramsci -que no se había alejado demasiado de ellos- fue sencillamente mortal. El maoísmo, el tercermundismo, las experiencias tercerinternacionalistas, dieron vida a otras tantas formaciones políticas, con fuertes referencias, sobre todo formales y apresuradas, a las organizaciones políticas del pasado. Potere Operaio y Lotta Continua fueron las dos experiencias nacionales más significativas, con un gran consenso de masas, no sólo entre los estudiantes sino también entre importantes capas de trabajadores de las grandes fábricas del norte. Sin embargo, de todas las organizaciones que surgieron en ese periodo, ninguna fue capaz de hacer un balance que tuviera en cuenta las lecciones del pasado. No solo no había referencias al futuro, sino que las propias referencias al pasado eran formales y apresuradas. Si buscáramos en ese movimiento signos distintivos, como el haber superado o avanzado sobre cuestiones históricas no resueltas, consignas que pudieran repetirse hoy, un cuerpo de conocimientos sistematizado, sería una tarea vana. No queda nada por reclamar y adoptar de forma positiva. En definitiva, el 68 vive de los mitos, se ha convertido en un fetiche. Nunca hubo una temporada revolucionaria, las luchas obreras, por muy duras y violentas que fueran, nunca traspasaron el umbral reformista. Al fin y al cabo, estábamos al final del «milagro italiano de la reconstrucción», la industria seguía en pleno desarrollo y el PIB crecía en torno al 6-7% anual. Por ello, las luchas lograron importantes resultados económicos; en algunos sectores, los salarios llegaron a duplicarse. La plusvalía previamente acumulada y el hecho de que la industria siguiera funcionando a pleno rendimiento hicieron que la burguesía no sufriera pérdidas demasiado importantes.  El sistema podía soportar una fuerte distribución social de la plusvalía, ya que la enorme masa de mercancías producidas tenía que ser vendida y consumida. Al PCI y a los sindicatos les costó mucho, pero en general consiguieron mantener el control sobre la mayoría de los trabajadores.  Muy útil en este sentido fue la introducción de la figura del delegado departamental y de los consejos de fábrica que el sindicato logró gestionar, mientras encontraba resistencia y abierta hostilidad en las asambleas de trabajadores.

Sin embargo, mientras el sesenta y ocho estudiantil desaparecía poco a poco de la escena, la tensión crecía entre las principales clases: hubo tiroteos policiales con muertos y heridos, se repitieron las huelgas hasta la famosa batalla de Corso Traiano

en Turín, y estallaron bombas en los trenes. Y se produjo un curioso fenómeno sindical. Como en la CGIL se expulsaba a cualquiera que se saliera de la línea, la FIM-CISL abrió sus puertas a todos aquellos izquierdistas que querían llegar a las masas, aumentando considerablemente su afiliación. Fue así como su líder, Macario, con una brillante operación de marketing político, recogió la consigna muy izquierdista de los operaístas más duros y declaró en público (18 de octubre de 1969) que los salarios eran una variable independiente.

Fue un verdadero terremoto, porque el eslogan de variable independiente en el sentido de variable libre— se generalizó en un entorno que ya de por sí se había vuelto muy variado, extendiéndose por todas partes, hasta el punto de que fue adoptado incluso por Luciano Lama, que al año siguiente se convertiría en secretario general de la CGIL y posteriormente renegaría del eslogan en una entrevista con Scalfari, director de Repubblica en 1978. En la mencionada conferencia sobre el obrerismo, un ponente planteó una pregunta crítica directamente a los fundadores del movimiento:

Significaba afirmar una desproporción, es decir, negar de alguna manera el carácter de mercancía de la fuerza de trabajo… Todo esto tiene un componente de ideología, tiene un valor simplemente metafórico.

Simplemente metafórico. Pero de nuevo en el sentido erróneo de variable libre. Observando la fórmula de Marx de la tasa de ganancia, es cierto que a cada valor de la variable «salario» (v) se le asocia un determinado valor de la variable «plusvalía» (p) y que, por tanto, p es una función de v, es decir, p=f(v); por tanto, v es, en el sentido matemático, correctamente definible como la variable independiente, mientras que p es la dependiente. Pero es un engaño, en el sentido propagandístico y astuto de la palabra engaño. Tomemos la fórmula de la tasa de ganancia g = p/(c+v), que representa las relaciones sociales (tasa de explotación, composición orgánica del capital, límites del modo de producción capitalista). Si los salarios suben, el beneficio baja, a menos que cambie la explotación, es decir, la intensidad o la duración del trabajo, que no aparecen en absoluto en la fórmula. La ley matemática dice simplemente que las cantidades variables dependen unas de otras -y esto ocurre en la realidad-, pero no implica que haya también una relación causa-efecto. Es obvio que si la clase obrera atacara a la burguesía por un aumento salarial, introduciría esta relación, pero ese «si» no depende de la voluntad de los operaístas ni de nadie, sino del proceso de desarrollo del enfrentamiento, que a veces abarca décadas. Incluso la burguesía puede afirmar con razón que el beneficio es una variable independiente, porque también es cierto que v puede ser una función de p, si por ejemplo miramos su relación a través de la actual comparación internacional entre salarios y beneficios. Al final se trata de saber qué variables se asignan a los ejes cartesianos de un gráfico. Y así, la duración de la jornada laboral, la introducción de robots, la eficiencia de las oficinas de tiempo y método, la calidad total, etc., pueden ser también variables independientes, porque p o indistintamente también v o incluso la tasa de explotación p/v son funciones de todo ello, dependiendo de la situación social y de las relaciones de fuerza entre las clases.

Los eslóganes más populares, repetidos por miles de personas, no tenían ningún contenido empírico, sino que reflejaban el «estado del arte» de amplias capas de estudiantes e intelectuales: «la fantasía (o la imaginación) al poder», «somos realistas, exigimos lo imposible», son bonitas expresiones de estilo pero no tienen nada que ver con una dinámica de confrontación y, menos aún, de transformación social. Lo que ocurre en los Estados Unidos en el mismo periodo tiene características diferentes aunque los contenidos tengan la misma impronta. En la década de los 60 se producen varias revueltas, principalmente basadas en movimientos muy radicales contra el racismo y la guerra de Vietnam.  A diferencia de Europa, no tenían connotaciones ideológicas, se caracterizaban por un fuerte pragmatismo y producían efectos concretos.

Un ejemplo muy conocido es el de los disturbios de Watts (Los Ángeles). El 11 de agosto de 1965, un joven negro fue detenido y golpeado por la policía. Se formó una discreta concentración alrededor de la comisaría, la policía cargó y provocó una revuelta general. Seis días de enfrentamientos, 34 muertos, entre ellos 25 negros, 1.000 heridos, 40 millones en daños y casi 4.000 detenidos.  Unas décadas más tarde, en 1992, se producirá una nueva revuelta en Los Ángeles que seguirá el mismo patrón: la paliza que la policía propina a un niño negro es filmada a nivel amateur. Tras el juicio y la considerable impunidad de los policías incriminados, estalló la revuelta que duró 6 días con 54 muertos, 2000 heridos, unos mil millones de dólares de daños, 1100 edificios destruidos. El despliegue policial alcanza las 13.500 unidades, entre las que se encuentra una compañía de policía militar y 1.500 infantes de marina en apoyo de la Guardia Nacional.

A los disturbios de Watts le siguieron los de Newark (1967, 26 muertos), Detroit (1967, 43 muertos), varios disturbios tras el asesinato de Martin Luther King, Miami (1980, 18 muertos). En 1968 estalló la revuelta estudiantil en el campus de Berkeley, pero desde 1964 existía un movimiento que cuestionaba los vínculos de la universidad con los lobbies militares-industriales. Estos episodios desembocarían en una protesta contra la guerra de Vietnam, que en esos mismos años vio aumentar la presencia del ejército estadounidense hasta un máximo de 550.000 hombres en 1969.

En el frente, las formas de derrotismo activo de los soldados estadounidenses (eliminación física de algunos oficiales, huida de las batallas) aumentaron y se hicieron cada vez más significativas; en el resto de los Estados Unidos, se organizaron deserciones de soldados que habían regresado por convalescencia o que estaban a punto de partir hacia Vietnam.

Al mismo tiempo, también estallaron huelgas salvajes en las grandes concentraciones laborales del noreste (Chicago y Detroit), cuyos protagonistas eran principalmente jóvenes trabajadores negros sin cualificación profesional. Los huelguistas tuvieron que enfrentarse tanto a las empresas como a la UAW, el sindicato corporativo que movilizó su «aparato militar». Sin embargo, las huelgas violentas e intensas no producirán ningún nivel organizativo posterior.  En estos años también se producen revueltas de negros en la cárcel (Attica 1971).

El contenido ideológico está ausente o es muy escaso. Serán la prensa y el gobierno estadounidense los que lo definan como un movimiento comunista. Es también en esos años cuando se desarrolla el movimiento hippie y comienzan a surgir formas comunitarias (que son numerosas hasta hoy) que buscan formas de vida diferentes.

NOTAS

[1]Operaismo en italiano es literalmente obrerismo, pero en castellano el operaísmo es la corriente de la autonomía obrera italiana representada por Toni Negri entre otras figuras. A lo largo del texto se utiliza el término operaismo en ambos sentidos, por lo que hemos elegido una u otra traducción en función de si es utilizado de manera genérica o específicamente para los años 70 [NdT]

[2]El modelo de coche Fiat 600 fue un utilitario de gran difusión entre 1955 y 1986 en Italia [NdT]

[3]Confederazione Generale Italiana del Lavoro, sindicato mayoritario en Italia. Por su vinculación al PCI, es parecido a CCOO en España [NdT]

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