Marx contra el Estado

Marx contra el Estado

El carácter de la Comuna

La mayor objeción a Marx sobre la cuestión del Estado y el parlamentarismo, recae en el Manifiesto del Partido Comunista (publicado en el año de 1848), el cual en la parte final aboga por la toma del Estado, haciendo a la par concesión a la burguesía “radical” en Alemania. Sin duda tales posiciones contenidas en ese libelo han sido puestas en tela de juicio por la Historia, por lo que encontrarles una justificación sería absurdo. No obstante, limitarnos a una simplona crítica sin comprender el contexto histórico en que se escribió, nos llevaría a estancarnos en un ámbito meramente superficial o en el peor de los casos, en un reducto puritano e ideológico.

El manifiesto de Marx y Engels, fue un proyecto realizado a petición de la Liga de los Comunistas, una organización conformada desde antes que ellos participaran en ésta. Muchas de las organizaciones comunistas de aquel entonces, habían sido incapaces de romper de lleno con muchas concepciones socialdemócratas, incluyendo la que concierne al Estado. Marx y Engels no estaban exentos de acuñar posiciones erróneas propias de su época. Toda esa situación, generó un terreno de cultivo apto para la separación entre reformistas y revolucionarios.

«Debemos subrayar aquí que las oscilaciones y ambigüedades de Marx y Engels, con respecto a la Socialdemocracia misma, contribuyeron a su obra contrarrevolucionaria. En efecto, durante años las fundamentales críticas programáticas efectuadas por ellos no fueron dadas a publicidad, haciéndose los propios Marx y Engels cómplices de este ocultamiento, por razones de “oportunidad”: las críticas públicas y hasta la ruptura formal con esa organización fueron postergadas “para más adelante”. A la muerte de Marx, como es sabido, Engels se compromete mucho más con la política programática y organizativa de la socialdemocracia, llegando a apoyar la práctica organizativa de esa organización burguesa para los obreros y hasta a darle su toque de “autoridad” para expulsar a los mejores militantes clasistas: es el caso de “Die Jungen” » [1].

Tal error ha tenido un peso histórico trascendental (reflejado principalmente desde la II y III Internacional), el cual hasta la fecha ha sido muy bien explotado por los revisionistas y oportunistas de toda calaña, no solo contribuyendo así a la mitificación, sino también empantanando la discusión revolucionaria y exacerbando la falsa dicotomía marxismo/anarquismo.

Sin embargo, los proletarios que buscamos reapropiarnos y profundizar sobre nuestro arsenal crítico e histórico, sostenemos a contracorriente, que aún en el actual contexto de lucha de clases y catástrofe capitalista que acaece; las tesis de Marx son de suma importancia para comprender la raíz medular del mundo mercantil [que buscamos destruir]. La crítica de la economía política realizada a partir del concepto de Totalidad, ha tenido una gran relevancia significativa para fortalecer la teoría revolucionaria de nuestra clase en lucha.

Acorde a lo anterior, si examinamos toda la obra de Marx, podemos percatarnos que hay numerosas tesis y posicionamientos, los cuales, hasta la fecha han sido ocultados por la socialdemocracia histórica, precisamente por hacer críticas sagaces a todas las concepciones progresistas y reformistas que contradicen la figura de un Marx socialdemócrata que durante décadas nos han vendido.

Pero lo cierto, es que el pensamiento de Marx no fue cuadrado; sus tesis elaboradas desde sus escritos de juventud hasta sus borradores que quedaron inconclusos debido a su muerte, poseen en toda su travesía, importantes rupturas que se verían mejor acentuadas en las obras posteriores a 1848 [2]. Por ejemplo, en la edición alemana del Manifiesto Comunista en 1872, él mismo menciona: “Este programa ha quedado a trozos anticuado por efecto del inmenso desarrollo experimentado por la gran industria en los últimos 25 años, con los consiguientes progresos ocurridos en cuanto a la organización política de la clase obrera, y por el efecto de las experiencias prácticas de la revolución de febrero en primer término, y sobre todo de la Comuna de París, donde el proletariado, por vez primera, tuvo el poder político en sus manos por espacio de dos meses. La Comuna ha demostrado, principalmente que la clase obrera no puede limitarse a tomar posesión de la máquina del Estado en bloque, poniéndola en marcha para sus propios fines”.

Es menester señalar con la misma importancia, que la evolución en las concepciones de Marx, no fueron producto de una iluminación repentina o su genialidad [3]. Lejos de eso, en primer lugar, tal evolución fue el resultado del método dialéctico (como crítica radical) que Marx aplicó a su propia obra; y por otra parte; fue la lucha gestada en esa época y las condiciones materiales que le dieron vida a los procesos revolucionarios (con inherentes contradicciones en su seno), los que orillaron a Marx a ampliar su perspectiva y a hacer ruptura con algunas concepciones caducas que el movimiento comunista estaba obligado a confrontar y negar.

Entonces, para dar sustento a lo que venimos exponiendo, nos damos a la tarea de reproducir a continuación, fragmentos de un par de textos redactados por el propio Marx: las cartas a Ludwig Kugelman, así como algunos párrafos de los borradores de La Guerra Civil en Francia de 1871. En ellos aparece una concepción del Estado y su papel contrarrevolucionario, más acorde y cercana a todos los borradores y textos “olvidados” de este compañero histórico, que por lo general, tanto en las academias como en los partidos “comunistas” [4] se encargan de ocultar o tergiversar, aludiendo que fueron etapas románticas de un Marx hegeliano.

Las cartas a Ludwig Kugelman y La Guerra Civil en Francia constituyen un interesante material que indaga en aspectos generalmente poco abordados sobre la obra de Marx. Se puede decir de algún modo, que publicar este tipo de materiales, lleva una carga específica para aquellos que han anidado el prejuicio basado en el mito que versa sobre un Marx estatista y socialdemócrata.

Evidentemente, todo esto no quiere decir que estos textos se encuentren exentos de debilidades y aspectos criticables. No obstante, lo central en ellos, radica en su crítica al Estado sin ambigüedad alguna, afirmando además, que la revolución es un proceso donde para derrocar al Capital, se torna también ineludible la destrucción de aquella fuerza organizada que es su unidad simbiótica: el Estado.

Finalmente, queremos dejar en claro que esta breve introducción que realizamos, es una simple contribución a manera de preámbulo para incentivar al debate y la discusión revolucionaria. En un medio atestado de activismo inmediatista que rechaza toda tentativa de discusión teórica; y, de sectas que rechazan salir de su cómodo estercolero de ideología. Insistiremos en la realización de una premisa fundamental: Lo que hace falta es un balance del pasado y un programa para luchar por el futuro.

¡Ni dioses ni profetas!

¡A afilar las armas de la crítica y a agudizar la crítica de las armas!

¡Por la recuperación de nuestra memoria histórica y nuestro programa histórico!

¡Por el comunismo, por la anarquía!

[Materiales]

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Carta 1

Si te fijas en el último capítulo de mi Dieciocho Brumario, verás que expongo como próxima tentativa de la revolución francesa no hacer pasar de unas manos a otras la máquina burocrático-militar, como venía sucediendo hasta ahora, sino demolerla, y ésta es justamente la condición previa de toda verdadera revolución popular en el continente. En esto, precisamente, consiste la tentativa de nuestros heroicos camaradas de París. ¡Qué flexibilidad, qué iniciativa histórica y qué capacidad de sacrificio tienen estos parisienses! Después de seis meses de hambre y de ruina, originadas más bien por la traición interior que por el enemigo exterior, se rebelan bajo las bayonetas prusianas, ¡como si no hubiera guerra entre Francia y Alemania, como si el enemigo no se hallara a las puertas de París! ¡La historia no conocía hasta ahora semejante ejemplo de heroísmo! Si son vencidos, la culpa será, exclusivamente, de su «buen corazón». Se debía haber emprendido sin demora la ofensiva contra Versalles, en cuanto Vinoy, y tras él la parte reaccionaria de la Guardia Nacional, huyeron de París. Por escrúpulos de conciencia se dejó escapar la ocasión. No querían iniciar la guerra civil, ¡como si el Dañino engendro de Thiers no la hubiese comenzado ya cuando intentó desarmar a París! El segundo error consiste en que el Comité Central renunció demasiado pronto a sus poderes, para ceder su puesto a la Comuna. De nuevo ese escrupuloso «pundonor» llevado al colmo. De cualquier manera, la insurrección de París, incluso en el caso de ser aplastada por los lobos, los cerdos y los viles perros de la vieja sociedad, constituye la proeza más heroica de nuestro partido desde la época de la insurrección de junio. Que se compare a estos parisienses, prestos a asaltar el cielo, con los siervos del cielo del sacro Imperio romano germánico-prusiano, con sus mascaradas antediluvianas, que huelen a cuartel, a iglesia, a junkers y, sobre todo, a filisteísmo[5].

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Carta 2

La «casualidad» desfavorable decisiva no debe ser buscada esta vez, de ningún modo, en las condiciones generales de la sociedad francesa, sino en la presencia en Francia de los prusianos, que se hallaban a las puertas de París. Esto lo sabían muy bien los parisienses. Pero lo sabían también los canallas burgueses de Versalles. Por eso plantearon ante los parisienses la alternativa: aceptar el reto o entregarse sin lucha. La desmoralización de la clase obrera en este último caso habría sido una desgracia mucho mayor que el perecimiento de cualquier número de «líderes». Gracias a la Comuna de París, la lucha de la clase obrera contra la clase de los capitalistas y contra el Estado que representa los intereses de ésta ha entrado en una nueva fase. Sea cual fuere el desenlace inmediato esta vez, se ha conquistado un nuevo punto de partida que tiene importancia para la historia de todo el mundo [6].

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El carácter de la comuna [7]

El aparato de Estado centralizado que, con sus órganos militares, burocráticos, clericales y judiciales, omnipresentes y complicados encierra (envuelve) el cuerpo vivo de la sociedad civil, como una boa constrictor, fue forjado primero en los día de la monarquía absoluta como un arma de la naciente sociedad moderna en su lucha de emancipación del feudalismo. Los privilegios señoriales de los aristócratas y de las ciudades y del clero en la época medieval fueron transformados en los atributos de un Poder estatal unificado, que reemplaza a los dignatarios feudales por funcionarios estatales asalariados, transfiere las armas de los servidores medievales de los terratenientes y de las corporaciones urbanas a un ejército permanente, sustituye a la abigarrada (polícroma) anarquía de poderes medievales en conflicto por el plan reglamentado de un poder estatal, por una división sistemática y jerárquica del trabajo. La primera Revolución Francesa, cuya tarea era fundar la unidad nacional (crear una nación) tenía que romper toda independencia local, territorial, urbana y provincial. Ella estaba obligada pues a desarrollar lo que la monarquía absoluta había comenzado, la centralización y organización del poder estatal, y a ampliar el radio de acción y las atribuciones del poder estatal, el número de sus instrumentos, su independencia y su sobrenatural predominio sobre la sociedad real que de hecho ocupó el lugar del cielo sobrenatural del Medioevo, con sus santos. Todo interés menor y aislado, engendrado por las relaciones de los grupos sociales, fue separado de la sociedad misma, determinado, y colocado independiente de ella y en oposición a ella, en razón al interés del Estado, que era administrado por curas del Estado con funciones jerárquicas exactamente determinadas.

Esta parasitaria (excrecencia) sociedad civil, que pretendía ser su réplica ideal, alcanzó su completo desarrollo bajo el reinado del Primer Bonaparte. La restauración y la Monarquía de Julio no agregaron a ella más que una mayor división del trabajo, que crecía en la misma medida en que la división del trabajo dentro de la sociedad civil creaba nuevos grupos de intereses y, en consecuencia, nuevos materiales para la actividad del Estado. En su lucha contra la Revolución de 1848, la Republica Parlamentaria de Francia y los gobiernos de toda la Europa continental se vieron obligados a fortalecer, mediante sus medidas represivas contra el movimiento popular, los medios de acción y la centralización de ese poder gubernamental. Todas las revoluciones tuvieron pues como única consecuencia perfeccionar la maquinaria del Estado en vez de hacer a un lado este paralizante íncubo. Las fracciones y partidos de las clases dominantes que alternadamente lucharon por la supremacía, consideraron la ocupación (control) (toma) y la dirección de esta inmensa maquinaria de gobierno como el principal botín del vencedor. Esta centró su actividad en la creación de inmensos ejércitos permanentes, de una multitud de sabandijas del Estado, y de enormes deudas públicas. Durante la época de la monarquía absoluta constituyó un medio de lucha de la sociedad moderna contra el feudalismo, lucha que fue coronada por la Revolución Francesa, y bajo el primer Bonaparte sirvió no solamente para someter a la revolución y liquidar todas las libertades populares sino que también fue un instrumento de la Revolución Francesa para golpear afuera, para crear en provecho de Francia en el continente, en lugar de monarquías feudales, Estados hechos más o menos a la imagen de Francia.

Bajo la Restauración y la Monarquía de Julio se convirtió no solamente en un medio de la violenta dominación de clase de la clase Media, sino también en un medio de agregar a la explotación económica directa una explotación del pueblo asegurando a sus [por ejemplo, la clase media] familias todas las ricas prebendas de la casa estatal. Durante el tiempo de la lucha revolucionaria de 1848, en fin, sirvió como instrumento para aniquilar esa revolución y todas las aspiraciones de emancipación de las masas populares. Pero el parásito estatal solo recibió su desarrollo final durante el Segundo Imperio. El poder gubernamental con su ejército permanente, su burocracia que lo dirige todo, su clero embrutecedor y su jerarquía de tribunales serviles, se habían hecho tan independientes de la sociedad misma, que en un aventurero de grotesca mediocridad, a la cabeza de una hambrienta banda de desesperados, era suficiente para ejercerlos. Este poder ya no tuvo la necesidad de justificar su existencia por la coalición armada de la vieja Europa contra el mundo moderno establecido por la revolución de 1789. Ya no apareció como un instrumento de dominación de clase, sometido a al ministerio parlamentario o a una asamblea. Él sometía a su poder incluso los intereses de las clases dominantes, cuyo espectáculo parlamentario aquél lo remplazó con los Cuerpos Legislativos seleccionados por él mismo y senados pagados por él; Su autoridad absoluta fue sancionada por el sufragio universal; fue reconocido como una necesidad para mantener el orden, que es la dominación del terrateniente y del capitalista sobre el productor; encubrió, con los harapos de la mascarada del pasado, las orgías de la corrupción del presente y la victoria de la fracción más parasitaria, la de los timadores financieros, dio carta blanca al libertinaje de todas las influencias reaccionarias del pasado –pandemónium de infamias-, el poder estatal había recibido su última y suprema expresión en el Segundo Imperio. En apariencia, se trataba de la victoria final de este poder gubernamental sobre la sociedad, de hecho era la orgía de todos los elementos corruptos de esa sociedad. Pero de hecho no era más que la última forma degradada y la única posible de esa dominación de clase, que era tan humillante para esas clases mismas como para las clases trabajadoras a las que mantenía encadenadas.

El 4 de septiembre no fue más que la reivindicación del retorno a la república contra el grotesco aventurero que la había asesinado. La verdadera antítesis del Imperio mismo, es decir, el poder estatal, el ejecutivo centralizado, del cual el segundo imperio no fue sino una fórmula acabada, fue la Comuna. Este poder estatal es, de hecho, la creación de la burguesía; fue el instrumento que sirvió primero para destruir el feudalismo, después una herramienta para ahogar las aspiraciones emancipadoras de los productores, de la clase obrera.

Todas las reacciones y todas las revoluciones no han servido sino para transferir ese poder organizado, esa fuerza organizada de la esclavitud del trabajo, de una mano a la otra, de una fracción de las clases dominantes a otra. Había servido para las clases dominantes como un medio de sometimiento y de lucro. Había succionado nuevas fuerzas de cada nuevo cambio. Había servido como el instrumento para aplastar cada levantamiento popular, para golpear a las clases trabajadoras después de que éstas habían combatido y recibido la orden de asegurar la transferencia de ese poder de un grupo de sus opresores a otro grupo. [La Comuna] Esa no fue pues una revolución contra tal o cual forma de poder estatal, legitimista, constitucional, republicano o imperial. Fue una revolución contra el Estado mismo, este aborto sobrenatural de la sociedad, la reasunción por el pueblo y para el pueblo de su propia vida social. No fue una revolución que se hizo para transferir ese poder de una fracción de las clases dominantes a la otra, sino una revolución para acabar con la propia horrenda maquinaria de la dominación de clase. No fue una de esas luchas enanas entre las formas ejecutivas de dominación de clase y las parlamentarias, sino una rebelión contra estas dos formas juntas, que se integran una en la otra, y de las cuales la forma parlamentaria no era sino el engañoso apéndice del Ejecutivo. El segundo Imperio fue la forma acabada de esta usurpación estatal. La comuna fue su negación definitiva, y, por eso, la iniciación de la revolución social del siglo XIX. Cualquiera que sea pues su suerte en París, ella dará la vuelta al mundo. Ella fue a la vez aclamada por la clase obrera en Europa y de los Estados Unidos como una palabra mágica de liberación. Las glorias y los actos antediluvianos del conquistador prusiano solo parecían alucinaciones de un pasado concluido.

Sólo la clase obrera podía formular, por medio de la palabra “Comuna” y a través de la lucha de la Comuna de París, esta nueva aspiración. Incluso la última expresión del poder estatal en el Segundo Imperio, aunque se humilló el orgullo de las clases dominantes y dispersó en el viento sus pretensiones parlamentarias de autogobierno, no constituyó sino la última forma posible de su dominación de clase. Mientras políticamente las desposeía, ella era la orgía en la cual todas las infamias económicas y sociales de su régimen obtuvieron vía libre. La burguesía media y la pequeña eran por sus condiciones económicas de vida, excluidas de la iniciación de una nueva revolución e inducidas a seguir las pisadas de las clases dominantes o a seguir a la clase obrera. Los campesinos eran la base económica pasiva del Segundo Imperio, de ese último triunfo de una Estado separado de la sociedad e independientemente de ella. Solamente los proletarios, inflamados por la nueva tarea social, que ellos debían cumplir por toda la sociedad, de suprimir todas las clases y la dominación de clase, eran los hombres que podían aplastar en instrumento de este dominio de clase que era el Estado, aplastar este poder gubernamental centralizado y organizado que, por usurpación, era el amo de la sociedad en lugar de ser su servidor. En la activa lucha librada contra ellos por las clases dominantes, apoyadas por la adhesión pasiva del campesinado, el Segundo Imperio, coronamiento supremo y al mismo tiempo la más insigne prostitución del estado, que había tomado el lugar de la iglesia medieval, fue engendrado. Fue contra los proletarios que nació. Y por ellos fue aplastado, no como una forma peculiar de poder gubernamental (centralizado), sino como su más poderosa expresión, que parecía independiente de la sociedad y, por eso, también su más prostituta realidad, cubierta por la ignominia de arriba abajo, teniendo como eje la absoluta corrupción en lo interno y la absoluta impotencia en lo externo.

Pero esta forma de dominio de clase se había roto solamente para hacer del Ejecutivo, de la maquinaria estatal de gobierno, el único y gran objetivo de ataque de la revolución.

El parlamentarismo en Francia había tocado su fin. Su último periodo y su más completa floración fue la República Parlamentaria desde mayo de 1848 hasta el golde de Estado. El Imperio que lo mató, fue su propia creación. Bajo el imperio con su Cuerpo Legislativo y su Senado –en esta forma ha sido reproducido por las monarquías militares de Prusia y Austria- el parlamentarismo habría sido una simple farsa, un mero apéndice del despotismo en su más grosera forma. El parlamentarismo había pues muerto en Francia y la revolución de los obreros, por supuesto, no iba a despertarlo de su muerte.

La Comuna es la reasunción del poder estatal por la sociedad como su propia fuerza y ya no como una fuerza que la controla y al somete, es la reasunción del poder estatal por las masas populares mismas, que constituyen su propia fuerza en remplazo de la fuerza organizada que las reprime –la forma política de su emancipación social, en lugar de la fuerza artificial (apropiada por sus opresores) (su propia fuerza opuesta a los opresores y organizada contra ellos) de la sociedad, puesta al servicio de sus enemigos para oprimirlas. […]

La Comuna

La Comuna había sido proclamada, luego de Sedán, por los obreros de Lyon, Marsella y Tolouse. Gambetta hizo todo lo que pudo para destruirla. Durante el asedio de París los repetidos levantamientos de obreros, aplastados sin cesar con pérfidos pretextos de los bretones de Trochu, dignos sustitutos de los corsos de Luis Bonaparte, fueron otros tantos intentos de remplazar el gobierno de los impostores con la Comuna. La Comuna, que se elaboraba entonces en silencio, era el verdadero secreto de la Revolución del 4 de septiembre. Fue por eso que, en los albores del 18 de Marzo, luego de la derrota de la contrarrevolución, la somnolienta Europa fue sacada de su sueño con el estruendo de París: “¡Viva la Comuna!”.

¿Qué es la Comuna, esa esfinge que tanto atormenta a los espíritus burgueses?

En su más simple concepción, [ella es] la forma bajo la cual la clase obrera asume el Poder Político en su fortaleza social, París y los otros centros industriales. “Los proletarios de la capital”, decía el Comité Central en su manifiesto del 20 de marzo, “en medio de los fracasos y las traiciones de las clases dominantes, se ha dado cuenta de que ha llegado la hora de salvar la situación tomando en sus propias manos la dirección de los asuntos públicos… Han comprendido que es su deber imperioso y su derecho indiscutible hacerse dueños de sus propios destinos, tomando el Poder político (el Poder estatal).

Pero el proletariado no puede, como las clases dominantes y sus diferentes fracciones rivales lo han hecho en sus sucesivos momentos de triunfo, tomar simplemente el aparato del Estado existente y ponerlo a funcionar para sus propios fines.

La primera condición para el sostenimiento del poder político es transformar esa maquinaria existente, destruir ese instrumento de dominación de clase. Esa enorme maquinaria gubernamental, enroscando como una boa constrictora el verdadero cuerpo social en las ubicuas redes de un ejército permanente, una burocracia jerarquizada, una policía obediente, el clero y una magistratura servil, fue forjada primero en los días de la monarquía absoluta como un arma de la naciente sociedad burguesa en su lucha emancipadora contra el feudalismo. La primera Revolución Francesa, cuya tarea era dar paso al libre desarrollo de la sociedad de clase media moderna tuvo que barrer todas las fortalezas locales, territoriales, urbanas y provinciales del feudalismo, y preparó el piso social para la superestructura de un Poder estatal centralizado, con órganos omnipresentes ramificados de acuerdo con el plan de una división sistemática y jerárquica del trabajo.

Pero la clase obrera no puede contentarse con tomar simplemente la máquina estatal ya hecha y hacerla funcionar para sus propios propósitos. El instrumento político de su esclavitud no puede servir como instrumento político para su emancipación.

El Estado burgués moderno está encarnado en dos grande órganos, el parlamento y el gobierno. Durante el periodo de la República del Partido del Orden, de 1848 a 1851, la omnipotencia del parlamento engendró su propio contrario –el Segundo Imperio- y el imperio, con su simple remedo de parlamento, es el régimen que ahora florece en la mayoría de los grandes Estados militares del continente. A primera vista, aparentemente, la dictadura usurpadora del cuerpo gubernamental sobre la sociedad misma levantándose por encima de todas las clases y a la par, humillándolas; de hecho se ha convertido, por lo menos en el continente europeo, en la única forma estatal posible por la cual la clase apropiadora puede continuar dominando a la clase productora. La asamblea de fantasmas de todos los parlamentos franceses difuntos que aún ronda por Versalles no ejerce ningún poder real aparte de la maquinaria gubernamental tal como fue modelada por el Segundo Imperio.

El enorme parásito gubernamental, que enrosca al cuerpo social como una boa constrictora con las redes ubicuas de su burocracia, policía, ejército permanente, clero y magistratura, data de los tiempos de la monarquía absoluta. El poder estatal centralizado tenía en ese tiempo que servir a la naciente sociedad de clase media como poderosa arma en sus luchas de emancipación del feudalismo. La revolución Francesa del siglo XVIII, cuya tarea era barrer la basura medieval de los privilegios señoriales, locales, urbanos y provinciales, no podía dejar de limpiar al mismo tiempo el piso social de los últimos obstáculos que impedían el completo desarrollo de un poder estatal centralizado, dotado de órganos ubicuos diseñados según un plan de división sistemática y jerárquica del trabajo. Bajo los regímenes parlamentarios subsiguientes a la Restauración, la Monarquía de Julio y la República del Partido del Orden, no solamente la dirección suprema de este aparato de Estado, con sus irresistibles atractivos, autoridad y prebendas, se convirtió en motivo de disputa entre las facciones rivales de la clase dominante, sino que en la misma medida en que el progreso económico de la sociedad moderna engrosaba las filas de la clase obrera, aumentaba su miseria, organizaba su resistencia y desarrollaba sus tendencias a la emancipación, en la medida en que, en una palabra, la moderna lucha de clases, la lucha entre trabajo y capital [8] , asumió forma y consistencia, la fisionomía y el carácter del Poder estatal sufrieron un cambio sorprendente. Este había sido siempre el poder para el mantenimiento del orden, es decir, del orden social existente, y por eso, de la subordinación y explotación de la clase productora a manos de la clase apropiadora. Pero, durante el tiempo en que este orden fue aceptado como una necesidad incontrovertible e indiscutible, el poder estatal pudo asumir un aspecto de imparcialidad. Mantuvo la subordinación existente de las masas, que constituía el orden inalterable de las cosas y un hecho social sufrido sin oposición por parte de las masas, ejercido por sus “superiores naturales” sin ninguna solicitud. Con el ingreso de la sociedad misma en una nueva fase, la fase de la lucha de clases, el carácter de su fuerza pública organizada, el Poder estatal, no podía hacer otra cosa sino cambiar también y desarrollar cada vez más su carácter como instrumento del despotismo de clase, como máquina política perpetuando por la fuerza la esclavitud social de los productores de la riqueza por parte de sus apropiadores, como instrumento de dominación económica del Capital sobre el trabajo. Después de cada nueva revolución popular, que resultaba en la transferencia de la dirección del aparato estatal de un grupo a otro de las clases dominantes, el carácter represivo del Poder estatal se desarrollaba de manera más completa y se hacía cada vez más despiadado, pues las promesas hechas por la revolución y, al parecer, garantizadas por ella, no podían ser arrancadas sino mediante el empleo de la fuerza. Además, los cambios operados por esas sucesivas revoluciones no eran sino la sanción política de una realidad social, el creciente poder del Capital y, por lo tanto, trasladaban el poder estatal mismo cada vez más directamente a las manos de los adversarios directos de la clase obrera. Así, la revolución de Julio transfirió el poder de las manos de los terratenientes a las de los grandes manufactureros (los grandes capitalistas) y la Revolución de Febrero lo trasladó a las manos de las fracciones unidas de las clases dominantes, unidas en su antagonismo a la clase obrera, unidas en el Partido del Orden, es decir, el orden su propio gobierno clasista. Durante el periodo de la Republica Parlamentaria, el poder estatal se convirtió al fin en un instrumento abierto de guerra, manejado por la clase apropiadora contra las masas populares productoras. Pero no podía ser utilizado como instrumento declarado de guerra civil, sino en tiempos de guerra civil, y la condición de existencia de República Parlamentaria era, por eso, la continuación de una guerra civil declarada, negación de ese mismo “orden” en cuyo nombre se libraba la guerra civil. Esto solamente podía ser un estado de cosas espasmódico y excepcional. Ese poder era inadmisible como forma política normal de la sociedad, era insoportable incluso para la masa de las clases medias. Cuando todos los elementos de resistencia popular fueron pues derribados, la república Parlamentaria tuvo que desaparecer (dar paso a) ante el Segundo Impero.

El Imperio, que pretendía apoyarse en la mayoría de los productores de la nación, los campesinos, [quienes estaban] aparentemente fuera de la lucha de clase entre el capital y el trabajo (indiferentes y hostiles a esas dos fuerzas sociales en conflicto), ejerció el Poder estatal como si fuera una fuerza por encima tanto de las clases dominantes como las dominadas, imponiéndoles a ambas un armisticio (silenciando la forma política, y en consecuencia, forma revolucionaria de la lucha de clases), despojando al Poder estatal de su forma directa de despotismo de clase frenando al poder parlamentario y, en consecuencia, directamente político, de las clases apropiadoras; el Imperio fue la única forma de Estado capaz de asegurar al viejo orden social un respiro de vida. Fue entonces aclamado en el mundo entero como “salvador del orden” y objeto de admiración durante veinte años por parte de los esclavistas del mundo entero. Bajo su dominación, que coincidió con los cambios introducidos en la situación del mercado mundial por California y Australia, y con el extraordinario desarrollo de los Estados Unidos, se instauró un periodo de actividad industrial sin precedentes. Fue esa orgia de agiotistas, estafadores financieros, aventureras sociedades de accionistas, todo lo cual condujo a la rápida centralización del Capital mediante la expropiación de las clases medias y la ampliación del abismo entre la clase capitalista y la clase obrera. Toda la ignominia del régimen capitalista, al dar vía libre a su tendencia innata, se desencadenó sin trabas. Fue al mismo tiempo una orgía de libertinaje en medio del lujo, de esplendor decadente, pandemónium de todas las bajas pasiones de las clases superiores. Esta forma última del Poder gubernamental era al mismo tiempo el más prostituido y desvergonzado pillaje de los recursos del Estado por parte de una banda de aventureros, fuente de enormes deudas del Estado, la época dorada de la prostitución, una vida ficticia llena de falsas orientaciones. El poder gubernamental, con todo su oropel cubriéndolo desde su pináculo hasta el fondo, se sumergió en el lodo. La madurez de la podredumbre de la misma maquinaria del Estado, y la putrefacción de todo el organismo social, que florecía debajo de él, fueron puestas al desnudo por las bayonetas de Prusia, ávida como estaba ella misma de trasladar de París a Berlín la sede de ese régimen de oro, sangre y lodo.

Este fue el Poder estatal, en su última y más prostituida forma, en su suprema y más baja realidad, al cual la clase obrera de París tenía que superar, y del cual sólo esta clase podía librar a la sociedad. En cuanto al parlamentarismo, éste había sido asesinado por sus propios testaferros y por el Imperio. Lo único que la clase obrera tenía que hacer era no resucitarlo.

Lo que los obreros tenían que romper no era una forma más o menos incompleta de Poder gubernamental de la vieja sociedad, sino ese Poder mismo bajo su forma última y definitiva, el Imperio. La antítesis directa del Imperio era La Comuna.

En su más simple concepción, la Comuna significaba la destrucción preliminar de la vieja maquinaria gubernamental en sus sedes centrales, parís y las otras grandes ciudades de Francia, y su remplazo por un auténtico autogobierno que en París y las grandes ciudades de Francia, y su reemplazo por un auténtico autogobierno que en París y las grandes ciudades, fortalezas sociales de la clase obrera, había de ser el gobierno de la clase obrera. Por medio del asedio, París se había desembarazado del ejército, que fue remplazado por una guardia nacional, cuya masa estaba constituida por los obreros de París. Solo gracias a este estado de cosas fue posible el levantamiento del 18 de Marzo. Este Estado de hecho debía convertirse en una institución, y la guardia nacional de las grandes ciudades, el pueblo armado contra la usurpación gubernamental, debía remplazar al ejército permanente, que defendía al gobierno contra el pueblo. La Comuna [estaba] compuesta por los concejales municipales de los diferentes distritos (como París fue el iniciador y el modelo, tenemos que referirnos a éste), escogidos por medio del sufragio de todos los ciudadanos, siendo responsables y revocables en todo momento.

La mayoría de ese cuerpo, naturalmente, se compondría de obreros o de representantes reconocidos de la clase obrera. Había de ser un cuerpo de trabajo, ejecutivo y legislativo al mismo tiempo, y no un organismo parlamentario. Los agentes de policía, en vez de ser agentes de un gobierno central, debían ser servidores de la Comuna, y, al igual que los funcionarios de todos los departamentos administrativos, debían ser nombrados por la Comuna, y en cualquier momento ésta podía revocar su nombramiento; todos los funcionarios, así como los miembros de la Comuna misma, tenían que hacer su trabajo a cambio de salarios de obreros. Los jueces también debían ser elegidos, y sus cargos eran revocables y sujetos a responsabilidad. La iniciativa en todos los asuntos de la vida social estaba reservada a la Comuna. En una palabra, todas las funciones públicas, aún las pocas que habrían pertenecido al gobierno central, debían ser ejecutadas por los agentes de la Comuna y, en consecuencia, estarían bajo control. Es uno de tantos absurdos afirmar que las funciones centrales, no las de la autoridad gubernamental sobre el pueblo, sino aquellas requeridas por las necesidades generales y ordinarias del país, no podrían ser garantizadas. Estas funciones existirían, pero los funcionarios mismos no podían, como en la vieja maquinaria gubernamental, levantarse por encima de la sociedad real, porque las funciones iban a ser ejecutadas por agentes comunales, y por eso siempre estarían bajo control verdadero. Las funciones públicas dejarían de ser una propiedad privada conferida por el gobierno central a sus instrumentos. Con el ejército permanente y la policía gubernamental, se iba a romper la fuerza material de represión. Mediante el establecimiento de todas las iglesias como entidades propietarias y la prohibición de la instrucción religiosa en todas las escuelas públicas (junto con la instauración de la instrucción gratuita), enviando a los curas al retiro en la vida privada, donde podían vivir de las limosnas de los fieles, mediante la liberación de todos los establecimientos escolares de la tutela y tiranía del gobierno, la fuerza espiritual de la represión había de romperse. No solamente la ciencia iba a ser accesible a todos, sino que ella sería liberada de las ataduras de la presión del gobierno y de los prejuicios de clase. Los impuestos municipales debían ser determinados y percibidos por la Comuna; los impuestos de interés general debían ser cobrados por los funcionarios comunales, y utilizados por la Comuna en bien de los intereses generales (sus desembolsos para propósitos generales debían ser supervisados por la Comuna misma).

La fuerza gubernamental de represión y de autoridad sobre la sociedad debía pues ser quebrada en sus organismos puramente represivos, y donde tenía funciones legítimas que cumplir, estas funciones no debían ser ejercidas por un cuerpo por encima de la sociedad, sino por agentes responsables de la sociedad misma.

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NOTAS

[1] Prólogo a La bestia de la propiedad, de Johann Most. Por el GCI. Apuntamos que merece la pena revisar a la par, la compilación llamada “Paginas Malditas”, que recoge algunos de los textos de Marx poco conocidos y que precisamente muestran “un Marx” completamente distinto al mito construido por la socialdemocracia y el leninismo.

[2] La carta dirigida a Vera Sazulich es la muestra más concisa de la ruptura de Marx con el progresismo y el desarrollismo.

[3] De hecho, eso no aplica para ningún revolucionario; aún cuando éstos posean un gran nivel de lucidez, sus planteamientos nunca serán producto individual, sino por el contrario, siempre serán producto de la lucha proletaria desencadenada por las condiciones históricas y materiales.

[4] Comunistas de nombre y anticomunistas en la práctica.

[5] Carta a LUDWIG KUGELMANN En Hannover. Londres, 12 de abril de 1871.

[6] Carta a LUDWIG KUGELMANN En Hannover. Londres 17 de abril de 1871

[7] A partir de aquí son los borradores de La Guerra Civil en Francia; escritos en 1871

[8] La lucha entre el trabajo y el Capital, no tiene nada que ver con un papel positivo del trabajo frente a un Capital que lo domina, como si el trabajo fuese un hecho neutral e independiente del proceso de producción. Marx siempre definió el trabajo como la fuente de creación del valor; el trabajo vivo siempre es absorbido por el trabajo objetivado, para de esta manera generar Capital. Entonces, puesto que el Capital siempre se alimenta de trabajo vivo (Ver Grundrisse), es ahí donde reside esa confrontación, la cual sólo podrá concluir con la aniquilación de ambos aspectos de la producción, dando paso a nuevas formas de actividad acordes a las necesidades del ser humano. [Nota de Materiales]

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