Nacionalismo y socialismo – Paul Mattick (1959)

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[Traducido por Agintea Hausten]

Las naciones, si bien son “tejidas” por la ideología, por las condiciones objetivas, o por la habitual combinación de ambas, son productos del desarrollo social. Ya no tiene ningún sentido defender o condenar el nacionalismo a priori, defender o condenar el tribalismo o, dado el caso, un cosmopolitismo ideal. La nación es un hecho para ser sufrido o disfrutado, por el que luchar a favor o en contra de acuerdo a las circunstancias históricas y a las implicaciones de estas circunstancias para poblaciones variadas y las diferentes clases dentro de esas poblaciones.

El estado-nación moderno es tanto producto como condición del desarrollo capitalista. El capitalismo tiende a destruir tradiciones y peculiaridades nacionales extendiendo su modo de producción por todo el mundo. Pero aunque la producción capitalista controle la producción mundial y aunque el “verdadero” mercado capitalista sea el mercado mundial, el capitalismo surge en algunas naciones más tempranamente que en otras, encontrando condiciones más favorables aquí que allí y siendo más exitoso en un lugar que en otro. De este modo se combinan los intereses del capital con las necesidades nacionales particulares.

Las “naciones progresistas” del último siglo fueron aquellas con un rápido desarrollo capitalista; las “naciones reaccionarias” fueron aquellas cuyas relaciones sociales entorpecieron el despliegue del modo capitalista de producción. Dado que el “futuro próximo” pertenecería al capitalismo y ya que el capitalismo sería la condición previa al socialismo, los socialistas no utópicos favorecieron al capitalismo en oposición a relaciones sociales de producción anteriores y dieron la bienvenida al nacionalismo ya que este servía para extender el desarrollo capitalista. Aunque reacios a admitir esto, no lo fueron a aceptar el imperialismo capitalista como vía externa para poner fin al estancamiento y el atraso de zonas no capitalistas, y así dirigir su desarrollo en términos “progresistas”. También favorecieron la desaparición de las pequeñas naciones incapaces de desarrollar economías de gran escala, y su incorporación en entidades nacionales más grandes aptas para el desarrollo capitalista. Harían sin embargo piña con pequeñas “naciones progresistas” contra países reaccionarios mayores y, cuando fueran reprimidas en último término, apoyarían los movimientos de liberación nacional. En todos los tiempos y ocasiones, sin embargo, el nacionalismo no era un objetivo socialista pero era aceptado como mero instrumento de avance social el cual, uno por uno, acabaría llegando a su fin en el internacionalismo del socialismo. El capitalismo occidental era el “mundo capitalista” del último siglo. Las problemáticas nacionales concernían a la unificación de países como Alemania e Italia, a la liberación de naciones oprimidas como Irlanda, Polonia, Hungría, Grecia, y con la consolidación de naciones “de síntesis” como los Estados Unidos. Este fue también el “mundo” del socialismo; un pequeño mundo ciertamente visto desde el siglo veinte. Mientras las cuestiones nacionales que agitaron el movimiento socialista a mediados del siglo diecinueve fueron de algún modo resueltas, o estaban en proceso de resolverse, y en cualquier caso, habían dejado de ser realmente importantes para el socialismo occidental, los movimientos revolucionarios del siglo veinte a lo largo del mundo abrieron la cuestión del nacionalismo de nuevo. ¿Es este nuevo nacionalismo, que rechaza la dominación occidental e instituye relaciones capitalistas de producción y de industria moderna en las hasta el momento zonas subdesarrolladas, aún una fuerza “progresista” como lo fue el viejo nacionalismo? ¿Se acercan al fin del capitalismo por debilitar el imperialismo occidental o inyectan nueva vida al capitalismo extendiendo su modo de producción por todo el globo?

La posición del socialismo decimonónico en la cuestión del nacionalismo supuso más que preferir el capitalismo a sistemas sociales más estáticos. Los socialistas se manejaban dentro de las revoluciones democrático-burguesas que también eran nacionalistas; apoyaban los movimientos de liberación nacional de los pueblos oprimidos porque prometieron hacerse cargo de características democrático-burguesas, porque a ojos del socialismo estas revoluciones nacional-democrático-burguesas ya no eran estrictamente revoluciones capitalistas. Podrían ser utilizadas si bien no para la instauración del socialismo como tal, sí para promover el crecimiento de los movimientos socialistas y para otorgarles condiciones más favorables en último término.

El imperialismo sin embargo, y no ya el nacionalismo, fue la gran cuestión alrededor del cambio de siglo. Los intereses “nacionales” alemanes eran ahora intereses imperialistas compitiendo con los imperialismos de otros países. Los intereses “nacionales” de Francia eran los del Imperio francés, así como los de Gran Bretaña eran los del Imperio británico. El control del mundo y la división de este control entre las grandes potencias imperialistas determinó las políticas “nacionales”. Las guerras “nacionales” fueron guerras imperialistas, que culminaron en las guerras mundiales.

Se ha remarcado alguna vez que la situación de Rusia al comienzo de del siglo veinte era en varios aspectos similar al contexto revolucionario de Europa occidental a mediados del siglo diecinueve. La actitud positiva hacia las revoluciones nacional-burguesas por parte de los viejos socialistas se había basado en la esperanza, si no en la convicción, de que el elemento proletario dentro de estas revoluciones podría ir más allá de los limitados objetivos de la burguesía. En la visión de Lenin, la burguesía rusa no iba a ser capaz de realizar su propia revolución democrática y de este modo la clase obrera estaba destinada a provocar las revoluciones “burguesas” y “proletarias” en una serie de cambios sociales que constituyeran una “revolución permanente”. De alguna manera, la nueva situación parecía repetir, en una escala más grandiosa, la situación revolucionaria de 1848. En lugar de las antiguas alianzas limitadas y temporales de los movimientos democrático-burgueses con el internacionalismo proletario, ahora existe una amalgama mundial de fuerzas revolucionarias de doble carácter social y nacionalista que podrían ser conducidas más allá de sus limitados objetivos hacia fines proletarios.

El socialismo internacional coherente como ha sido representado, por ejemplo, por Rosa Luxemburg, se opuso a la “autodeterminación nacional” bolchevique. Para ella, la existencia de gobiernos nacionales independientes no alteraba el hecho de su control por parte de las potencias imperialistas a través del control último de la economía mundial. El capitalismo imperialista  no podría ser combatido ni debilitado a través de la creación de nuevas naciones sino solamente oponiendo el capitalismo supranacional con el internacionalismo proletario. Por supuesto, el internacionalismo proletario no puede frenar, y no tiene su razón en frenar movimientos de liberación nacional respecto al dominio imperialista. Estos movimientos son parte de la sociedad capitalista al igual que el imperialismo. Pero “utilizar” estos movimientos nacionales para fines socialistas, sólo significaría pervertirlos de su carácter nacionalista y transformarlos en movimientos socialistas internacionalmente orientados.

La Primera Guerra Mundial produjo la Revolución Rusa y, más allá de sus intenciones origiales, se produjo y permaneció como una revolución nacional. Pese a esperar ayuda desde el extranjero, nunca extendió su ayuda a fuerzas revolucionarias del exterior, excepto aquellas cuya ayuda fuera dictada por los intereses nacionales rusos.  La Segunda Guerra Mundial y sus secuelas llevaron a la independencia a India y Pakistán, la Revolución china , la liberación del sudeste asiático, y la autodeterminación para algunas naciones en África y Oriente Medio. A primera vista, este “renacimiento” del nacionalismo contradice tanto a las posiciones de Rosa Luxemburg como a las de Lenin en la “cuestión nacional”. Aparentemente, el tiempo para la emancipación nacional no ha tocado a su fin, y obviamente, la tendencia creciente del antiimperialismo no sirve a los fines socialistas revolucionarios mundiales.

De hecho, lo que indica este nuevo nacionalismo es algunos cambios estructurales en la economía capitalista mundial y el fin del colonialismo del siglo diecinueve. La “carga del hombre blanco” se ha convertido en una carga real en vez de en una bendición.  Los ingresos del gobierno colonial están menguando mientras que los costes del imperio suben. Para ser claros, individuos, corporaciones e incluso gobiernos, todavía se enriquecen de la explotación colonial. Pero esto se debe actualmente a  condiciones especiales -de control de los concentrados recursos petrolíferos, el descubrimiento de grandes reservas de uranio, etc.- más que a la capacidad general de operar  de manera rentable en las colonias y otros países dependientes. Lo que un día fueron tasas de rentabilidad excepcionales ahora baja a tasas “normales”. Allí donde estas se mantienen excepcionalmente, es en muchos casos debido a una forma oculta de subsidio gubernamental. Hablando en general, el colonialismo ya no compensa, así que es en parte el principio de rentabilidad en sí el que demandará  en adelante una nueva estrategia al dominio imperialista.

Las dos guerras mundiales destruyeron las viejas potencias imperialistas más o menos. Pero esto no es el fin del imperialismo, el cuál, pese a desarrollar nuevas formas y expresiones, todavía implica el control económico y político de las naciones más débiles por parte de las más fuertes. El imperialismo indirecto parece más alentador que el colonialismo del siglo diecinueve o su tardío revival en las políticas satélite de Rusia. Por supuesto, uno no excluye al otro, como cuando consideraciones estratégicas reales o imaginarias requieren de una ocupación real, como en el control de Okinawa por parte de EE.UU. y en el dominio militar británico en Chipre. Pero en general, el control indirecto puede ser superior al directo, como el sistema de trabajo asalariado demostró ser superior al esclavista. A parte del hemisferio occidental, América no ha sido una potencia imperialista en el sentido tradicional. Incluso aumentó los beneficios del control imperial más mediante la “diplomacia del dólar” que mediante la intervención militar directa. Como la potencia capitalista más fuerte, América podría aspirar a dominar  en cierto modo de una manera similar las regiones no soviéticas del mundo.

NINGUNA de las naciones europeas es de hecho capaz de impedir la completa disolución de su dominio imperialista si no es con la ayuda de América. Pero esta ayuda somete a estas naciones además de a sus posesiones extranjeras a la penetración y control americanos. Quedando como “heredero” de lo que queda del imperialismo en declive, los Estados Unidos no tienen una necesidad urgente de apresurarse a la defensa del imperialismo europeo occidental, excepto allá donde su defensa frustre el poder del bloque del Este. El “anti-colonialismo” no es una política americana deliberadamente designada para debilitar a sus aliados occidentales –aunque de hecho lo haga- sino que es adoptada bajo la creencia de que fortalecerá al “mundo libre”. Esta comprensible perspectiva, sin lugar a dudas, incluye numerosos estrechos intereses especiales que dan al “anti-imperialismo” americano un carácter hipócrita y conduce a la convicción de que oponiéndose al imperialismo de otras naciones, América simplemente promueve el suyo propio. Desprovistas de potencialidades imperialistas, Alemania, Italia y Japón ya no tienen una política independiente. El progresivo declive de los imperios francés y británico reduce a estas naciones a potencias secundarias. Al mismo tiempo, las aspiraciones nacionales de los países menos desarrollados y más débiles no se podrán alcanzar excepto si se adaptan en los esquemas de poder de las naciones imperialistas dominantes. Aunque Rusia y los Estados Unidos se reparten la supremacía mundial por el momento, las naciones más pequeñas intentan aun así satisfacer sus intereses específicos  y en cierto grado afectar a las políticas de las superpotencias. Las enemistades y contradicciones internacionales de los dos grandes rivales también conceden a nuevas naciones emergentes, como china e India, un grado de independencia que no tendrían de otra manera. Bajo la apariencia de “neutralidad”, a una pequeña nación como Yugoslavia, por ejemplo, se le permite salir de un bloque y volver al otro. Los países independientes pero más débiles pueden afirmar su independencia –tal y como es- sólo debido al gran conflicto entre Rusia y los Estados Unidos.

La erosión del imperialismo occidental, se ha dicho, crea un vacío de poder en las hasta la fecha áreas controladas del mundo. Si el vacío no es llenado por occidente, lo hará Rusia. Por supuesto, ni los representantes del “nuevo nacionalismo” ni los del “viejo imperialismo” entienden esta lectura; desde que el primero desplaza al segundo, no hay ningún vacío. Lo que quiere decir el “vacío” es que la “autodeterminación nacional” de los países subdesarrollados los deja abiertas a una “agresión comunista” interna y externa, a no ser que occidente garantice su “independencia”. En otras palabras, la autodeterminación nacional no incluye una libre elección de aliados, sino que implica con las potencias occidentales “protectoras”. La “independencia” de Túnez y Marruecos, por ejemplo, es una independencia de Francia que implica un juramento de no lealtad a Rusia sino al bloque occidental dominado por los americanos.

Con el alcance que aún podría lograr por sí mismo en un mundo dividido en bloques, la autodeterminación nacional es una expresión de la “guerra fría”, de un callejón sin salida político-militar. Pero la tendencia de desarrollo no apunta a un mundo de muchas naciones, independientes y seguras, sino a la progresiva desintegración de las naciones más débiles, con la “integración” en uno u otro bloque. Por supuesto, la lucha por la emancipación nacional dentro del marco de las rivalidades imperialistas permite a algunos países explotar la competencia entre el Este y el Oeste. Pero este hecho apunta a las limitaciones de sus aspiraciones nacionales, al igual que el acuerdo o la guerra entre el Este y el Oeste daría por terminada  su capacidad de maniobrar entre los dos centros de poder. Mientras tanto, Rusia, la cual no vacila en destruir cualquier intento de autodeterminación nacional real en países bajo su control directo, está lista para apoyar la autodeterminación nacional en cualquier lugar donde sea dirigida contra el dominio occidental. Al igual que, América, pidiendo la autodeterminación para los satélites de Rusia, no vacila en practicar en Oriente Medio aquello de lo que abjura en Europa del Este. Pese a la revolución nacional y la autodeterminación, el tiempo para la emancipación nacional prácticamente ha terminado. Estas naciones podrían retener su recientemente ganada independencia, si bien su independencia formal no las libera del dominio económico y político occidental. Pueden escapar de esa pleitesía sólo aceptando la de Rusia dentro del bloque del Este.

Las revoluciones nacionales en los países a los que ha llegado tardíamente el capitalismo son intentos de modernización mediante la industrialización que simplemente expresan una oposición al capital extranjero o que están determinados a cambiar las relaciones sociales existentes. Pero al igual que el nacionalismo del siglo diecinueve fue un instrumento del desarrollo del capital privado, el nacionalismo del siglo veinte es predominantemente un instrumento del desarrollo capitalista de Estado. Y al igual que el nacionalismo del siglo pasado expandió el libre mercado mundial y tal grado de interdependencia económica posible bajo la formación capitalista privada, el nacionalismo de hoy día afecta más allá al mercado mundial ya en desintegración y destruye ese grado de integración internacional “automática” aportada por el mecanismo del libre mercado.

Tras la vía nacionalista está, por supuesto, la presión de la pobreza, que está creciendo explosivamente como la disparidad entre los ingresos de las naciones pobres y ricas. La división internacional del trabajo determinada por la formación del capital privado ha implicado la explotación de los países pobres por los ricos y la concentración de capital en las naciones capitalistas avanzadas. El nuevo nacionalismo se opone a la concentración de capital determinada por el mercado para asegurar la progresiva industrialización de los países subdesarrollados. Bajo las condiciones actuales, sin embargo, la producción capitalista nacionalmente organizada aumenta su desorganización a una escala mundial. El control gubernamental y empresarial operan ahora simultáneamente en cada país capitalista y también a escala mundial. Existe pues, la más despiadada competencia general, la subordinación de lo privado a la competencia nacional, la más despiadada competencia nacional, y la subordinación de la competencia nacional a los requerimientos supranacionales de los poderosos bloques.

En la base de las actuales aspiraciones nacionales y de las rivalidades imperialistas reposa la necesidad de una organización mundial de la producción y la distribución que beneficie a la humanidad en su totalidad. Primero, como apuntó el geólogo K. F. Mather, porque “la tierra está mucho mejor adaptada para la ocupación por parte de hombres organizados a escala mundial, con la máxima oportunidad de libre intercambio de materias primas y productos acabados a lo largo del mundo, que por hombres que insistan en construir barreras entre regiones aun incluyendo grandes naciones o continentes enteros”. Segundo, porque la producción social puede ser plenamente desarrollada y puede liberar a la sociedad humana de la necesidad y la miseria sólo mediante la cooperación internacional sin mirar a intereses nacionales particulares. La persuasiva interdependencia implicada en el progresivo desarrollo industrial, si bien no es aceptada y utilizada para fines humanos, asevera ella misma una interminable lucha entre naciones y por el control imperialista.

La incapacidad para conseguir a una escala internacional lo que se ha conseguido, o se está en proceso de conseguir a nivel nacional –la parcial o completa eliminación de la competencia capitalista- permite la continuación de los antagonismos de clase en todos los países a pesar de la eliminación o la restricción de la formación capitalista privada. Diciéndolo de otra forma: ya que la nacionalización del capital deja las relaciones de clase intactas, no existe el camino para escapar de la competencia en la escala internacional. De manera que el control sobre los medios de producción asegura el mantenimiento de las divisiones de clase, por tanto el control sobre el estado nacional, el cual incluye el control sobre sus medios de producción. La defensa de la nación y de su creciente fuerza se convierte en la defensa y reproducción de nuevos grupos dominantes. El “amor por la patria socialista” en países comunistas, el deseo por una “inversión en el país”, como ejemplifica la existencia de gobiernos “socialistas” en economías del bienestar, al igual que la autodeterminación nacional en los hasta ahora países dominados, significa la existencia y el surgimiento de nuevas clases dominantes que se unen a la existencia del estado nacional.

Mientras que una actitud positiva hacia el nacionalismo implica una falta de interés en el socialismo, la posición socialista sobre el nacionalismo es obviamente inefectiva en países que luchan por su existencia nacional así como en países que oprimen a otras naciones. Únicamente por omisión, una posición anti-nacionalista coherente parece apoyar al imperialismo. Sin embargo, el imperialismo funciona por razones de criterio propio, bastante independientemente de las actitudes del socialismo hacia el nacionalismo. Es más, los socialistas no están obligados a impulsar las luchas por la autonomía nacional como enseñaron varios movimientos de “liberación” en la estela de la Segunda Guerra Mundial. Contrariamente a las viejas expectativas, el nacionalismo no ha podido ser utilizado para fines socialistas más lejanos, ni fue una estrategia exitosa para acelerar la desaparición del capitalismo. Al contrario, el nacionalismo destruyó al socialismo utilizándolo para fines nacionalistas.

No es la función del socialismo apoyar al nacionalismo, incluso cuando este último combata al imperialismo. Porque combatir al imperialismo sin simultáneamente disuadir al nacionalismo significa combatir a unos imperialistas y apoyar a otros. Apoyar al nacionalismo árabe es oponerse al nacionalismo judío, y apoyar al segundo es combatir al primero, por lo que no es posible apoyar al nacionalismo sin también apoyar las rivalidades nacionales, el imperialismo y la guerra. Ser un buen nacionalista indio implica combatir a Pakistán; ser un buen pakistaní implica menospreciar a India. Ambas naciones recién “liberadas” están preparándose para combatir por un territorio en disputa y someter su desarrollo a la doble distorsión de las economías capitalistas de guerra.

Y así sucesivamente: la “liberación” de Chipre del dominio británico sólo tiende a abrir una nueva lucha entre griegos y turcos y no levanta el control occidental a su vez sobre Turquía o Grecia. La “liberación” de Polonia del dominio ruso puede significar la guerra con Alemania por la “liberación” de las provincias alemanas ahora dominadas por Polonia y, de nuevo, a nuevas luchas de los polacos por la “liberación” del territorio perdido en favor de Alemania. La independencia real de Checoslovaquia podría, sin duda, reabrir el conflicto por los Sudetes, y esto alternarse con  la lucha por la independencia de Checoslovaquia y puede que por un conflicto entre eslovacos y checos. ¿A quién apoyar? ¿A los argelinos contra los franceses? ¿A los judíos? ¿A los árabes? ¿A ambos? ¿Qué deberían hacer los refugiados árabes para dejar de ser una “nuisance” para los judíos? ¿Qué hacer con un millón de “colonos” franceses que afrontarán, al completarse la liberación de Argelia, expropiación y expulsión? Semejantes cuestiones pueden superarse en referencia a cualquier parte del mundo, y generalmente serán contestadas con poner a los judíos junto con los judíos, a los árabes con los árabes, los argelinos con los argelinos, los franceses con los franceses, los polacos con los polacos y así sucesivamente, quedando incontestadas e incontestables. Aunque parezca utópico que pueda surgir la solidaridad internacional en esta melé de antagonismos nacionales e imperialistas, no parece haber otro camino para escapar a las luchas fratricidas  y lograr una sociedad mundial racional.

Aunque las simpatías socialistas estén con los oprimidos, estas no se refieren al nacionalismo emergente sino al particular problema que tienen los pueblos doblemente oprimidos que plantan cara a una clase dominante nativa y a otra extranjera. Sus aspiraciones nacionales son en parte “socialistas”, ya que incluyen la ilusoria esperanza de las poblaciones empobrecidas de que pueden mejorar sus condiciones a través de la independencia nacional. La autodeterminación nacional no ha emancipado a las clases trabajadoras en las naciones avanzadas. Así que no lo hará ahora en Asia y África. Las revoluciones nacionales, como la de Argelia por ejemplo, prometen poco a las clases bajas salvo satisfacerlas en términos de igualdad respecto a la opresión nacional. Sin duda, esto significa algo para los argelinos, que han sufrido un sistema colonial particularmente arrogante. Pero los posibles resultados de la independencia argelina son deducibles a partir de los de Túnez y Marruecos, donde las relaciones sociales existentes no han cambiado y las condiciones de las clases explotadas no han mejorado de ninguna manera significativa.

A menos que el socialismo sea un espejismo, este se levantará de nuevo como un movimiento internacional o no lo hará. En cualquier caso, y en base a la experiencia pasada, aquellos interesados en el resurgimiento del socialismo deben insistir en su internacionalismo especialmente. Mientras que es imposible para un socialista convertirse en nacionalista, él es sin duda anti-colonialista y anti-imperialista. Sin embargo, su lucha contra el colonialismo no implica la adhesión al principio del a autodeterminación nacional, sino a una sociedad internacional socialista sin explotación. Mientras que los socialistas no pueden identificarse con los conflictos nacionales, pueden como socialistas oponerse tanto al nacionalismo como al imperialismo. Por ejemplo, no es la función de los socialistas franceses luchas por la independencia de Argelia, sino transformar Francia en una sociedad socialista. Y aunque las luchas para este fin sin duda ayudarían al movimiento de liberación en Argelia o en cualquier otro lugar, esto sería un producto del combate socialista contra nacionalismo e imperialismo y no una razón para ello. En la siguiente etapa, Argelia debería ser “desnacionalizada” e integrada en un mundo socialista internacional.

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