¿Por una política de parte? Una reseña de «La política contra el Estado» de Emmanuel Rodríguez

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Recibimos y publicamos de Barbaria

En primer lugar tenemos que reconocer que estamos ante un buen libro. Visto el contexto teórico que atraviesa la izquierda de la región española, este libro de Emmanuel Rodríguez [1] sobresale por cómo recorre las corrientes emancipadoras a lo largo del siglo XX, los debates jurídicos y políticos más importantes y las reacciones socialdemócratas a dichos movimientos. Ahora bien, reconocer la valía de un libro no significa compartir su tesis. De hecho, nosotros nos ubicamos en una línea radicalmente diferente a la que el autor sostiene en el libro. O sea la tesis de que el capital y el Estado son realidades eternas, horizontes insuperables que a lo sumo se pueden democratizar y civilizar. La guerra de clases es permanente, por lo que no es posible, en román paladino, superar nuestra condición de explotados y sometidos al reino del capital y la mercancía. Se trata de un tiempo infinito que nos acompañará para siempre y que solo se puede aminorar en sus efectos más perniciosos, pero el capital aparece como un eterno presente insuperable.

¿Cómo sostiene esta afirmación tan importante? Simplemente indicando que la idea de revolución ha perdido actualidad, se encuentra en una caducidad cuasi total.  De este modo aparecemos condenados a una suerte de guerra civil permanente, que se puede civilizar pero nunca acabar. El conflicto entre partes deviene eterno.

Son dos las primeras reflexiones que nos parece oportuno realizar a partir de esta tesis de inicio y que recorren todo el libro.

La primera es que, según Emmanuel Rodríguez, la idea de revolución se encuentra en crisis. Y nos gustaría detenernos en este hecho que es muy emblemático de su modo de reflexionar y de la “izquierda radical” más en general. Todo se reduce a una lucha de ideas y de perspectivas. La idea de revolución estará en crisis, pero ciertamente no lo está la práctica de la revuelta y la revolución. Véanse, por ejemplo, las revueltas del 2001 en Argentina o la de Oaxaca de 2006, las revoluciones en la región árabe en 2011 o las implicaciones que tuvo en Estados Unidos o en la región española durante el 15M. A pesar de las matizaciones que trata de realizar a lo largo del libro, la lucha por la emancipación radical aparece como una cuestión ilustrada, de perspectiva cultural e ideal, y no una práctica material que nace como afirmación de las necesidades humanas negadas al proletariado. Para el autor, el comunismo no es un movimiento real sino una posibilidad teórica entre otras.

En segundo lugar, la revolución se reduce a una especie de ordalía, de búsqueda mítica de una armonía social perfecta [2]. De esta manera todo es muy fácil, ya que el adversario no se presenta al combate. En realidad la revolución comunista no implica luchar por un futuro perfecto y paradisiaco, sino luchar por destruir las invariantes sociales que configuran el mundo del capital: el dinero, la mercancía, el valor, el Estado, la democracia… No un mundo y una humanidad perfectas, lo que es imposible y además una pesadilla, sino acabar con la pesadilla del capital y de sus relaciones sociales. Lo emblemático del libro de Emmanuel es que eterniza esa pesadilla, entre otras cosas, porque es incapaz de entender o ir hasta el fondo de que el capital es una relación social y no una cosa. Y lo que significa, entonces, una revolución comunista como negación de estas relaciones sociales y no como una mera elección por una arcadia feliz. Las determinaciones positivas y negativas, reales, del comunismo se le escapan.

Y eso que el mismo Emmanuel reconoce, a partir de algunos buenos libros como los de Corsino Vela [3], que la desvalorización del trabajo es irreversible y, por ende, la centralidad del trabajo que se ha vuelto superflua. O sea la base, la sustancia social de existencia del capital [4] está alcanzando sus límites internos. No existe ninguna base real y material para el tipo de reformismo desde abajo que propone Emmanuel, y él mismo lo reconoce en el libro, con la esquizofrenia típica que caracteriza a las formas de socialdemocracia más “radical”.

Por lo tanto, impugnamos la tesis central del libro que cuestiona la revolución y (la idea de) el comunismo. No solo el mito revolucionario inspira nuestra época, sino que su realidad material será cada vez más presente en el ocaso de las relaciones sociales capitalistas, y esta realidad inspirará el horizonte de posibilidades del comunismo.

Emmanuel Rodríguez desarrolla esta idea central a lo largo de cuatro partes diferenciadas en el libro.

A) La primera titulada El problema. Primera aproximación recorre los inicios del movimiento obrero durante el siglo XIX, sus aspiraciones democráticas (¡!), la I Internacional, las cooperativas y sindicatos… hasta llegar a la primera oleada revolucionaria mundial que discurre desde 1917 a 1923. Lo emblemático nuevamente es la importancia que da a las ideas y a la teoría. De este modo puede realizar un corte histórico entre esta primera aproximación y la que hace al final del libro, donde se centra en una experiencia completamente integrada en el Estado como la boliviana de la presidencia de Evo Morales y sus críticos. Es como si no hubiera un hilo histórico que uniera unas luchas con otras, como si no se tratase de la misma lucha esencial: la lucha por negar el capital y su mundo. De este modo es posible revisar continuamente, elegir unas ideas frente a otras, como si se tratase de un supermercado de ideas y proyectos. Se desconoce de este modo la profunda unidad que hay entre todas las luchas revolucionarias y proletarias, la unidad invariante de un programa comunista que nace de la negación de las categorías del capital, desde el valor al Estado. De este modo no se analiza la experiencia boliviana, por ejemplo, a la luz de la Comuna de París y su crítica implacable al Estado, a la idea de la tomar del poder, por ejemplo: una revolución contra toda forma de Estado, como dijo a la sazón un compañero nuestro.

En esta parte del libro Emmanuel recorre estas experiencias para afirmar que la revolución proletaria es imposible porque implica un momento universal de afirmación proletaria global a través de la toma del poder, por lo que parece que sería mejor quedarse reducido a ser objeto del capital, capital variable, aunque se pueda tratar de civilizar al capital a través de la democracia. Una tarea imposible, por otra parte, la de humanizar a un monstruo impersonal, el capital. Y es que la revolución comunista no consiste en luchar por una afirmación universal como clase que ocupe el lugar del capital, no consiste en tomar el poder del Estado en lugar de la burguesía. No está en juego un conflicto de cosa contra cosa, sino la destrucción de las relaciones sociales capitalistas y, entre ellas, la base de la existencia de clases sociales. El proletariado se afirma para negarse. En este sentido, la dictadura del proletariado es la dictadura que trata de afirmar las necesidades humanas contra el valor, es la fuerza organizada de una clase anti-estatal. Rodríguez eterniza el capital como un horizonte insuperable porque no comprende su naturaleza, porque lo cosifica —que es el modo en que el propio capital se presenta inmediatamente— y de este modo la revolución queda reducida a un quid pro quo, a un quítame tú que me pongo yo, que es cómo la socialdemocracia marxista ha entendido la revolución. Sin embargo, el comunismo es el movimiento real que niega las determinaciones del mundo del capital. Estas determinaciones negativas —contra el capital— y positivas —afirmación de las necesidades humanas— construyen la sustancial unidad entre todas las formas de luchas proletarias en el pasado, presente y futuro. Y es desde esas experiencias reales que tenemos que aprehender el balance de las luchas del pasado y el programa invariante que nace de ellas, invariante porque las categorías del capital son siempre las mismas en su abstracción y, por ende, también la perspectiva comunista.

Esta unidad sustancial se le escapa a Emmanuel y por eso realiza un recorrido deshilvanado por las diferentes corrientes políticas de la “izquierda” de principios del siglo XX. Desde los bolcheviques a Gramsci —al que identifica como un consejista, como si su perspectiva en la época del Ordine Nuovo tuviera algo que ver con la de Pannekoek y Gorter—, desde Rosa Luxemburgo a la izquierda germano-holandesa reducida al consejismo, lo que obvia todas las aportaciones y contribuciones por la constitución de la clase en partido que llevó a cabo el KAPD [5]. Y a la izquierda italiana apenas la nombra, reducida al epíteto de bordiguista [6].

B) En una segunda parte del libro, titulada el Pueblo en el Estado, nos habla de las respuestas burguesas y liberales a la impugnación proletaria de la sociedad de clases. De este modo se reduce el fascismo a la revolución conservadora (de Carl Schmitt u Oswald Spengler), con lo que se desconoce todo lo que tenía de progresista el fascismo y el nazismo —progreso del capital, obviamente— y lo que le hacía muy diferente de la derecha conservadora y reaccionaria. Nos retrotrae en esta parte a algunos debates jurídicos muy interesantes, como el que lleva a cabo Kelsen desde su formalismo jurídico contra Pashukanis [7], el teórico “marxista” de la negación del Estado y del derecho en el comunismo, o las consideraciones que realiza sobre el también jurista burgués Jellinek. Pero la no comprensión del significado profundo del capital como relación social le hace perder fuerza en algunas de sus intuiciones más interesantes. De este modo, el Pueblo en el Estado aparece más como un constructo artificial de la política del capital, que como la tendencia natural del fetichismo del capital a naturalizar en clave democrática sus relaciones sociales. Del mismo modo, su defensa de la democracia, como impugnación del orden existente, le lleva a no realizar ningún análisis crítico del antifascismo, ya sea durante los años treinta, como elemento de anulación y desvío del terreno de la lucha de clases, y, posteriormente, como integración del proletariado, como capital variable en el Estado y el capital.

C) La tercera parte del libro centrada en La autonomía de lo político recorre la oleada revolucionaria de los años sesenta y setenta del siglo XX. Esta parte tiene el límite ya indicado, la desconexión de unas experiencias y otras. La última oportunidad, definitivamente perdida nos dice, de los consejos fue en la región española, 1936-37. Las experiencias que se reavivaron en los años sesenta y setenta, precedidas por los Consejos en Hungría de 1956, eran solo la coda de los movimientos históricos de los años veinte destinadas a perecer. De este modo confluyen en el análisis las dos ideas centrales que estamos analizando, la de que la revolución es una idea ya caducada y la desconexión entre unos procesos históricos y otros, la imposibilidad de trazar un hilo histórico continuo. Así, nos habla de un montón de minorías revolucionarias de un indudable interés a día de hoy: desde Socialismo o Barbarie a la Tendencia Johnson-Forest (de CL.R. James y Raya Dunaievskaya) o los situacionistas, aunque hay otros muchos grupos y minorías que no existen (como las minorías de las izquierdas comunistas o el mismo Munis) o se mencionan solo como individuos (el caso de Paul Mattick). Y no puede no llamar la atención la mención de un grupo y una experiencia muy exagerada en estos lares, la del operaismo italiano (de Panzieri a Tronti o Negri).

En los dos capítulos finales de este apartado del libro hace referencia a la política descarnada de los partidos comunistas occidentales de la postguerra —¡cómo si solo se hubiera instalado en aquel entonces— y a todas las discusiones sobre la autonomía de lo político que pulularon en los medios académicos estructuralistas y marxistas —vinculados a los PCs y al estalinismo de corte maoísta—, de Althusser a Poulantzas o en el laborismo de izquierdas, como el caso de Ralph Miliband. Ante todo, nos parece importante destacar cómo la propuesta del último Poulantzas de llevar a cabo una lucha de clases dentro del Estado le es útil al mismo Emmanuel de cara a su reformismo desde abajo, a su propuesta de una lucha de clases en eterno combate [8] e incapaz de superar el mundo del capital, por lo que se hace del Estado no un terreno de destrucción sino de lucha, o sea de integración, tal y como demuestra el caso de Podemos, enésimo ejemplo por otra parte.

D) El problema. Segunda aproximación. En esta parte del libro se centra en el laboratorio boliviano, lo que ya es significativo. Y es que lo que reivindica no es tanto la versión oficial del MAS de Evo Morales o de García Linera sino las corrientes desde abajo —pero internas al proceso— que pretenden reformarlo. En realidad es normal que lo tome como referencia, y es que es muy cercano a la relación que establece la corriente de Emmanuel Rodríguez (Ganemos) dentro de Podemos y los Ayuntamientos estatales, llamados “del cambio”. Realiza algunas reflexiones interesantes sobre la realidad comunitaria de las sociedades precapitalistas y sobre cómo la acumulación originaria de capital conlleva siempre la destrucción de estas experiencias comunitarias; pero el verdadero dilema, el aut aut que atraviesa estas líneas, se da entre un reformismo desde arriba (Morales) y uno desde abajo (el que defienden las referencias de Ganemos y Emmanuel en Bolivia, Luis Tapia por ejemplo). «Hay que estirar la democracia más allá del Estado [¡!] como motor y adversario de la vía institucional [o sea una cosa y la contraria], estirando la autodeterminación dentro del Estado» (pág. 163), lo que ya referíamos antes al hablar de Poulantzas y su lucha de clases en el Estado. Y en eso consiste el contrapoder del que habla Emmanuel: una especie de control obrero socialdemócrata para tiempos de ciudadanismo.

En los siguientes capítulos, valora toda una serie de experiencias de reformismo de la vida cotidiana del movimiento obrero clásico, desde las cooperativas al federalismo libertario democrático o el sindicalismo social. En esto consisten estas formas de institucionalidad de contrapoder, en autogestionar el valor y la mercancía [9]. En estas instituciones, nos dice Emmanuel, se encarna la política de parte, pero una política parte del capital, añadimos nosotros. Como no existen distinciones entre momentos de reflujo y paz social y momentos de ascenso de la lucha de clases y de revolución, parece que la actuación política es independiente del clima de polarización social, que se puede elegir libremente a voluntad.

Al final del libro, en el último capítulo y en el epílogo, se vuelve a los temas ya consabidos sobre la inexistencia de ningún tipo de universal positivo de tipo revolucionario, comunista. La única alternativa es civilizar la guerra a través de la democracia. Si bien reconoce que las tradiciones anarquistas o consejistas —las izquierdas comunistas en general, matizamos nosotros— han planteado la cuestión en términos opuestos, lo que sostiene es que hay que civilizar el Estado aislándolo. La democracia es la integración de la clase dentro del Estado. Rodríguez no alaba dicha integración, pero la considera un dato de facto, eterno, irremplazable. Este es el meollo central de su libro.

Más allá de algunos análisis interesantes —por ejemplo, reconocer la naturaleza política y no sociológica de la clase, o que el proletariado nunca ha amado el trabajo— lo que queda de su libro es la terrible sensación de que el capital es eterno, que solo podemos llevar a cabo una batalla inane para lidiar con sus males, eso sí, desde abajo. Una tarea destinada a la derrota, porque la sustancia de este mundo, el trabajo, está colapsando. Por eso nos ha parecido importante polemizar con este libro, defendiendo la continuidad histórica del programa y la práctica revolucionaria, reconstruyendo su hilo histórico. Porque nos negamos a ser una parte (eterna e impotente) del capital.

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[1] Ya hemos comentado otros textos de Emmanuel Rodríguez en estas páginas. Véase http://barbaria.net/2018/05/27/los-movimientos-sociales-fantasia-o-realidad/ y http://barbaria.net/2018/05/27/la-politica-en-su-ocaso-acerca-de-un-libro-de-emmanuel-rodriguez/ pero hay que reconocer que este es su libro más complejo y teórico.

[2] Es una operación que ya había hecho en http://barbaria.net/2018/05/27/la-politica-en-su-ocaso-acerca-de-un-libro-de-emmanuel-rodriguez/

[3] Véase, por ejemplo, http://barbaria.net/2018/05/27/la-sociedad-implosiva-un-comentario/

[4] Véase al respecto el libro de Alfredo Macías, El colapso del capitalismo tecnológico, Escolar y Mayo, 2017.

[5] Véase al respecto http://barbaria.net/2018/05/27/porque-fueron-subversivas-somos-el-pasado-de-nuestro-ser-i/

[6] Consúltese para una aproximación general a las izquierdas comunistas http://barbaria.net/2018/05/27/algunas-notas-sobre-la-izquierda-comunista/

[7] Véase al respecto nuestras apreciaciones en http://barbaria.net/2018/05/27/podemos-quien-asalta-a-quien-iii/

[8] A este propósito recordemos que para Marx su contribución más importante no fue la lucha de clases, que de hecho fue un desarrollo de la historiografía burguesa de la época (de Thierry, Mignet y Guizot) sino la dictadura del proletariado para negar el capital.

[9] Véase el número 12 de Cuadernos de Negación, Crítica de la autogestión. http://cuadernosdenegacion.blogspot.com/

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